Herbert Marcuse (1898-1979), filósofo alemán, naturalizado estadounidense, fue considerado en la década del 60 del siglo XX, uno de los principales teórico de la izquierda radical, liderizando, quizás sin proponérselo, un movimiento denominado “Nueva Izquierda”, que mantuvo posiciones muy críticas frente al orden establecido y a la cultura y las costumbres convencionales. El recordado mayo del 68 francés, fue una de las referencias prácticas de la influencia de Marcuse en la juventud revolucionaria de la época, que planteaba reivindicaciones más que beneficios de confort o comodidad. La era del “amor y la paz”, asumía a Marcuse como su interlocutor más excelso, aunque la gran mayoría de simpatizantes no supieran ni siquiera qué obras había escrito.
Hoy día se habla mucho de “revolución”; se ha vuelto un término común en el lenguaje de los pueblos subdesarrollados. La “revolución” significa para ellos esperanzas, posibilidades de cambiar su cotidianidad con la pobreza y llegar a un ámbito de bienestar en donde las preocupaciones ya sean “de qué color pintar la casa” y no “cómo haré para tener una casa”. Marcuse fue más ideólogo que filósofo; mediante su crítica radical, en expresión de Jean Michel Palmier, uno de los más agudos analista de sus ideas, de la ideología de toda la civilización industrial avanzada, ya fuera comunista o capitalista, justificó todas las tentativas violentas emprendidas para desarticularlas desde sus bases. En sus escritos, entre los que destaca “El hombre unidimensional” (1964), mostró que la unidad del marxismo y el psicoanálisis no daba nivel de los juegos de palabras, ni de las estructuras, sino en el de la pertenencia a una vivencia idéntica.
A Marcuse le interesó conocer en profundidad los escenarios en los cuales se desenvuelve la llamada sociedad industrial. Esa sociedad cargada de alienación y consumismo que le daba supremacía al “tener” sobre el “ser”. En uno de sus trabajos, titulado “El malestar de la cultura”, Marcuse describe al hombre de esa sociedad industrial como un ser decepcionado por la técnica; una técnica que le permitido dominar los espacios naturales pero que a su vez lo ha aislado del hombre mismo. Ese desenfreno, advertía Marcuse, lleva al hombre a producir condiciones de libertades confusas, en las que el caos anda suelto en todas sus acciones, por lo cual se requiere poner límites, poner orden. Restricciones que le devuelvan la cordura a la sociedad, pero ese orden ha de ir en concomitancia con valores sensibles del ser humano, no debe ser déspota ni autoritario, debe tener supremacía por su ejemplo y cordura y no por replicas desenfrenadas de caos y maltratos, propias de las sociedades primitivas.
Marcuse criticó duramente el llamado “socialismo real” de la extinta URSS bajo el mando de Stalin, reprochaba su ortodoxia y su camino alocado en la búsqueda por defender una doctrina marxista manipulada e ineficiente. El capitalismo era un cruel enemigo que se valía de las deformaciones del comunismo para seguir perpetuándose.
Su visión crítica lo hace contemporáneo, lo acerca a las realidades de un nuevo orden mundial identificado por el imperio de la economía y el terrorismo; ya él había establecido, lo que en esencia sería su aporte teórico al pensamiento político, las tres realidades que debía superar la sociedad industrial: 1.- La masa proletaria, o explotada, debe imponerse por todos los medios, hasta los violentos, contra el sistema que le mantiene cautiva y dominada; 2.- Hay que volver a las raíces de las clases desposeídas para comprender sus necesidades, de lo contrario se estaría condenado a perder toda comprensión auténtica de la realidad; y 3.- La ideología de la coexistencia pacífica no tiene razón de ser ante un mundo cargado de imperios e intereses económicos, hay que propiciar un impulso revolucionario sostenido y sobre las cenizas de lo alcanzado construir una nueva sociedad.
Como se puede apreciar, Marcuse no sólo visualizó la amenaza de la sociedad industrial a los intereses de una sociedad de justicia y equidad, sino que apoyó la tesis maquiavélica del “fin justifica los medios” para impregnar el pensamiento de izquierda de la época de una dosis radical de actuación ante un enemigo inmensamente poderoso y destructor, como el capitalismo. Marcuse expresó que los males sociales sólo pueden superarse si se renuncia al proceso democrático liberal y se asume el costo humano y material de una revolución profunda y radical, en donde los mayores desafíos al orden establecido vendrían de los estudiantes y de grupos minoritarios, pero no de los trabajadores que, según él, estaban comprometidos con el orden imperante promovido por la propia sociedad industrial. Es posible que ciertos sectores del mundo político actual, tanto de derecha como de izquierda, estén pensando de manera similar y radical a como pensó Marcuse y por lo cual aún no ha sido olvidado.
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