En las pasadas elecciones presidenciales de 1999 la oposición del candidato Alfonso Portillo, al saber que éste había cometido un asesinato en Chilpancingo, México, quiso utilizar el hecho para perjudicar su imagen presentándolo como “violento” buscando mermarle popularidad. Pero la información divulgada, más que dañarlo, elevó su reputación. “No maté a uno ¡sino a dos! Y si eso hice por mi familia ¿qué no haría por mi país?”, respondió el supuesto ofendido. Conclusión: Portillo ganó las elecciones. Más aún: las ganó como candidato del partido creado por el general José Efraín Ríos Montt, bajo cuya presidencia de facto entre 1982 y 1983 tuvo lugar la mayor represión que ensangrentó al país, fundamentalmente con campañas de exterminio de población rural (más de 600 masacres de campesinos de origen maya). En otros términos: todo se hace a los tiros. Valga el ejemplo: en ciertas regiones del país –de donde proviene, justamente, Alfonso Portillo– se es “macho” si se porta arma de fuego.
Sin dudas la apelación al “macho fuerte” que “tiene los pantalones bien puestos”, en una sociedad atravesada de cabo a rabo por la violencia (con un patrón absolutamente machista y militarizada hasta los tuétanos) no desacredita a nadie. Por el contrario: levanta los puntos.
Ahora, nuevamente, ante una elección presidencial –el 11 de septiembre próximo– quien va adelante en la preferencia popular es alguien que, apelando a esa misma imagen de “recio”, promete “mano dura” para arreglar el que se supone principal problema del país: la violencia (que, en realidad, no es sino la punta del iceberg de una situación infinitamente más compleja. Importante es decir, por ejemplo, que el país tiene un 55% de su población por debajo de los niveles de pobreza que marca la ONU: un ingreso diario de dos dólares. La delincuencia actual no es sino una síntoma de un panorama más desolador. Por ejemplo: un cuarto de la población de la ciudad capital vive en asentamientos irregulares, el analfabetismo alcanza el 25% y la subocupación y la desocupación abierta toca casi el 60% de la población económicamente activa).
El general Otto Pérez Molina con su Partido Patriota, miembro activo del ejército durante la recién pasada confrontación interna y destinado a la región de Quiché, la más castigado en ese conflicto armado, ahora jubilado de la institución castrense, puntea las encuestas. Valga agregar aquí que en esa guerra, según lo estableció Naciones Unidas a través de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico –que hace parte de uno de los Acuerdos suscriptos entre insurgencia y gobierno–, hubo genocidio. Es decir: la política de “tierra arrasada” que implementó el Estado para acabar con la guerrilla masacró en innumerables ocasiones a la población maya (campesinos pobres del Altiplano), que constituía la base social del movimiento armado. Eso está debidamente probado. Y fue el Quiché la zona más golpeada.
Un país que viene de casi cuatro décadas de guerra interna, con un cuarto de millón de muertos como consecuencia, y donde la violencia cotidiana sigue cobrando víctimas a diario, ¿necesita más violencia como solución a sus problemas? ¿Se puede apagar un incendio echándole un baldazo de gasolina? ¿Por qué buena parte de la población ve como única salida posible la propuesta de más violencia? ¿Por qué, mientras en todo el mundo se deroga la pena de muerte, aquí muchos siguen exigiéndola? De hecho, el candidato que marcha en segundo lugar en las encuestas, Manuel Baldizón, habló de “fusilar a los delincuentes en la plaza pública amarrados al asta del pabellón nacional”. ¡Y encontró eco en la población!
Todo esto nos puede llevar a considerar dos opciones: 1) la sociedad guatemalteca es profundamente masoquista; prefiere seguir castigándose, violentándose, flagelándose, dado que la violencia, inexorablemente, trae más violencia (véase el resultado de la guerra al narcotráfico en México, o la ley antimaras en El Salvador: en ambos casos la violencia creció exponencialmente). O 2) está “enferma” de violencia.
Es difícil, o imposible, transpolar un esquema de explicación individual (el masoquismo) a un colectivo social; es un abuso teórico decir que una sociedad es “masoquista”. Exploremos entonces la segunda opción: la violencia ya se hizo carne, es normal, no asusta. ¿Por qué no pensar que el linchamiento es un crimen, y verlo por el contrario como una “solución”? De hecho en la sociedad guatemalteca esa práctica pasó a ser ya algo frecuente, pedida por muchos incluso como una forma de “justicia”. Eso solamente es posible porque la cultura de violencia, de muerte, de desprecio por el otro se hizo natural. A todos toca: al marero que mata por encargo, al que paga el encargo, al que aplaude la muerte, al que busca ansioso los muertos en algún diario sensacionalista, al que publica el diario…
Un país que sufrió hasta niveles indecibles la violencia de la guerra interna, de ningún modo puede superar esas cuotas de animalidad con más violencia. ¡Pero curiosamente quien aparece como un posible ganador de las elecciones es quien promete más violencia para acabar con la violencia! Paradójico, ¿verdad? No se acepta como candidata a una mujer divorciada (la ex primera dama Sandra Torres, a quien se le negó su inscripción), pero sí marcha primero en la opción de voto un acusado de genocidio. La pedagogía del terror –eso fue lo que sucedió en Guatemala durante varias décadas de la mano de un anticomunismo visceral, feroz, absolutamente impune– da como resultado más terror (definitivamente: dejemos de lado eso del masoquismo).
La violencia no se puede arreglar con más violencia. ¿Qué pasará si Pérez Molina triunfa en estas elecciones? ¿Terminará efectivamente el nivel de violencia criminal que asola al país? ¿Fusilar unos cuantos criminales –o muchos inclusive– puede cambiar la situación? Lo patético, cosa de la que ni los candidatos en sus campañas hablan, ni tampoco los grandes medios de comunicación locales ni internacionales, es que la principal causa de muerte en el país no es la “criminalidad desatada” con la que machaconamente se aterroriza a la población… sino el hambre.
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