La Revolución Bolivariana de Venezuela es un laboratorio social; se están jugando allí profundas transformaciones que sin dudas serán el nutriente para mucho de lo que pasará en términos políticos en los próximos años. La construcción del llamado “socialismo del siglo XXI” obliga a repensar muchísimas cosas, a revisar las experiencias socialistas pasadas, a poner a prueba nuevos modelos. Como dijo Simón Rodríguez, maestro de Bolívar: “inventamos o erramos”. De eso se trata exactamente.
Entre tantos elementos que están a la discusión, igualmente importantes todos por cierto (la economía, una nueva cultura, la integración latinoamericana), algo que reviste un valor estratégico es el ámbito de las nuevas relaciones de poder. En otros términos: ¿cómo se va edificando una nueva arquitectura social?, ¿cómo son las nuevas relaciones entre las clases sociales?, ¿quién manda?
No es ninguna novedad que ante todo intento de cambio social, siempre, en todo lugar y momento histórico, surgen fuerzan conservadoras que lo adversan, que lo resisten y dan una batalla a muerte para impedirlo. Podríamos decir que se repite ahí el principio de la física conocido como ley de la acción y reacción, la tercera ley de Newton: “a toda fuerza que actúa sobre un cuerpo (acción) corresponde otra de similar intensidad y sentido contrario (reacción)”. Dicho de otra manera: nada se mueve, o en este caso, se transforma, sin esfuerzo, sin tener que enfrentar resistencias. Siempre hay fuerzas conservadoras que tienden a mantener el estado original (¿quién dijo, acaso, que cambiar las cosas era fácil?)
La reacción, la contrarrevolución, la movilización de las élites privilegiadas que manejan la sociedad, ante la posibilidad de perder sus beneficios es siempre violenta. La lucha a muerte por mantener las prerrogativas que una clase social detenta es furiosa. Sin dudas no podría ser de otra manera: el que nació y creció convencido de ser “superior” que otros, el que siempre ha vivido del trabajo de otros considerando esa situación como natural, no va a ceder sus prebendas muy fácilmente. Dará una batalla a muerte por mantener ese estado de cosas. Es por eso que la reacción ante cualquier revolución nunca se hace esperar, y siempre, irremediablemente siempre, es feroz, total, mortífera. Las contrarrevoluciones no negocian: se hacen para aniquilar a quien osó destronar al privilegiado. No puede haber procesos contrarrevolucionarios suaves; siempre son a todo o nada.
En Venezuela, con particularidades muy propias sin dudas, se está produciendo una profunda revolución. Proceso que, contrariamente a otros cambios socialistas que se dieron el pasado siglo, tiene características sui generis: revolución que comenzó por la cúpula política con la elección de un mandatario dentro de los cánones de la democracia representativa burguesa y que luego fue tornándose socialista y asentándose en un poder popular de la democracia de base, revolución pacífica (la “revolución bonita”), que se ha venido imponiendo sin disparar un solo tiro hasta ahora, revolución sin confiscaciones ni fusilamientos, con absoluta libertad de expresión, sin presos políticos, con respecto irrestricto a todos los derechos civiles, revolución en la que conviven los nuevos gérmenes de una economía post capitalista (movimiento cooperativo, empresas de autogestión obrera) con el gran capital, tanto nacional como extranjero. Revolución, en fin, que pone en discusión el concepto mismo de revolución. Pero que, con un talante antiimperialista y popular, ya fue suficiente para hacer que la derecha reaccionara vehementemente al ver que, en perspectiva histórica, algo importante se está construyendo.
La reacción de la derecha, como siempre sucede en estos casos, fue monumental. Cuando se agudizan las tensiones sociales –que están siempre, por supuesto, pero que se manifiestan con particular intensidad en momentos especiales como este proceso que comenzó a vivir Venezuela hace unos años, cuando se desafía el orden constituido, cuando se comienzan a tocar las tradicionales relaciones de poder– se puede ver qué significa entonces la reacción. ¿Por qué un empresario, un finquero, un banquero, o incluso toda una clase media bien acomodada y que por décadas disfrutó directa o indirectamente los beneficios de la renta petrolera, por qué no habrían de reaccionar violentamente al ver que ahora los marginados de siempre, los habitantes de los barrios excluidos, el pobrerío en su sentido más amplio comienza a participar también en el reparto de la ganancia nacional? Ello significa que en algún momento esos “eternos afortunados” podrán ver perder su situación de privilegio. ¿Cómo no iban a reaccionar?
Pero de hecho ningún sector de los históricamente beneficiados se ha empobrecido o ha perdido su situación de bonanza económica con la Revolución Bolivariana. Todo por el contrario, la marcha de la economía está yendo viento en popa de una manera más que favorable: ya van 14 trimestres ininterrumpidos de crecimiento sostenido. Por supuesto que las grandes mayorías están teniendo beneficios sociales con las medidas revolucionarias; pero de ningún modo puede decirse que la aristocracia o los sectores medios hayan perdido prosperidad. Si esos sectores están en la cresta de la ola “antichavista” es, básicamente, porque perdieron protagonismo político. Y con la manipulación monumental de los medios de comunicación es muy fácil crear un clima contrarrevolucionario, aunque su bolsillo no esté resentido. Lo cierto es que, en un futuro a mediano plazo, las cosas deberán irse definiéndose más claramente: ¿hasta dónde será posible mantener esta suerte de pacto interclasista? ¿Cómo se construirá la nueva economía socialista: cómo se resolverá el choque frontal entre las fuerzas del capital con las del trabajo?
En realidad, ese choque se viene dando continuamente. Chocaron desde el momento en que el proceso que lidera Hugo Chávez comenzó a dar señales de ponerse un poco más a la izquierda de lo que el sistema podría permitir. Cuando se tocó el petróleo (la joya de la corona), ahí vino el primer gran acto de la reacción: vino el golpe de Estado del 2002. Y la derecha (nacional e internacional) siguió reaccionando. Vinieron todos los actos de desestabilización que ya conocemos: paro patronal, sabotaje petrolero, provocación continua desde los medios de comunicación. Toda vez que alguna oportunidad lo permite, la reacción está lista para actuar: el objetivo final es detener la revolución en marcha, y para ello todo puede justificarse. El asesinato del conductor de este proceso, el presidente Chávez es, por tanto, una posibilidad muy cierta. Una entre tantas de todas las opciones que maneja la contrarrevolución: el desabastecimiento, la desinversión por parte del capital nacional, el mercado negro, el continuo intento de aumento de precios al consumidor final, el envenenamiento mediático ininterrumpido, son algunas de las acciones que configuran el escenario actual, combinadas con otras como la provocación militar fronteriza, el latente secesionismo en el estado Zulia, y por supuesto la intervención militar directa por parte del imperio, que nunca está descartada. La lista de posibilidades es amplia y todas tienen un mismo objetivo: impedir el cambio social en marcha.
Lo cierto es que –la historia lo enseña de modo patético a sangre y fuego– una vez producida la transformación en las relaciones entre clases sociales, los afectados que ven perder sus privilegios no descansan en su intento de recuperar su posición anterior. Cada intento de cambio social que vemos en la historia nos lo recuerda. Ante esto los caminos que pueden seguir los hechos son sólo dos: la contrarrevolución triunfa y restaura el estado anterior, o es derrotada y la revolución se consolida. No hay más opciones.
II
Todo esto no es simple discusión académica, heurística vacía; tener claras las posibilidades en juego define el curso de los acontecimientos, define el triunfo o la derrota del proyecto de transformación. Por tanto la pregunta en cuestión: ¿qué debe hacer la revolución con la contrarrevolución? tiene un valor estratégico vital. Responderla va más allá de un pasatiempo intelectual: es trazar el camino para saber por dónde transitar.
¿Y qué se debe hacer con la contrarrevolución? Por cierto, no hay manual que lo diga. Para ser modestos y realistas: se hará lo que se pueda.
Si nos atenemos a los autores clásicos del socialismo, nos encontramos formulaciones que hoy habría que repensar muy detenidamente: “Toda estructura provisional del Estado, después de la revolución, exige una dictadura, y una dictadura enérgica”, escribía Marx en 1848, época de la formulación del “Manifiesto Comunista”. El llamado es a no tener contemplaciones con la reacción. “Una revolución es, indudablemente, la cosa más autoritaria que existe, es el acto mediante el cual una parte de la sociedad impone su voluntad a la otra por medio de fusiles, bayonetas y cañones, métodos autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por medio del terror que sus armas inspiran a los reaccionarios”, agregaba Engels en aquellos años, antes de verse materializada alguna revolución socialista triunfante. “La dictadura del proletariado implica una serie de restricciones impuestas a la libertad de los opresores, de los explotadores, de los capitalistas. Debemos reprimirlos para liberar a la humanidad de la esclavitud asalariada, hay que vencer con fuerza su resistencia”, dirá Lenin en “El Estado y la revolución” en vísperas de la revolución bolchevique de 1917. Está claro, al menos de modo teórico, que ante una revolución el enemigo de clase dará lucha. Y como de lucha se trata, la opción es vencer o morir. Eso es lo que se escribió al menos. Pero la realidad matiza (complica, contradice, cuestiona) las fórmulas teóricas.
El estudio de cada experiencia de revolución socialista en el pasado siglo nos muestra distintos tratamientos del tema de la contrarrevolución. En todos los casos es la compleja realidad la que va dando las respuestas: si en China fue posible “reeducar” al emperador Pu-Yi para transformarlo en jardinero, en Nicaragua la única opción fue resistir como se pudiera una contrarrevolución monumental liderada por la Contra armada hasta los dientes por Washington negociando con la burguesía nacional espacios para una “economía mixta” que finalmente no pudo sostenerse. Si en Rusia fue posible fusilar al Zar Nicolás II y su familia, o en Cuba fue posible pasar por las armas distintos intentos de provocación desestabilizadores –desde agentes de la CIA encubiertos hasta un narcotraficante como el general Ochoa– la coyuntura actual no permite, o al menos no facilita en Venezuela similares medidas. ¿Qué pasaría si se fusila a Pedro Carmona, o a Marcel Granier? ¿Y si se le confiscaran todos los bienes a sus empresas mediáticas? ¿O las de la familia Cisneros? Impensable.
Que hay que ser drásticos con la contrarrevolución no hay ninguna duda. Si no se lo es, la reacción termina triunfando. Pero ello abre la interrogante de cómo, hasta dónde y de qué modo hay que ejercer esa fuerza. ¿Se trata de una “dictadura del proletariado” enérgica que pueda fusilar contrarrevolucionarios? Hoy día, después de ver la caída de buena parte del campo socialista donde hubo más “dictadura” que “proletariado”, es imprescindible abrir una autocrítica. El socialismo del siglo XXI, si algo busca justamente, es no repetir esos errores, ese espíritu dictatorial de una “élite revolucionaria” que termina repitiendo una sociedad de clases, de nuevas clases.
No queda ninguna duda que hay que enfrentar la contrarrevolución. Eso está fuera de discusión, y enfrentarla militarmente si fuera el caso, armando al pueblo incluso. La pregunta es cómo enfrentarla políticamente en el día a día. La respuesta no depende tanto de cómo se quiere hacer sino de qué se puede hacer. La realidad, siempre tozuda, obstinada, más tenaz de lo que uno querría, está ahí, se impone.
En estos pocos años de Revolución Bolivariana, en un sentido se ha hecho bastante con respecto a la contrarrevolución; pero poco si se lo quiere ver desde otro punto de vista. Hay que entender el proceso que se vive en la dinámica general de los últimos años del siglo XX. Caído el muro de Berlín y las experiencias de socialismo soviético, el proceso abierto en Venezuela, junto a la resistencia legendaria de Cuba, quedaron como prácticamente las únicas opciones alternativas al capitalismo salvaje que barrió el planeta. En un momento de triunfo omnipotente del neoliberalismo y de unipolaridad insultante por parte del gobierno de Estados Unidos, surge el proceso bolivariano con Hugo Chávez a la cabeza como un reto casi quijotesco. Entendiéndolo en ese contexto, es increíble que esa revolución, con debilidades estructurales enormes, asentada en una todavía débil organización popular y en el petróleo como su principal y casi único recurso, pueda haberse impuesto sobre la contrarrevolución y se haya fortalecido. Hoy, a casi nueve años de su inicio, se muestra cada vez más firme, más en condiciones de dar batalla y seguir avanzando en su profundización. Pero la amenaza de la reacción crece igualmente.
En el momento del triunfo sobre el golpe de Estado, retornado al poder el 13 de abril, el presidente Chávez, en vez de ejercer esa “autoridad revolucionaria enérgica sustentada en los cañones” como reclamaban los clásicos, fue contemporizador. ¿No quiso o no pudo ir más lejos? En la ocasión ningún medio de comunicación golpista fue cerrado, como perfectamente hubiera correspondido, incluso con un espíritu legalista y de apego al orden constitucional. Más que cierre, la salida del aire de uno de esos canales televisivo vino cinco años después, amparándose en un mecanismo totalmente legal. ¿Es débil la Revolución Bolivariana con su enemigo de clase o es inteligentemente pragmática?
El tiempo irá dando la respuesta. Pero sucede que, si bien este proceso es un verdadero laboratorio, no se dispone de una eternidad de tiempo para saberlo. Los actores que participan en todo esto no son cobayos sino seres humanos de carne y hueso, y si bien estamos aprendiendo sobre la marcha, la contrarrevolución también tiene planes para actuar, muchas veces más osados que la revolución. Imponerse quiere decir evitar la posible carnicería que sobrevendría de triunfar una contrarrevolución reaccionaria, con algún nuevo Carmona que por allí debe estar agazapado y a la espera.
III
La pregunta sigue en pie entonces: ¿qué hacer con la contrarrevolución?, ¿cómo manejarse? Si es cierto que de momento hay cierta concertación con algunos sectores de capital nacional, ¿hasta dónde llega eso? La hipótesis que “mejor tenerlos de amigos que de enemigos” es válida relativamente. El capital busca hacer negocios, y punto. Si la coyuntura le permite ir de la mano un cierto trecho con el bolivarianismo haciendo sus negocios, irá; pero eso no es el fin perseguido por una revolución socialista. ¿No se estará jugando con fuego entonces? ¿Puede centrarse todo el proceso en la capacidad de maniobra de un líder de innegable talla gigantesca como Chávez?
Se podría decir que hay debilidad en la perspectiva política de esta revolución, pero quizá podemos pensar que, en todo caso, hay una inteligente y pragmática forma de conducir el proceso. Hoy por hoy, en un mundo donde todavía son rarezas el levantar voces disidentes contra el gran capital empezando a salir de los peores años de planes neoliberales que todavía inundan el globo, sin dudas Venezuela está dando un ejemplo. Ojalá sean cada vez más los que sigan este ejemplo de dignidad, de soberanía; ojalá lo que aquí está sucediendo sea una fuente de inspiración cada vez más rica para más pueblos. Pero quizá el proceso bolivariano, este nuevo modelo que se está intentando construir, no está aún en condiciones –¿no quiere o no puede?– de confiscar empresas privadas o de fusilar algún Nicolás II. Es más: ¿sería útil, dada la coyuntura internacional actual, fusilar a alguien? (en sentido figurado, claro está). ¿Es posible repetir un barco cargado de “marielitos” el día de hoy?
Cuba tiene la contrarrevolución fuera de su territorio, en Miami; Venezuela la tiene dentro, incluso ocupando muchos resortes claves de poder, con capitales en la mano, con medios de información, con intelectuales orgánicos influyendo en la cultura cotidiana. ¿Es mejor tener la “gusanera” dentro o fuera del propio país? Fuera, al menos, está más claro dónde está parado el enemigo; dentro se puede camuflar mejor. Y mucho de eso es lo que sucede con la Revolución Bolivariana. De todos modos, la realidad política no se escoge. Está ahí, y es en función de ella como se debe actuar.
De momento “el látigo de la contrarrevolución” más que quitar a Chávez de en medio o forzar a endulzar la revolución, a tornarla más “suavecita y bien portada”, más que eso fue haciéndola radicalizar. Los momentos claves de la misma, cuando se avanzó sobre el petróleo o cuando se tocó un medio de comunicación bastión e ícono de la derecha, la reacción fue enorme: golpe de Estado en el 2002 y golpe de estado mediático internacional ahora, en el 2007, con la finalización de la licencia de Radio Caracas Televisión.
No es descartable pensar que el imperialismo, repitiendo lo que tantas veces ha hecho (recordemos, por dar algún ejemplo, Noriega en Panamá, o Hussein en Irak) está preparando las condiciones para una futura intervención militar: Chávez está siendo colocado como el “autócrata despiadado que cierra canales de televisión y coarta libertades civiles armándose de submarinos rusos”, con lo que se sientan las bases para una acción en nombre de la libertad y la democracia (léase: ataque y recuperación de los pozos petroleros), tal como se hizo en esos países arriba mencionados denigrando primeramente sus mandatarios para abrir las puertas de la intervención directa. Sabiendo que ese escenario es altamente probable, ¿qué conviene hacer?
Desde posiciones radicales todo el proceso bolivariano puede verse como algo “débil”, “lento”, falto aún de la profundidad que pedían los clásicos. ¿Pero estamos seguros que es lo más conducente esa dictadura del proletariado que fusile contrarrevolucionarios? ¿No hay ahí aún una revisión crítica pendiente?
La mejor defensa es un buen ataque, de esto no hay dudas. Ahora bien: ¿contra quién avanzar? ¿Contra la aristocracia nacional, contra la clase media desorientada y manipulada por la prensa sensacionalista de derecha, contra el imperialismo rapaz? ¿O contra la misma contrarrevolución enquistada en el proceso revolucionario, es decir: contra el burocratismo, la corrupción y la ineficiencia que aún signan muy buena parte de lo que se está haciendo? Son varios los frentes, y todos igualmente importantes.
Definitivamente, con mayor o menor éxito, en todos ellos se está trabajando. Hoy día, como producto del aprendizaje y del crecimiento de la revolución, vemos que algunos puntales básicos están siendo bien implementados: la participación popular y el poder desde abajo crecen –reservas militares incluidas–, y las fuerzas armadas mayoritariamente están con el proceso –garantía que no tuvo, por ejemplo, Salvador Allende en Chile, y por lo cual pudo ser removido con el cruento golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973–. Por otro lado, el fenomenal esfuerzo diplomático de Chávez ha impedido que se aislara al país y se lo pudiera manipular ante la comunidad internacional como hizo el imperio en su momento con Cuba. Vemos también que ante cada golpe de la contrarrevolución surgen respuestas creativas, inteligentes, que en todo caso sirven para ahondar el proceso. ¿Pero qué pasaría si, por ejemplo, la reacción logra concretar el magnicidio? ¿Está ya preparada la Revolución Bolivariana para asumir ese reto? ¿Es sostenible indefinidamente en el tiempo esta duplicidad de ministerios y misiones sociales? ¿Qué política comunicacional se está desarrollando a nivel internacional para frenar la prédica “antichavista” que inunda los medios hacedores de opinión pública global? ¿Hay un verdadero combate a muerte contra la burocracia, la corrupción y la ineficiencia en el seno del gobierno y de la sociedad en su conjunto o aún predominan los viejos valores?
Sin dudas sería mucho más cómodo presentar un listado de tareas por cumplir para saber de qué manera enfrentar la reacción, y asunto arreglado. Pero las cosas son bastante más complejas. Nada hay escrito en piedra al respecto; sólo es seguro que la reacción está presente, y conforme se profundice la revolución se hará más patente, más cruel y sanguinaria. Quizá, sólo como modesto aporte a la discusión, las preguntas arriba formuladas pueden ser una referencia para tratar de precisar los pasos. Pero teniendo claro que en estos casos, quizá como en todos, sólo echando a perder se aprende. El riesgo es que lo que está en juego son proyectos sociales con vidas humanas. Por eso es fundamental el principio de la autocrítica permanente, que quizá no evite errores, pero que sí permitirá aprender de ellos.
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