Su odio, ignorancia y subestimación de ese mundo y de sus refinadas culturas y gentes laboriosas no les permite entender los profundos valores morales y sentido de la dignidad arraigados en el alma de sus pueblos, ni el orgullo que sienten por héroes como Saladino o Nasser, ni que estén enterados de la responsabilidad mayúscula de Washington en el desmantelamiento del nacionalismo árabe, la feroz ocupación de Palestina por Israel mientras continúa armándolo y apoyándolo incondicionalmente, la demolición de Irak, la obstinación con que han implantado y sostenido gobiernos de fuerza serviles y corruptos e impuesto políticas neoliberales desde el norte de África hasta la península arábiga, siempre en nombre de la democracia. Para los egipcios y la calle árabe no han pasado inadvertidas las cambiantes y oportunistas declaraciones de Obama y su secretaria de Estado desde que el 25 de enero se inició el levantamiento popular. Entonces Clinton proclamó que la situación en el país de los faraones era “estable”.
Discrepo de los enfoques que sospechan de una teledirección por el imperialismo, a través de grupos juveniles amaestrados, del potente movimiento popular egipcio, y lo instan a modificar sus consignas exigiendo la partida de Mubarak por otras más radicales contra Washington, sus bases militares y el neoliberalismo. Además de que no es nueva la incrustación de grupos proimperialistas -casi siempre desenmascarados a la postre- en los movimientos revolucionarios, otras revoluciones auténticas, como la cubana, movilizaron a millones pidiendo la salida del tirano, libertad, y justicia y enarbolaron explícitamente, en el momento preciso, ni antes ni después de ser necesario, las banderas del antimperialismo y el socialismo hasta convertirse en inspiradora de las luchas sociales en todos los confines del planeta.
El pueblo es sabio, aprende el camino de la revolución sobre la marcha al enfrentar a sus enemigos –la inevitable contrarrevolución con la que habrá que batallar a muerte- y no necesita que se lo dicten desde fuera, ni siquiera con buenas intenciones. Aunque no haya líderes raigales a la vista, estos pueden surgir de las luchas de base, al igual que Evo Morales de los indígenas del Chapare, Hugo Chávez de las filas de los militares patriotas de rango medio, Lula del sindicalismo o Cristina Fernández del peronismo de izquierda.
La revolución árabe está en sus comienzos y puede llevar tiempo la definición de su futuro. Lo importante es que ya el pueblo ha probado el poder que la da tomar las calles y que nada a partir de ahora será igual. Mubarak podrá en el pataleo mandar sus esbirros de civil a ensañarse con los manifestantes, hacer que el ejército trate de desmovilizar las protestas o presionarlo a que las reprima, pero sus días en el poder están contados y las multitudes en la Plaza Tahrir serán mayores y más radicales mientras más traten Washington y sus aliados de evitarlo.
Las masas árabes quieren democracia, sí, pero en su acepción etimológica de gobierno del pueblo, una que no desea ser de elites como la occidental, sino en la que el pueblo de veras decida su destino. Y es que no ha habido mayores enemigos de la democracia en el mundo árabe que Estados Unidos y sus aliados. Ellos han impuesto a los tiranos de turno y fresco está el ejemplo del veto a Hamas, votado abrumadoramente por los palestinos, o a Hezbolah en Líbano, que por mucho que les pese es la fuerza política más popular del país de los cedros y, por cierto, inspiradora y ejemplo en muchos sentidos de esta gran revolución árabe.
aguerra21@prodigy.net.mx