A estas alturas del debate en desarrollo sobre las concepciones cardinales del proceso revolucionario miramos aflorar la diversidad de puntos de vista que es dable esperar, y uno tiene la tentación de detenerse a considerar lo que le parece insuficiente, insatisfactorio o equivocado, consciente, por supuesto, de que la viga puede estar en el ojo propio, puesto que también se ha venido metiendo en el asunto.
Tomemos, por ejemplo, la afirmación de varios compatriotas de que “el socialismo del siglo XXI no tiene nada en común con el socialismo del pasado”. Si bien se entiende que lo que se quiere con ello es rechazar cualquier nexo con el llamado “socialismo real”, es poco menos que asombroso el que se pretenda “comenzar la historia” y desconocerse toda el agua que ha corrido. Sí, el “socialismo real” implosionó porque no supo construir la democracia superior que le correspondía, su inconsecuente dirección dejó de confiar en las masas que forjaron la epopeya revolucionaria, caricaturizó sangrientamente la “dictadura del proletariado” y abrió un camino que inexorablemente culminó en lo que vendría a resultar una tragedia histórica; pero el reto al capitalismo que encarnó durante siete decadas largas deja enseñanzas de universal validez, tanto en sus monumentales errores como en sus incuestionables logros y en el legado conceptual de sus más preclaros exponentes. Y están, por supuesto, las grandes luchas de clases, la Comuna de París como primero aunque efímero triunfo proletario, las ideas y sentimientos de justicia social que vienen desde el fondo de los tiempos, el humanismo de los socialistas utópicos. Y está Carlos Marx: ¿cómo prescindir de él si queremos superar el capitalismo, eliminar la explotación del hombre por el hombre, crear una sociedad basada en la igualdad, la solidaridad, el amor y la justicia? Porque él penetró como nadie en las profundidades del sistema capitalista, descubrió los modos y mecanismos de funcionamiento que permiten a la burguesía alienar el trabajo y enriquecerse apropiándose del excedente de la producción, puso en evidencia sus contradicciones internas y vio cómo del seno del sistema nacen sus propios sepultureros, alumbrando el camino de la liberación esencial del ser humano.
Liberación: he ahí otro equívoco. Dicen algunos: “soy un socialista democrático, rechazo la dictadura del proletariado y cualquier otra dictadura”. También el Presidente ha señalado que allí está una importante diferencia suya con Marx. Con todo respeto hacia esos camaradas, especialmente hacia la probada profunda inteligencia del Presidente –quien sin duda no le ha dedicado suficiente atención a este asunto--, la acusación implícita de que Marx es partidario de la dictadura es radicalmente errónea: Marx es por sobre todas las cosas un teórico y un combatiente de la libertad, su pugna es por la liberación de toda la humanidad, sobre la base de la desalienación del trabajo, pues el trabajo alienado es la negación de la libertad. “El libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos”, nos dice en el Manifiesto. Es decir, Marx es un demócrata esencial. ¿Dictadura del proletariado? Marx no la inventa: él en su análisis de la historia descubre que el Estado, todo Estado, es una dictadura de clase, y emplea ese término en un sentido científico para señalar cómo, a partir del surgimiento de la propiedad privada sobre los medios de producción, la clase dominante ejerce su poder. Dictadura esclavista, dictadura feudal, dictadura burguesa o capitalista: ésos son hechos de la historia. Siempre el dominio organizado de una minoría sobre la mayoría. Y de ese modo, y basado en la experiencia especialmente de la Comuna de París, señala que la forma estatal que sustituiría al Estado burgués sería por vez primera de la mayoría, los trabajadores organizados como clase dominante, la “dictadura del proletariado”, forma transitoria, la más democrática posible de Estado, a la cual correspondería realizar la desalienación del trabajo y con ella abolir la explotación y la división en clases, en el curso de cuyo proceso se extinguiría dando paso a una sociedad autogobernada, el reino de la libertad. Estas son conclusiones científicas. Marx no tiene la culpa de las aberraciones ocurridas en su nombre.
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