En los tiempos cuando bombardearon el palacio de Gaddafi y asesinaron a su hija, en Venezuela sólo hubo un acto de protesta. Fue en un concierto de piano promovido por los pitiyanquis, cuando tres poetisas junto con los muchachos de un grupo de teatro, irrumpimos y leímos un documento dirigido a los norteamericanos, para que le pidieran a su gobierno que dejara al mundo en paz. Yo leí el documento, mientras Aniuska Ppall, con su inglés de bachillerato, trataba de tranquilizar al pianista, que estaba aterrorizado, porque en esos tiempos, quien defendiera a Gaddafi era calificado inmediatamente como terrorista. Mientras tanto, los muchachos repartian el manifiesto.
Las tres poetisas fuimos detenidas por la DISIP, por órdenes de la embajada de EEUU. Afortunadamente, los muchachos pudieron escapar. Marina Matute y Aniuska salieron esa misma noche, pero yo asumí la responsabilidad de la organización de la protesta y pasé unos días dentro. Pedro Ortega Díaz, quien era diputado por el PCV, asumió mi defensa hasta que consiguió un habeas corpus y me sacó.
“Detenida poetisa”, decían los periódicos, contando la historia a su manera. Nunca conseguí una réplica con el Nacional. Entonces, como ahora, ese periódico decía lo que mandaban sus amos imperiales.
Por esa acción perdí mi trabajo y me botaron del lugar donde vivía, pero por dentro, sentí el frescor del deber cumplido.
VEINTIPICO AÑOS NO ES NADA
Han pasado los años y la situación no ha cambiado con Gaddafi. Ese cuento de que es un asesino contra su pueblo se lo come quien quiera comérselo. Fui una de las pocas voces que hablamos en favor de Libia y su líder, cuando hasta la izquierda está echándole plomo verbal. Seguí a mi corazón. Si el imperio decía que era un asesino, es porque se trataba de un buen tipo. No había hechos que me convencieran de que había brincado la talanquera, ni de que se había vuelto loco, como dicen que se volvió Stalin.
El corazón me decía, y me sigue diciendo, que el imperio aprovechaba un trabajo previo en Libia y las protestas de los árabes, para fingir un levantamiento e invadir al hermano país para robarles el petróleo, el agua y equilibrar la balanza en el medio oriente, que aún está inestable, por más que hayan puesto una bomba en el fondo del mar, en el nordeste de Japón, para destruirlo impunemente, desviar la atención del mundo y de paso deshacerse de un poderoso competidor comercial.
LA SOLIDARIDAD Y EL DOLOR
Fue puro sentimiento, lo confieso. Si hubiera pensado sólo con la mente, habría sido tonta útil del imperio, que tiene cubiertos todos los flancos, y gente infiltrada hasta donde uno menos se imagina. Sentí dolor cada vez que se decía que Gaddafi estaba fuera de la realidad, y cada vez que grupos izquierdistas pisaban la concha de mango y le echaban plomo verbal. Aún hoy muchos camaradas, algunos de muy buena fe, dicen cuando condenan la invasión del imperio: “no es que defienda a Gaddafi, pero...” como avergonzándose de asumir sus responsabilidades como revolucionarios; por lo menos los que lo son.
Ya se sabe que todo era un montaje, análogo a lo de Irak, y se sabe que Gaddafi tuvo que rendirse en la década pasada porque estaba sola frente al imperio, y amenazada por todas partes, para evitar una masacre contra su pueblo. Pero cambió la correlación mundial de fuerzas con los movimientos de avance progresista en Latinoamérica, el surgimiento de un nuevo polo distinto al imperialismo, y el líder libio quiso recuperar lo perdido, lo cual no pudo lograr, porque su gobierno estaba demasiado corrompido por el neoliberalismo, y muchos fueron cómplices del imperio para tenderle una trampa a su propio pueblo.
YO SÍ DEFIENDO A GADDAFI
No tengo nada que perder. No le debo nada al imperialismo ni tengo un prestigio de “moderación” que cuidar. La posición solidaria del servicio exterior del gobierno, y personalmente la de Chávez, su amistad expresada en el momento que más se necesita y sus palabras, digan lo que digan, a favor de Gaddafi y de Libia, me hace sentir orgullosa de haber votado por él todas las veces que ha ido a elecciones. Una vez más, ha actuado con la valentía de los revolucionarios de corazón.
Tal vez sí tenga prejuicios de clase. Si el imperio dice algo, lo pongo en duda sólo porque el imperio lo dice. Y con gusto iría de nuevo a prisión, porque alguien tiene que levantar la voz de solidaridad, y decir a los camaradas que dicen “no es que defienda a Gaddafi, pero...”, que han sido engañados, para que sirvieran sin querer al objetivo del imperio, que pretendió aislar al líder de Libia, para cumplir con sus viejas aspiraciones de robarse todo cuanto pueda ser robado en ese hermano país, donde viven personas diferentes, como tiene que ser. Tal vez los libios no sean comunistas al estilo tradicional, pero cuando ellos decidan cambiar de sistema de gobierno, serán ellos quienes lo digan, y no el imperialismo.
Y sigo pensando que Gaddafi, ese hombre especial y excéntrico, es uno de los revolucionarios incomprendidos, que son indispensables para la humanidad.
andrea.coa@gmail.com