En este octubre-noviembre se cumplen noventa y un años de uno de los más formidables acontecimientos de la historia, amasado en esperanza, coraje, ira, generosidad, fuerza de pueblo y puesta masiva de la vida en la determinación de transformar las relaciones entre los seres humanos. En el país más extenso del planeta --habitado por muchedumbres que ya no podían soportar más la opresión multisecularmente ejercida sintetizada hasta hacía poco en el “soberano” padrecito zar, ni la doble explotación de su trabajo en las tierras y las fábricas, ni la carnicería en que los poderes imperialistas habían convertido Europa buscando un nuevo reparto colonial-- se fundieron en un solo nudo la revolución proletaria contra la burguesía, la revolución campesina contra los terratenientes, la revuelta de los soldados contra la guerra y la decisión mayoritaria de crear un nuevo tipo de poder. Diez días que estremecieron al mundo --como testimonió el gran periodista norteamericano John Reed, reportero de dos revoluciones, la primera México Insurgente--, iniciaron una conmoción que signó con fuego el siglo XX y partió en dos la geografía, el acontecer histórico y la concepción de la sociedad y de la vida.
En febrero de 1917 fue derrocado el zar y se abrió cauce a la revolución liberal burguesa contra un orden en el que el feudalismo primaba sobre el capitalismo. Pero el gobierno provisional encabezado por Alexander Kerensky desatendió los problemas de la tierra y el trabajo y prosiguió la guerra imperialista. Y a partir de abril, cuando el exiliado Vladimir Uliánov, con nombre de batalla Lenin, retornó a ponerse al frente del pequeño partido bolchevique, se desencadenó una lucha de ideas y combates sociales que fue trasvasando el apoyo de las mayorías, de las organizaciones burguesas y pequeñoburguesas a la dirigida por Lenin. Éste demostró ser un jefe político genial, maestro de la estrategia y de la táctica, del desarrollo teórico cimentado en el socialismo científico de Marx y Engels y del “análisis concreto de la realidad concreta”. Siete meses después, el 25 de octubre por el viejo calendario juliano que hasta esos días rigió en Rusia, 7 de noviembre por el nuevo, llamado gregoriano, de vigencia universal, la insurrección encabezada por los soviets (consejos) de obreros, soldados y campesinos derribó el gobierno de Kerensky, y Lenin anunció desde el Palacio de Invierno, en Petrogrado (antes y ahora San Petersburgo), que comenzaba “la construcción de la sociedad socialista”. Sus dos primeros decretos fueron el de la paz, para traer de vuelta a los soldados, y el de la tierra, para reivindicar a los trabajadores del campo, y luego la supresión de la propiedad privada sobre los medios de producción y su transformación en propiedad social estatalmente gestionada. Catorce ejércitos burgueses intentaron “matar la criatura en la cuna” (Churchill) y no lo consiguieron; tampoco pudo hacerlo la hambruna, provocada en gran parte por la acción de ex propietarios y campesinos ricos (kulaks), ni la posterior arremetida, orientada por las “democracias”, de la maquinaria bélica más potente de la época, la de la Alemania nazi, de cuyos sombríos propósitos el Ejército Rojo salvó al mundo. Pudo hacerlo, sí, la inconsecuencia interior. Lo que bajo la dirección de Lenin fue democracia máxima relativa, con el pueblo en la calle y discusión ilimitada, con un Gobierno de obreros y campesinos que por vez primera creaban un Estado de la mayoría, donde la dictadura que todo órgano estatal representa per se dejaba de serlo de la minoría, se convirtió progresivamente en un régimen burocrático, donde los gerentes supeditaron a los trabajadores y los agentes de gobierno a los ciudadanos. Ello amparado en la necesidad de la defensa contra la hostilidad a muerte de los poderes mundiales, y en el capitalismo de estado, creado y concebido por Lenin como necesario y transitorio bajo control proletario; pero acunado en mentalidades que no confiaban en las multitudes y se fueron reduciendo a minicírculos, que confiscaban el poder colectivo en la misma medida en que diluían su perfil de revolucionarios. La “dictadura del proletariado” fue perdiendo su esencia y abriendo paso a la creciente expresión absolutista de una nueva clase dominante, parasitaria, que adulteró la perspectiva socialista y restringió a Marx y Lenin a la condición de banderas de saludo. Se pretendió engañar al pueblo usando la misma suerte de mecanismos con que la burguesía viene alienando al mundo.
Pero el Gran Octubre puso a temblar al capital, probó que éste puede ser vencido, le arrancó para los explotados concesiones de temor, creó desde el atraso feudal un poderosísimo país y nos dejó el sabor de la esperanza a todos quienes tenemos hambre y sed de justicia.
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