“Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad”.
Esas palabras de luz pertenecen a Ernesto Guevara de la Serna, el legendario Che que conquistó con su pensamiento, su fusil y su vida el derecho a colocarse entre los mayores vencedores de la muerte. Un hombre que supo transmutar el verso del maravilloso León Felipe (“y que nadie todavía ha cortado una espiga con amor y con gracia”) e invitar al poeta para que viera cómo el pueblo cubano --modestamente él mismo se apartaba-- cortaba con amor y gracia la caña azucarera de cuyo jugo se nutría aún la nervadura económica del país que recién iniciaba su liberación. Un hombre que plasmaba ese amor en la acción del vivac rebelde, hasta llegar a simbolizar la estampa del Guerrillero Heroico. Un hombre que como Jesús de Nazaret, como todos los grandes genuinos, se dio entero por la redención de los explotados y oprimidos de la Tierra, y cuya sangre vertida, portadora de ideas seminales y paradigma de entrega ilimitada, riega sin agotarse los campos de la revolución social, y cuyas manos cortadas vienen señalando rumbos, en su Cuba gloriosa, en la Argentina que lo vio nacer, en la Bolivia dilecta del Libertador y primera depositaria de sus huesos, en la Venezuela bolivariana y por tanto guevariana, en la Guatemala donde inició sus pasos, en el México que lo hermanó con Fidel, en nuestra América entera, en las recónditas esperanzas del África expoliada y en los otros horizontes del mundo. Cómo se estudia hoy al Che, cómo se aprende de su integridad vital y moral, cómo se agradece su recuperación de la esencialidad libertaria del pensamiento de Marx, cómo se ve en él la imagen de los gigantes que lo precedieron y junto con ellos la prefiguración del nuevo ser humano.
Este “saltarín de oficio”, como se autodefinió una vez aludiendo a su trashumancia, quien solía sentir entre las piernas el costillar de Rocinante, luciría hoy su barba de ochenta años con la misma prestancia y dignidad con que Fidel luce la suya, y seguiría acometiendo empresas quijotescas mientras un soplo de aliento lo animara. Por eso millones de personas humildes del planeta ven en sus ojos, que iluminan como la estrella de su frente, una lumbre para guiar sus combates, y toman de su verbo demoledor de mentiras buena parte del acero que necesitan para librarlos triunfalmente.
Acero bruñido no en el odio sino en el amor, que es su marca y la de todos los auténticos. Tomemos de él para nuestra propia aplicación: “El trabajo voluntario fundamentalmente es el factor que desarrolla la conciencia de los trabajadores más que ningún otro”. “Durante la Crisis de Octubre o en los días del ciclón Flora, vimos actos de valor y sacrificio excepcionales realizados por todo un pueblo. Encontrar fórmulas para perpetuar en la vida cotidiana esa actitud heroica, es una de nuestras tareas fundamentales desde el punto de vista ideológico” (igual aquí con la mil veces probada heroicidad de nuestro pueblo). “Las taras del pasado se trasladan al presente en la conciencia individual y hay que hacer un trabajo continuo para erradicarlas. El proceso es doble, por un lado actúa la sociedad (en nuestro caso su parte no domesticada, convertida en mayoría por el proceso bolivariano) con su educación directa e indirecta, por otro, el individuo se somete a un proceso consciente de autoeducación”… hacia la conciencia del deber social. “Hacemos todo lo posible (también aquí debe hacerse) para darle al trabajo esta nueva categoría del deber social y unirlo al desarrollo de la técnica (…), lo que dará condiciones para una mayor libertad, y al trabajo voluntario (…), basados en la apreciación marxista de que el hombre realmente alcanza su plena condición humana cuando produce sin la compulsión de la necesidad física de venderse como mercancía”. La desalienación es la libertad.
¡Gloria eterna al Che Comandante! ¡Hasta la victoria siempre!
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