Cuando la fuerza de trabajo,
es decir el sudor, se hace mercancía que es vendida por el propio trabajador
y cuyo precio no es puesto por el mismo, sino por el “mercado de trabajo”
y está además sujeto a guardar un diferencial enorme entre su pago
y el precio de venta de la mercancía o servicio en que su trabajo se
traduce, estamos en presencia de la explotación.
El capitalista, persona que
para ostentar este título sólo precisa de dinero, ambición e inhumanidad,
ejercita el uso o compra de la fuerza del trabajo de otros hombres para
producir mercancías, que una vez llevadas a los mercados, le redituarán
una multiplicación de su inversión.
Esta diferencia entre el costo
de producción de la mercancía y el de la venta final, es llamada
plusvalía o plusvalor, que es un término que se nos hace más fácil
de entender, es el valor extra o “plus” que vulgarmente conocemos
cómo ganancia.
Me tomo el trabajo de volver
a contar el viejo cuento de Marx para que quien lea estas memorias de
la plusvalía aprenda a usar su capacidad elemental de sacar cuentas.
Toda esta negociación viene
en un contexto, en una escenografía muy bien construida en nuestra
civilización, el de las clases sociales. Las clases sociales son fundamentalmente
la forma más establecidas de dividir a los hombres que integran a la
sociedad, vergonzosa forma de clasificarnos, no por los valores morales
o espirituales sino por el saldo de efectivo de que disponemos en nuestros
bolsillos o en nuestra cuenta bancaria. Rico, medio ricos o medio pobres,
es decir clase media y pobres y hasta más pobres. A B C D y E, creo
que hasta allí avanza en el alfabeto ésta prehistórica manera de
estudiarnos.
Cierto que en nuestras sociedades
todo gira alrededor del dinero, todo cuesta, todo tiene precio y en
la medida que queramos cosas tendremos que vendernos o cambiar nuestro
trabajo por monedas. Pero ya los años pesan encima de nosotros, los
que no somos herederos de fortunas, es decir la inmensa mayoría. La
clase privilegiada ha comprado las comodidades, los conocimientos, la
tecnología; ha parcelado el acceso a la riqueza por medio de la exclusión
y de la ignorancia. El conocimiento se vende bien caro, para que no
más que los hombres necesarios aprendan las ciencias que ellos precisan
para que su maquinaria funcione. Pero mantiene uniforme y permanentemente
a una gran mayoría en términos de sumisión, de venta simple de su
fuerza física. Si necesita y crea una clase media, a quienes por supuesto
debe pagar más caro la venta de su fuerza de trabajo, a ellos, entonces,
les crea mercancías y necesidades que basten para obligarlos a devolver
al mercado todo el dinero que se les paga he impedirles de manera alguna
que se conviertan en competidores, para mantener su estatus de clase
media, deberán comprar buenos trajes, autos de medio precio, alquilar
viviendas que los representen y llenar sus neveras de todas las
basuras que hipnóticamente le sugiere su televisor. Cambia los valores
morales del hombre por “sueños” materiales, la insaciable apetencia,
las ansias infinitas por consumir, por poseer bienes que los destaquen
sobre los demás. Por poseer cosas “exclusivas”, trajes “exclusivos”,
asistir a restaurantes o club “exclusivos” jugar golf en campos
“exclusivos” logra conducir un coche “exclusivo”, haciéndonos
creer que eso es la realización total del ser humano. Es la alienación
más bien, la esclavitud disfrazada de riqueza, pues toda ésta
manera de aprender a “excluirnos” siendo tan “exclusivos” del
resto de la especie es la que nos encadena a la más terrible adicción
que existe: “la adicción a la mercancía, a la ganancia, a la venta,
a la prostitución de nuestra fuerza de trabajo, nuestra fuerza creadora
con la que podríamos transformar el mundo.
Así se pasa la vida, de salario
en salario, de quincena en quincena, persiguiendo la vieja zanahoria
que siempre cuelgan delante de nuestras narices los choferes del coche
al que vamos arrastrando con nuestro sudor.