La discusión sobre el socialismo alcanza en estos momentos su más alto interés. A lo largo de los debates se han visto aparecer posiciones que van desde quienes afirman que el nuestro no tiene nada de común con el histórico, hasta quienes parecen sostener la intangibilidad de éste y propugnan la admisión acrítica de sus formulaciones y ejecutorias. Creo conveniente volver un instante a los comienzos para ver si nos podemos orientar.
El presidente Chávez proclama el socialismo como objetivo de largo aliento cuando comprueba que las tareas patrióticas o de liberación nacional planteadas --soberanía política y cultural, independencia económica y atención preferente a las necesidades del pueblo-- no pueden ser resueltas a plenitud sino trascendiendo los límites del capitalismo. A esa conclusión llega luego de pasearse por las posibilidades de una “tercera vía” o de dar “un rostro humano” al capitalismo salvaje, y tras chocar de frente con el imperialismo, que no quiere saber nada de patriotismos o insumisiones. De modo que lo proclamado es un socialismo auténtico, una superación dialéctica del capitalismo y no su hermoseamiento con nombre justiciero y reformas gatopardianas. Es ésta una primera cuestión a considerar.
Pero el socialismo a que el Presidente nos convoca es el del siglo XXI, lo cual implica a su vez la superación del socialismo del siglo XX, así mismo dialéctica (es decir, incorporando a lo nuevo lo racional y vivo de lo viejo, con el examen crítico de esas experiencias, el rechazo de sus inconsecuencias y errores y la asunción de su praxis y mensaje de justicia y redención social), y la incorporación de los legados liberadores que vienen de las luchas populares de todos los tiempos; especialmente los hondamente humanos del cristianismo originario y los provenientes de nuestra propia historia, cuya parábola arranca de Guaicaipuro y las tribus insumisas, sigue con las numerosas insurrecciones de indios, negros y mestizos que atraviesan los siglos XVI a XVIII e inicios del XIX, alcanza su cumbre fulgurante con Bolívar y los libertadores y, luego de la traición, recobra con Zamora y otros muchos la voz y la espada que hoy desembocan en la Revolución Bolivariana. Es ésta una segunda cuestión.
El socialismo persigue liberar al ser humano de la alienación o “amputación de la conciencia social” (Einstein) a que lo condena la explotación capitalista. Significa la búsqueda del “reino de la libertad”: es, por tanto, una incomparable empresa ética, la más alta posible. Su construcción exige superar la indicada explotación, para lo cual es necesario pasar los medios de producción, por lo menos los principales, a propiedad social, y planificar su uso. Pero ello sólo puede conducir al objetivo si se abroquela contra la confiscación del poder por una capa burocrática. El no haber podido resolver este problema es, no cabe duda, la razón cardinal de la quiebra de la URSS y el “socialismo real”. El logro de ese propósito requiere, creo que tampoco es dable tener duda al respecto, el desarrollo de la democracia participativa y protagónica, la cual da al pueblo el señorío de su destino; la democracia revolucionaria, cuya praxis debe contener las conquistas democráticas --políticas, sociales y de toda índole-- arrancadas a los factores dominantes en memorables combates de clases. Por eso no puede haber socialismo pleno sin democracia, ni democracia plena sin socialismo. Y es ésta, por ahora, una última cuestión.
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