El capitalismo, como sistema, definitivamente no tiene salida. Mientras crea riqueza y bienestar para unos pocos, condena a las grandes mayorías a la miseria. Esto no es nuevo.
Construir un sistema alternativo no es fácil, en absoluto. La experiencia de los primeros intentos socialistas durante el siglo XX nos lo confirma de modo lapidario. Esto tampoco es nuevo. Construir una sociedad nueva, con nuevos valores, superadora de lo que conocemos hasta ahora, para el discurso dominante no es sino fantasía. Pero quienes seguimos teniendo esperanzas en esa transformación, eso es más bien un desafío, es el reto que nos alienta a seguir adelante.
En definitiva: no es nada nuevo lo que vamos a decir aquí. Pero sí creemos que es importante remarcarlo una vez más, porque si no, corremos el riesgo de desanimarnos. Cambiar el curso de la historia, cambiar los valores del sistema capitalista, de las sociedades clasistas basadas en la explotación del trabajo del otro, es una tarea titánica. Doblemente titánica: hay que luchar a muerte contra las fuerzas conservadoras, las que no desean perder sus privilegios. Pero hay que luchar con más fuerza aún contra los prejuicios que todos llevamos. Es necesario no olvidar nunca eso. Cambiar revolucionariamente un estado de cosas nos confronta a nosotros mismos, a quienes nos decimos revolucionarios.
Toda esta introducción viene a cuento por un dato que podría parecer anecdótico, pero que ilustra a cabalidad lo que significa vencer los prejuicios, las cargas ideológicas de las que somos portadores, inexorablemente. La contrarrevolución está en el enemigo de clase… y en nuestros propios prejuicios.
En Venezuela se está construyendo un modelo nuevo, alternativo. En el medio de un rico, apasionante, trascendental debate sobre las perspectivas de la nueva sociedad a la que se apunta, y no sin dificultades, la Revolución Bolivariana está dando pasos de gigante hacia un mundo de equidad, de mayor justicia. Socialismo del siglo XXI, o como se llame, es el punto de llegada. Aunque más allá del nombre, lo importante es que se pretende algo nuevo. Pero, más allá de la aristocracia local como clase y del imperialismo estadounidense que nos ve como su colonia natural, son todavía muchos los lastres que quedan por vencer.
Según lo que nos informa Braulio Jatar Alonso en un inteligente artículo publicado en Aporrea con fecha 11 de marzo, una concejala (no importa su nombre) “en el Municipio Mariño de la isla de Margarita, lanzó esta semana la insólita propuesta de crear un “fondo social” para costear implantes mamarios en jóvenes de escasos recursos. El “programa social” lleva el nombre de “Sin tetas no hay paraíso”, tal y como el seriado de televisión del libro de Gustavo Bolívar, basado en un hecho de la vida real”. La propuesta apuntaría a apoyar a las jóvenes con menores recursos para mejorar su apariencia estética a través de ese pretendido “programa social”.
No tardaron en aparecer las reacciones –como la de Alonso por ejemplo–, todas enfocadas, naturalmente, en la inconsistencia ideológica de la referida iniciativa. “Contrarrevolucionaria”, “oportunista”, “infiltrada ideológica” es lo menos que se ganó como respuesta esta desafortunada moción. Siguiendo esa línea de análisis podría verse ahí un mecanismo de penetración, y quizá, sin temor a exagerar, una maniobra de la CIA.
Quizá así sea. Pero quizá se trata –entiendo que es lo más probable– de una evidencia palmaria de esa carga ideológica, de esos prejuicios que están constituyéndonos, dándonos identidad. Es muy probable que quien presentara esta pretendida propuesta con pretensiones de “popular” no sea una agente orgánica del Departamento de Estado de Washington. Es, mucho más probablemente, una exposición de una cultura dominante, de unos valores de consumismo y banalidad superficial que moldearon la sociedad venezolana por décadas, cuando los años dorados del rentismo petrolero, el orgullo por las Miss Universo nacionales y la adoración de Miami. Es, igualmente, una expresión espontánea de un machismo ancestral que brota por los poros y que condena a las mujeres –incluso cuando la que habla es una mujer– al ominoso papel de “muñequitas” (y si con grandes tetas de plástico, mejor).
Alguien que se formó en los moldes de ese patriarcado vertical, del consumismo pro estadounidense, que sorbió de la fantasía del “american way of live” como punto máximo del desarrollo humano, ¿por qué habría de tener repentinamente una visión socialista acabada, una ética inquebrantable, una actitud de crítica lapidaria de todo, y al mismo tiempo autocrítica?
Sin el más mínimo ánimo de justificar tamaña barbaridad ideológica como la propuesta de marras, me parece oportuno reflexionar sobre el sentido de lo que esto significa. Es obvio que nadie pasa a ser revolucionario porque se pone una franela roja y va a una marcha donde hablará el presidente Hugo Chávez. Y por supuesto que es necesario atacar toda forma de oportunismo, que no es sino otra forma de corrupción, de ineficiencia, de actitud reaccionaria. Justamente para garantizar la profundización de la revolución es necesario un trabajo cada vez más infatigable en lo ideológico-educativo. Pero esa concejala no es sino un espejo de tantas venezolanas y venezolanos.
¿Qué hacer entonces con los miles y miles, quizá millones de ciudadanos que siguen pensando como esta concejala? Muchos de ellos desde el llano; una buena cantidad, desde puestos con mayor o menor poder de decisión en el aparato de gobierno, y todos abriendo la pregunta: ¿qué hacer ante esos prejuicios dominantes? ¿Jubilar a toda esa población? ¿Deportarla a la Siberia? ¿Crear nuevas misiones por fuera de la estructura formal de los ministerios? Tenía razón Einstein cuando decía que “es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”.
Estas breves notas no pretenden más que ratificar una verdad dicha ya mil veces, pero nunca lo suficientemente interiorizada: para que una revolución pueda triunfar en el tiempo debe conmocionar y transformar al individuo, a la subjetividad de cada uno de los que integramos el colectivo. Si no hay cambio cultural, cambio en los valores, una profunda transformación en lo que somos, en lo que creemos y pensamos, no hay cambio real.
Ninguna teta de plástico podrá dar acceso al paraíso. Por último, en la experiencia humana –que necesita urgentemente de mayor equidad sin lugar a dudas– el único paraíso es el perdido. Lo cual no quita que debemos seguir luchando por un mundo que, quizá sin ser paradisíaco, sin dudas debe ser más equilibrado.
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