Ya quince años
de paz…. ¿De paz? Las interrogantes que se abren son muchas más
que las respuestas.
Se dice y repite
hasta el hartazgo que "la paz es mucho más que la ausencia
de guerra". Verdad rotunda, sin dudas. En Guatemala ello se
hace patéticamente evidente. Formalmente en el país hace ya una década
y media que terminó el enfrentamiento bélico, pero muy lejos se está
de la paz. Es cierto que ya no existe un clima de militarización con
fuerzas armadas ocupando todos los espacios (los geográficos y también
los sociales), enfrentamientos armados, zonas tomadas por la guerrilla
e impuestos de guerra, estrategias contrainsurgentes con desaparición
forzada de personas y campañas de tierra arrasada. Todo eso quedó
en el pasado. Ahora el país, formalmente al menos, vive en "democracia".
Ninguno de los dos contrincantes antaño enfrentados en el campo de
batalla puramente militar ha vuelto a desarrollar acciones bélicas
contra el otro; el cumplimiento del cese al fuego ha sido celosamente
respetado por ambas partes, y sus fuerzas desmovilizadas se han integrado
a la vida civil. De ello pueden dar fe una larga lista de observadores
y acompañantes internacionales del proceso de paz. Pero la paz, si
es cierto que ella es más que la ausencia puntual de guerra, es una
realidad muy lejana en la cotidianeidad de la sociedad guatemalteca.
El país sigue
presentando índices de pobreza y exclusión social alarmantes. Según
datos de Naciones Unidas, ocupa el primer lugar en América Latina y
el sexto a nivel mundial en desnutrición crónica (UNICEF, 2011). Por
otro lado, dada la catástrofe medioambiental que se vive, el cambio
climático lo coloca en cuarto nivel a escala global en orden a la vulnerabilidad
derivada de los desequilibrios ecológicos, que golpean básicamente
a los sectores pobres. El analfabetismo sigue siendo una dura realidad,
con un 25% de su población que no lee y escribe (ya no digamos analfabetas
digitales, donde apenas un 10% del total de sus habitantes se conecta
a internet); el 51% de los guatemaltecos se encuentra por debajo de
la línea de pobreza (2 dólares diarios de ingreso), las diferencias
entre lo urbano y lo rural continúan tajantes, con población de origen
maya siempre excluida, sin mayor representación política (8 diputados
mayas sobre un total de 158), condenada a los peores y más mal pagados
empleos, y para una buena parte de la juventud en general, maya y no
maya (70% de la población tiene 30 años o menos) la única salida
posible es marchar como inmigrante irregular a Estados Unidos en búsqueda
de mejores horizontes. En otros términos: las causas estructurales
que encendieron la mecha de la guerra civil en la década de los 60
del siglo pasado siguen vigentes.
Para completar
el paisaje social donde la paz es, ante todo, una dudosa declaración
discursiva, podría agregarse que hoy por hoy, a partir de una compleja
sumatoria de motivos, la situación de inseguridad ciudadana coloca
a la sociedad en un clima de zozobra perpetua, donde la criminalidad
campea impune y la sensación de indefensión de la población civil,
aunque por distintos motivos, no es tan distinta de la vivida años
atrás en los momentos más álgidos del conflicto armado interno.
No cabe ninguna
duda que hoy ya no se respira un agobiante clima dictatorial, que no
hay retenes policiales ni militares a cada paso, que existen garantías
constitucionales desconocidas algunos años atrás. Si se quiere hacer
una lectura optimista de todo ello, sin dudas se puede concluir que
hoy la guerra es algo del pasado, y el 15 º aniversario de la firma
de la paz da para festejar mucho. Pero quedarse sólo con eso puede
ser un tanto miope…, o malintencionado.
Hoy no hay
guerra, eso es una realidad. No hay 20 muertos diarios producto de las
acciones bélicas, no hay censura en los medios de comunicación, cualquiera
puede expresar bastante libremente sus ideas sin temor a los servicios
de inteligencia que lo estarán persiguiendo, se puede circular sin
mayores restricciones por cualquier parte del país…, pero la paz
no ha llegado. Y tal como van las cosas, nada indica que ande cerca,
aunque se festeje quizá con cierta pompa un nuevo aniversario (u otros
más en el futuro inmediato, porque nada indica que en el breve plazo
vaya a darse un nuevo conflicto bélico interno).
Dos cuestiones
importantes a destacar entonces. Por un lado, si bien hoy no existe
una dinámica de guerra, un abierto clima bélico con combates, atentados
y emboscadas, la sensación de inseguridad generalizada así como
la cantidad de muertos diarios por hechos criminales colocan a Guatemala
con tasas de violencia como si se tratara de un país en guerra. De
hecho, está entre los más violentos del mundo (en el momento de festejar
este nuevo aniversario, la cantidad de muertos diarios por hechos violentos
ronda las 15 personas, con una tasa de homicidios de 45 por cada 100.000
personas al año, considerada altísima según los patrones internacionales).
Junto a ello, abonando también al clima de violencia generalizada,
como fenómenos directamente ligados a la cultura militarizada de la
post guerra se da una serie de hechos altamente cuestionables y preocupantes:
la cultura de violencia y desprecio por la vida que legaron tantos años
de guerra está incorporada en la normalidad cotidiana. De ahí que
puedan verse como hechos cotidianos los linchamientos, la "limpieza
social" de "indeseables" (rateros, pandilleros, travestis),
la proliferación de violentas pandillas juveniles con lógicas de acción
y armamentos militares (lo que puede hacer pensar en agendas ocultas
tras de ellas), el asesinato con posterior descuartizamiento de las
víctimas, el feminicidio en curso (asesinato selectivo de mujeres con
marcado sadismo, lo cual comporta mensajes políticos), y el consecuente
pedido de "mano dura" por parte de la población para terminar
con esta explosión de violencia que se presenta como incontenible.
Por lo pronto, en las recién pasadas elecciones quien acaba de ganar
la presidencia es un general retirado que justamente prometía endurecimiento
contra esta inseguridad, y fue lo que le llevó a triunfar en la justa
electoral, asentándose en el temor de la población, urbana en mayor
medida.
Junto a esta
primera consideración, no puede dejarse de mencionarse como otro elemento
especialmente importante que conspira contra la paz, la expandida cultura
de impunidad que barre toda la sociedad. En realidad, todos estos elementos
se interconectan, y combinadamente son los que tornan tan difícil –cuando
no imposible– hablar seriamente de una genuina paz en Guatemala: a)
la pobreza crónica como común denominador con diferencias irritantes
entre los más ricos y los más excluidos (el país tiene el promedio
más alto del mundo en tenencia de automóviles Mercedes Benz per
capita, así como de avionetas particulares, junto a índices de
pobreza escalofriantes, como Haití o como países del áfrica sub-sahariana),
combinado con b) los efectos que dejó la guerra (armas en manos de
civiles por doquier, legales y no legales; agencias de seguridad privada
que superan en número en un 600% a los efectivos policiales nacionales;
aceptación normal de salidas violentas para resolver todo tipo de conflictos,
estructuras del aparato contrainsurgente que no se han desmantelado
y continúan manteniendo cuotas de poder, muchas veces enquistadas en
el mismo Estado), todo lo cual se da sobre c) un mar de fondo de absoluta
impunidad (según lo reconoce el mismo sistema de justicia oficial,
98% de los crímenes no llega jamás a condena; con algunos centavos,
o con un buen matón a sueldo, cualquier juez se "ablanda",
con lo que el mensaje dominante es, entonces, que la justicia no funciona).
Es importante
resaltar que la impunidad no es sólo un efecto de los años de guerra;
el enfrentamiento armado la dejó ver de un modo evidente, pero
en realidad puede llegar a decirse que el mismo conflicto bélico vivido
por 36 años y la modalidad que el mismo tomó fueron consecuencia de
una impunidad crónica que marca toda la historia del país. Desde la
constitución del Estado-nación moderno, en 1821, la unidad nacional
no dejó de ser pensada y manejada como gran finca, con una aristocracia
agroexportada mirando siempre hacia el extranjero (Europa o Estados
Unidos), que basó su desarrollo económico en una inmisericorde explotación
de la mano de obra desorganizada y barata, indígena en su mayoría.
La cultura de impunidad recorre de cabo a rabo la formación de la sociedad
guatemalteca, haciendo posible que un finquero fuera amo y señor de
su tierra, disponiendo de un modo casi feudal lo que sucedía en su
propiedad. A modo de ejemplo, valga decir que durante la dictadura del
general Jorge Ubico, entre 1931 y 1944, existía una ley que legitimaba
abiertamente esta impunidad permitiendo al finquero cometer cualquier
tropelía contra el empleado díscolo, eximiéndolo de toda responsabilidad
penal. Tiempo en que se vendían las fincas con "todo lo clavado
y plantado, indios incluidos". Es decir: impunidad que marca
la vida cotidiana en todos sus aspectos, haciendo que las asimetrías
entre poderosos y desposeídos sean abismales, con un Estado que no
hizo sino legitimar históricamente esas diferencias, siempre pensando
en la agroexportación llevada a cabo por una escasa élite, multinacional
muchas veces, y de espaldas a las grandes mayorías, rurales en lo fundamental.
Impunidad que se expresa en todos los aspectos de la vida; valga como
muestra la relación entre géneros, donde hasta hace algunas décadas
la mujer que deseaba trabajar fuera de la casa necesitaba el consentimiento
de su padre, esposo o tutor, o donde el varón que violaba a una mujer
menor de edad, según una normativa jurídica nacional aprobada constitucionalmente,
si ésta lo aceptaba luego como esposo, quedaba libre de toda responsabilidad
criminal, ley que fue derogada recién después de la Firma de los Acuerdos
de Paz.
Todo esto significa
que la impunidad como norma es la matriz con la que se desenvolvió
la sociedad guatemalteca a través de los años, de los siglos. La guerra
civil que enlutó al país dejando una cauda de 200.000 muertos
y 45.000 personas desaparecidas y de cuya finalización ahora se celebra
el 15 º aniversario, expresa la brutalidad impune con que siempre se
han manejado las cosas: el silencio y la resignación como norma, y
cuando se pretende protestar, represión feroz, sabiéndose que quien
reprime no tendrá consecuencias (de hecho, después de terminad la
guerra y con la cantidad enorme de violaciones de derechos humanos registrada,
no hay prácticamente ningún juicio que condene a los responsables
de estos abusos –más de 600 masacres de aldeas campesinas, por ejemplo–,
salvo algunos ocasionales "chivos expiatorios" (algún militar
de bajo rango, algún agente de policía o algún patrullero civil,
pero nunca alguien de la jerarquía castrense). Dicho en otros términos:
la impunidad es la ley imperante.
Terminó la
guerra, es cierto, pero las causas estructurales que la provocaron persisten,
y la cultura de impunidad reinante hace que lo que se firmó 15 años
atrás no haya podido, y como van las cosas, no vaya a poder concretarse
nunca. Es decir que, tal como está la situación real, los Acuerdos
de Paz no pueden dejar de ser letra muerta para pasar a constituirse
en hechos efectivos de la vida político-social en Guatemala. Los poderes
reales del país (los grupos aristocráticos tradicionales ligados a
la agroexportación o ligados a las nuevas economías globales, o las
nuevas aristocracias emergentes, ligadas en muchos casos a economías
no muy "santas" –narcotráfico, lavado de dinero, contrabando–,
así como los llamados "poderes ocultos" que siguen manejándose
con la lógica contrainsurgente de años atrás), si bien aceptaron
la firma de la paz, nunca se comprometieron realmente con la misma.
Lo que fijan los Acuerdos de Paz no es vinculante: nunca pasaron a ser
texto constitucional. Se cumplieron a cabalidad los acuerdos que fijaban
la desmilitarización concreta, la desmovilización de efectivos del
ejército y del movimiento guerrillero con su correspondiente reasentamiento
y opciones para la reinserción a una vida no militar. Pero todos aquellos
acuerdos que fijaban –al menos en el papel– modificaciones reales
a la estructura de poder en el país (tenencia de la tierra, tributación
fiscal, políticas sociales) no pasaron de las buenas intenciones.
Podría decirse
que en el único campo donde se registraron algunos reales avances es
en la presencia cultural de los pueblos mayas. Hoy día el racismo no
ha desparecido de la sociedad guatemalteca; ni siquiera eso se plantea
seriamente con políticas públicas sostenibles. Pero sí es cierto
que las nuevas agendas abiertas luego de la Firma de la Paz en 1996
visibilizaron bastante la situación de los pueblos originarios. No
cambiaron en lo sustancial, pero al menos hoy tienen una presencia nueva
con la que no contaron en la historia pasada. Esa es, quizá, la faceta
más visible como cambio social en estos 15 años. De todos modos es
preciso destacar que en ese cambio cultural hay mucho de cosmético,
de espectáculo preparado en términos de "corrección política"
y en el que cuenta mucho el apoyo económico de la comunidad internacional:
se les permite y reivindican sus ceremonias religiosas ancestrales,
por ejemplo, pero su situación económica real no cambia. Hace ahora
un año en que se produjo un accidente donde un camión cargado de "indios"
(80, para ser exactos) volcó, provocándose la muerte de alrededor
de 20 de ellos. Era un camión que llevaba población maya a un corte
de café igual a como se hizo históricamente, transportándolos de
sus lugares de origen a las fincas de producción en las peores condiciones:
el accidente dejó ver lo que continúa siendo la realidad social de
los pueblos originarios, más allá de algunas transformaciones mas
cosméticas que sustanciales: la mano de obra barata acarreada como
siempre, aunque se alienten oficialmente sus ritos religiosos en un
país de tradición católica a morir.
Ahora bien,
si nada ha cambiado, si incluso puede pensarse que "poderes ocultos"
siguen manejando metodologías contrainsurgentes fomentando el actual
clima de inseguridad pública ("en río revuelto, ganancia de
pescadores"…): ¿por qué se firmó la paz entonces? Eso
hay que entenderlo en el contexto regional, pero más aún, en el concierto
internacional. La guerra estaba empantanada desde hacía ya un buen
tiempo antes que se sellara la histórica firma el 29 de diciembre de
1996. Técnicamente ninguno de los dos contendientes podía derrotar
en forma abierta al otro; de todos modos, las estrategias contrainsurgentes
seguidas por las fuerzas armadas habían desmovilizado ampliamente a
las bases populares, campesinas en su mayoría, creando un clima de
terror que no permitía el crecimiento político de la propuesta revolucionaria.
De esa cuenta, la guerrilla no crecía, y mucho menos podía imponerse.
Y para la derecha guatemalteca, si bien la convivencia con la guerra
no le era cómoda, tampoco le era especialmente incómoda, dado que
seguía adelante con sus negocios (siempre lo más importante en la
lógica de acumulación del capital), en tanto las fuerzas armadas –dominantes
de la escena política– habían conseguido un espacio económico que
la guerra misma no le impedía, o más bien favorecía. Si se firmó
la paz fue porque la composición del escenario internacional, dominado
por la hegemonía estadounidense, no la alentaba, o dicho de otro modo:
ya no necesitaba de estas guerras regionales en Centroamérica.
La Guerra Fría
había tocado a su fin y los grupos armados ya no tenían mayor espacio
para seguir moviéndose. En Nicaragua, caída la revolución sandinista
por vía electoral en 1990, para la geoestrategia imperial ya no era
necesario seguir manteniendo a la Contra en el plano militar. Ese reacomodo
de fuerzas y los aires de "pacificación" que se fueron imponiendo
para la región, hicieron que la guerrilla salvadoreña –el Frente
Farabundo Martí para la Liberación Nacional, FMLN– no pudiera seguir
adelante con su lucha, llegando a una paz negociada políticamente en
1992. El escenario no permitía tampoco la continuidad del proyecto
revolucionario por vía armada en Guatemala, con un campo socialista
ya desintegrado y con Cuba atravesando su terrible "período especial",
dificultándosele cada vez más el apoyo a los procesos transformadores
en el área. La paz, entonces, fue más producto de la imposibilidad
de seguir adelante con una guerra que ya no tenía reales posibilidades
de triunfo por parte de la URNG que por un proceso genuino de transformación
que superara las diferencias históricas que la habían iniciado casi
cuatro décadas atrás.
De algún modo
puede decirse que no habiendo podido triunfar en el plano militar, el
movimiento revolucionario plasmó en el papel de los Acuerdos buena
parte de su ideal de cambio para sentar las bases de una nueva sociedad.
Ahora bien: si la derecha nacional, incluidas sus fuerzas armadas –y
por supuesto con el aval de Washington– aceptaron esa firma, fue porque
la correlación de fuerzas políticas se lo permitía: se firmaba algo
sabiendo que luego, en la práctica, nada cambiaría. Al día de hoy
es poco lo cumplido de esos históricos acuerdos. Y lo que no se cumplió
en 15 años, ya muy difícilmente pueda cumplirse de aquí en más.
El gobierno entrante del general Otto Pérez Molina, que asumirá el
próximo 14 de enero del 2012, no augura para nada una profundización
de esos acuerdos, sino por el contrario su paulatino olvido.
15 años después,
la maniobra es evidente: se puso fin a un proceso militar que, sin ningún
lugar a dudas, era contraproducente para muchos sectores pues no ofrecía
salidas, pero el genuino espíritu de cambio (paz y justicia) que imponían
los Acuerdos está muy lejos de haberse materializado. Se podrá decir
ahora, quizá con cierta grandilocuencia, que efectivamente no hay guerra,
que se silenciaron las armas y que el clima democrático prevalece.
Aunque eso es muy relativo, muy engañoso incluso: no hay guerra formal,
pero sigue habiendo 18 muertes diarias por inanición, por hambre, en
un país productor de alimentos.
Las luchas
sociales siguen. No hay, en todo caso, un proyecto claro y definido
desde la izquierda; el movimiento guerrillero, ahora reconvertido en
partido político, no encuentra su espacio, y su actuación electoral
es bastante pobre. Por otro lado, los movimientos sociales están desperdigados,
sin haber instancias que aglutinen todo el descontento que flota en
el aire. Es cierto que no hay acciones armadas, pero la conflictividad
está a la orden del día expresándose de una y mil maneras. La violencia
delincuencial que azota al país es una expresión (en muy buena medida
manipulada desde las sombras) que funciona como mecanismo de control
social. Por supuesto, los beneficiados de todo ello no son los ciudadanos
de a pie que la experimentan día a día.
No hay guerra, es cierto, pero sigue habiendo muerte, sufrimiento, pobreza extrema, desesperanza y desmovilización. Si se quiere ver con objetividad: no hay guerra en términos formales, pero el país no está en paz ni remotamente. Por tanto, es poco lo que puede festejarse este 29 de diciembre.
mmcolussi@gmail.com