En “El libro de la risa y el olvido”, el escritor checo Milan Kundera, en una frase que no por frecuentada pierde singularidad, afirma que “la lucha del ser humano contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”.
En el gobierno colombiano que ahora inicia, un rasgo distintivo es la sin par capacidad de los elegidos, presidente y vicepresidente, para desdecirse de sí mismos, abjurar de los laudos dictados en primera persona, negar las jaculatorias propias de antier, o rasgarse las vestiduras ante las actuaciones de ayer. Una brutal lucha del olvido contra la más natural memoria.
Empecemos con Juan Manuel. Ha estado al frente de tres ministerios: Comercio Exterior, Hacienda y Defensa, desenvolviéndose para tres gobiernos distintos e incompatibles: César Gaviria, Andrés Pastrana y Álvaro Uribe.
Juan Manuel fue ministro de Comercio Exterior durante el gobierno liberal de Gaviria. Desde esta cartera, fue punta de lanza de una apertura económica de sopetón, que le significo muchos males al país y acabó de sumir al sector rural en la desgracia (que lo digan los productores de trigo, cebada, papa, o los embarcados en los embelecos de la diversificación de cultivos de la Federación Nacional de Cafeteros, de la que el propio Juan Manuel había sido representante incólume en Londres, ante la OIC).
Juan Manuel fue ministro de Hacienda y Crédito Público durante el gobierno conservador de Pastrana, luego de haber sido un franco opositor y crítico acérrimo. Simple voltereta, para llegar de carambola a un ministerio en el que, con su sola llegada, ayudó a ahogar el proyecto presidencial de referendo para revocar el Congreso. Gracias de la vida, “para salvar al gobierno de Pastrana”, según él mismo lo aseveró.
Juan Manuel fue ministro de Defensa durante el gobierno anti gavirista y anti pastranista de Uribe. De malquerido por el presidente, además, a cuya primera reelección se opuso en los inicios, Juan Manuel, un oligarca concreto, un golfista nato, pasó a ser cofrade de Uribe.
Aprovechó la zambapalos generada por el tema de esa reelección en el Partido Liberal, para crear, con la disidencia, el PUN (léase: Partido de Unidad Nacional), el partido uribista de la U del mismo Uribe, en el que aterrizarían paladines, caciques y parapolíticos, y al que aún ahora siguen deslizándose por la puerta de atrás los miembros del PIN, en una suerte de PIN – PUN y ping – pong milagrosos.
Ya en la cresta de un liderazgo inadvertido, con el partido presidencial bajo la manga, Juan Manuel se ganó, por derecho propio, el ministerio que más le serviría en el gobierno de la “Seguridad Democrática”. Asumidas las mudanzas ideológicas y tan claros los fines, importaron poco los medios, sembrados de mentiras y muertos y desplazados, y con el viento de El Tiempo y todos los medios en popa.
Juan Manuel se reunió con las FARC en Costa Rica, sin venia ni autorización del entonces presidente Samper, y llegó a proponerle a la Comisión de Conciliación Nacional, en 1997, la creación de una zona de despeje, más de medio año antes de la reunión de Víctor G Ricardo con Manuel Marulanda Vélez y el “Mono” Jojoy, realizada una semana antes de la elección de Pastrana como presidente y mucho tiempo antes de que a este se le ocurriera la idea.
Pocas veces en la historia del país a un gobierno se le ha cobrado tan cara una decisión, como al de Pastrana la creación de esa llamada “zona de distensión”, en un infructuoso proceso de negociación con las FARC.
Del mismo modo que la esperanza de la paz con el grupo guerrillero fue definitiva para la llegada de Pastrana al poder, la frustración del proceso fue determinante para que Uribe se abriera el camino a la presidencia con su discurso incendiario e intransigente.
Y en el camino, claro está, se llevó por los cachos cualquier política o estrategias de paz: Se instauró un nuevo discurso, de guerra frontal. Y así fue como el mismo Juan Manuel armó diligente el aparataje, organizó las huestes a costillas del PIB y ladró sin moderación desde el Ministerio de Defensa. Franqueó, pues, de una zancada la valla, y, de proponente de la idea, para cerrar con broche de oro, pasó a afirmar, hace unas semanas, que otros candidatos podrían regresar al país a “la oscura pesadilla del Caguán”.
Es aquel Juan Manuel Santos que nunca ha luchado contra el poder, sino por el poder. En una lucha que cualquiera ser humano libraría contra el olvido, Juan Manuel ha optado siempre por perder la memoria. Ahora que lo ha conseguido, que él de cabo a rabo es el poder mismo, ¿qué país tendrá en mente? ¿Cuál población en el olvido?
Y no es cuestión de pedirle peras al olmo. O a un político de corazón, como este Juan Manuel, que no varíe su pensamiento, o que se contradiga de vez en cuando, o que por conveniencia se arrime al árbol que da más sombra. No. Lo que llama la atención es el exacto acoplamiento con la incoherencia y la obstinación enferma por los traspiés. Lo insensato es el tamaño de los virajes, el descaro en los cambios de tercio, la infidelidad a los adictos, los cabeceos abruptos en la palabra .
Claro, siempre puede sostenerse, y no sin razón, que no se pueden traicionar unas ideas cuando nunca se ha creído de cierto en ellas. Y si desde hace tiempo ha sido complicado establecer lo que Juan Manuel cree de las cosas, a estas alturas, cuando ya ha logrado el pensamiento único que siempre ha estado metido en su cabeza, el de ser presidente, pues él todo se hace más inescrutable, con quién sabe cuántas reflexiones en melcocha y la ambición cociendo al vapor.
Juan Manuel, distinguido por el buen olfato político y el certero recular, es corto de vista a la hora de percibir tanta contradicción y paradoja. Él no halla, digamos, incoherencia alguna entre el hecho de haber sido una vez un activo “conspiretas” y reunirse con Raúl Reyes para tramar la caída de un presidente, Samper, y después acusar a Rafael Pardo de acordar con las FARC la unión con las fuerzas de oposición para evitar la reelección del ya recién arrogado patrón, Álvaro Uribe, en una acusación malintencionada y embustera.
Tampoco la ve en abrazar al mismo Reyes en Costa Rica o El Caguán, y después matarlo en un país vecino. Mejor dicho, en haber pasado, en un santiamén, de pacifista consumado a pacificador furibundo.
Situaciones como estas no dejan hoy de bruces sobre un Juan Manuel que habla sin ton ni son y un Santos que todavía farfulla en la palestra. Y, peor aún, ad portas de un gobierno de labios para afuera.
Ojalá, por el bien del país, ahora en la presidencia Juan Manuel Santos vuelva a llevarse la contraria, a actuar en contravía de lo que dice que hará y de todas las pavadas que promete, y haga por fin algo que valga la pena o sirva de algo, aunque sea para los propios desdichados que lo eligieron.
Cualquier bagatela que esté más allá de las patrañeras cifras económicas que mostraba en PowerPoint en Minhacienda, cualquier cosa que signifique más que las victorias de guerra anunciadas en podio de vitrina en esa área farandulera que volvió el Mindefensa, cualquier fruslería que vaya más allá de los guarismos hueros y las esperanzas baldías con que atragantó a Mockus y esperanza a sus círculos criollos. Es que, de a de veras, Colombia no se merece que él no siga siendo el mismo.
(*) Rebelión/Colombia Plural
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