Dos maneras de entender la Nación, la antigua y la moderna
El objetivo central del libro consiste en estudiar el tránsito del Antiguo al Moderno régimen en la España (o las Españas) de inicios del siglo XIX. Cambios que se operan en las instituciones, pero también en las formas de sociabilidad y, sobre todo, en las mentalidades. Modificación en la forma de entender y relacionar categorías como Nación, Pueblo, Soberanía, Representación, Legitimidad, etc. Ese cambio se produjo en el bienio 1808-1810, en medio de la crisis de la Monarquía española, según François-Xavier Guerra. La forma como españoles ibéricos y españoles americanos entendían esos conceptos es una al inicio del proceso y otra al final del mismo. Cambio más cultural que efectivamente social y económico, y que el autor califica de Revolución.
Según Guerra, el rasgo más distintivo de la Modernidad es la “invención del individuo”, como base de la ciudadanía, y de la nueva forma de entender la Nación y el Pueblo, la Opinión Pública y la legitimidad política mediante el régimen representativo. Pero, anotamos nosotros, no se trata de un individuo o individuos concretos, sino de una abstracción que supuestamente representa los intereses generales de la nación. Es el equivalente civil de la suplantación del trabajo concreto por el trabajo abstracto que se opera en el mercado capitalista.
Tómese en cuenta que la sociedad feudal es esencialmente estamental, y en ella los actores políticos se expresan como colectividades poseedoras de ciertos fueros o derechos. En la sociedad feudal el individuo siempre se expresa en función del colectivo particular al que pertenece, ya se trate de un gremio, un grupo social o una ciudad. Mientras que la Nación moderna se la considera (en el imaginario, porque en la realidad expresa los intereses de la moderna clase capitalista) como la suma de las voluntades individuales de sus miembros; la Nación del Antiguo Régimen era la suma de los estamentos que la componían.
Entre el Antiguo Régimen (feudal) y la Modernidad (capitalista), se encuentra como un paso intermedio y precursor, la Monarquía Absoluta. En España en particular, a partir de la dinastía borbónica impuesta a inicios del siglo XVIII. Bajo el régimen absolutista español se conservaron muchos rasgos culturales que venían del medioevo. Pero el régimen borbónico es una Monarquía “ilustrada” que, teniendo como objetivo la concentración del poder, a la vez daba paso a formas Modernas de pensamiento al combatir ciertos resabios feudales. El aspecto político que más intentaba borrar la Monarquía es el “pactismo”, ya que en el feudalismo ibérico, los derechos de la Corona eran producto de un acuerdo entre el Rey, la Nobleza, la Iglesia y los Reinos (o regiones). De manera que el absolutismo combate la idea de un poder compartido, imponiendo el criterio de que la Soberanía y, por ende, el poder, se concentra en la persona del Rey.
La revolución española contra el representante de la Francia revolucionaria
En gran medida la Monarquía borbónica, con sus reformas a lo largo del siglo XVIII, sentó las bases para los procesos políticos que se dieron en las primeras tres décadas del siglo XIX. Reformas que, aunque sembrando el temor al contagio de la Revolución Francesa, fomentan nuevas mentalidades mediante: la instauración del “voto popular” en ayuntamientos y Cabildos, la escolarización masiva, el paso a las primeras forma de opinión pública a través de debates (a medio camino entre lo privado y lo público), como en clubes, tertulias y salones, aunque con una prensa férreamente controlada. España era un hervidero de ideas, por contagio de Francia, al inicio de ese siglo. América permanecía más tradicionalista, elemento que se ha preservado a través de algunos vicios políticos que persisten dos siglos después.
A inicios del siglo XIX, la sociedad se encontraba en una fase de transición en la que se combinaban formas de pensar e instituciones tanto tradicionalistas como modernas. Y todas ellas van a hacer eclosión y entrar en conflicto en la crisis de 1808, cuando los ejércitos de Napoleón invaden España, y arrestan a Carlos IV y a su hijo Fernando VII, los obligan a abdicar e imponen a José Bonaparte como nuevo Rey. La resistencia a la invasión francesa, las sublevaciones populares que se produjeron, el vacío de poder y el surgimiento de organismos como las Juntas Revolucionarias, se van dar en nombre de la tradición, pero con un contenido cada vez más moderno, incluso semejante a la Revolución Francesa de 1789, pero sin nombrarla.
La ironía, y la especificidad del proceso, señalada por Guerra, es que la Revolución hispana sigue los pasos de la francesa en muchos aspectos, pero se hace contra el representante de ella, Napoleón Bonaparte. “Sin embargo, la resistencia contra Napoleón, comenzada en gran parte con referencias muy tradicionales, va a ser la que dé origen a la revolución en el mundo hispánico” (Pág. 43).
Esta situación va derivar, en la Península, en el surgimiento de tres bloques o partidos, tanto en la Junta Central como en las Cortes de Cádiz. En un proceso que se va radicalizando conforme avanza la ocupación de las tropas napoleónicas: 1. El bloque monárquico, encabezado por el conde de Floridablanca, que controlaba la Junta Central al principio; 2. El bloque reformista moderado, encabezado por Jovellanos, que proponía una Monarquía de poderes limitados al estilo inglés, pero que pretendía apelar a tradición pactista (Constitucionalismo Histórico) para justificar su reforma; 3. El bloque jacobino o “liberal”, encabezado por Manuel José Quintana, secretario de la Junta Central, que al principio se alió a los moderados, pero una vez abiertas las Cortes en 1810 se hace con el poder, modelando una Constitución con fuertes influencias francesas, pero siempre negando ese hecho por razones obvias. A ellos se podría agregar un cuarto bloque, de los “afrancesados”, que apoyaron la ocupación napoleónica en nombre de la modernidad y contra el absolutismo.
América, tan española como España
En América, el peso del tradicionalismo era muy fuerte, y las influencias francesas habían permeado en pocas personas que habían tenido la oportunidad de viajar a Europa. Francisco de Miranda y Antonio Nariño representan mentalidades más bien excepcionales de esa época. Según Guerra, las nuevas ideas liberales e ilustradas van a llegar masivamente en los periódicos y libros provenientes de España en este período (1808-1810). El autor grafica la proliferación de periódicos de este lado del Atlántico a partir de ese momento, y cómo éstos reproducen, junto a la vieja ideología absolutista, los documentos emanados de los liberales peninsulares.
Lo más notable es que, en América, tan pronto se supo de los sucesos en España, durante el verano de 1808 (tómese en cuenta que las noticias demoraban hasta dos meses para llegar a la Nueva España y el doble para llegar al Perú), se produjo una reacción patriótica semejante a la de los peninsulares. Al principio reinó la incertidumbre, pero tan pronto se supo de las sublevaciones en las ciudades españolas, se hicieron pronunciamientos, desfiles, se ofrecieron milicianos para ir a combatir contra la ocupación. En este primer momento, cuando se usaba la palabra “independencia” era para referirse al régimen de Bonaparte. Por el contrario, los juramentos de lealtad a Fernando VII son la tónica unánime en todos lados. Incluso se pensó en la posibilidad de establecer en la Nueva España (México) la nueva sede del régimen.
“La Independencia de la que hablan los documentos de esta primera época no es una tentativa de secesión del conjunto de la Monarquía, sino, al contrario, una manifestación de patriotismo hispánico, la manera de librarse de la dominación francesa, en la que se piensa está a punto de caer la Península. Este temor no es un pretexto, como se ha dicho a veces, como si los contemporáneos pudiesen saber que Napoleón caería al fin en 1814. En 1808, Napoleón se hallaba en la cúspide de su poderío, dominando a Europa como pocas veces lo hizo nadie antes o después de él. Como ya dijimos antes, muy pocos son los que piensan entonces que España pueda oponerse a sus planes…Es lógico que pareciese entonces que la única manera de salvar a una parte de la Monarquía fuese proclamar la independencia de la España americana. ” (Pág. 127).
Esta reacción unánime en el conjunto del territorio hispanoamericano es una muestra de la integración cultural y la identidad común compartida con los peninsulares en ese momento. El concepto de “Nación”, imperante en 1808, era el de una sola con dos cuerpos, los españoles peninsulares y los españoles americanos. Y se consideraba a los Virreinatos americanos como “Reinos” descendientes del reino de Castilla y, por ende, parte legítima (y con derechos) de la Monarquía. En el imaginario de las relaciones con la Corona, persistía mucho de la tradición “pactista”, que va a ser fuente de conflicto con los liberales peninsulares posteriormente.
Ahora bien, se trata de un concepto de Nación todavía tradicional y no moderno. El sustrato cultural común (“españoles”) se encontraba fragmentado en una diversidad de intereses específicos, más bien regionales y locales, que se expresaban a través de los Ayuntamientos o Cabildos, muchas veces confrontados entre sí. La preeminencia de las “ciudades-provincias”, controladas por grupos de interés local, es grande y va a ser la fuente de la que van emanar los conflictos posteriores, tanto con la Península, como tras la Independencia. Estamos aún lejos, de los estado-nación que hoy conocemos en Hispanoamérica.
“En América, la mayoría de los reinos son entidades más inciertas y todavía fluctuantes, como lo muestran en el siglo XVIII los numerosos cambios de las circunscripciones administrativas y, sobre todo, la creación de nuevos virreinatos, Nueva Granada en 1739 y Río de la Plata en 1776, que fragmentan el antiguo y único virreinato del Perú… la unidad del virreinato del Perú es más administrativa que humana… la empresa de construir el imaginario propio de cada reino no había progresado de la misma manera en todos los sitios: muy avanzada en la Nueva España y en el Perú propiamente dicho, estaba sólo en sus comienzos en al Nueva Granada, en Venezuela o en el Río de la Plata…son, ante todo, circunscripciones administrativas del Estado superpuestas a un conjunto de unidades sociales de ámbito territorial menor … formadas por el territorio dominado por una ciudad… Estamos ante la transposición americana de uno de los aspectos originales de la estructura política y territorial de Castilla: la de los grandes municipios, verdaderos señoríos colectivos…” (Págs. 64-66).
Cómo una convocatoria que debía unir, acabó dividiendo
Justamente va a ser la convocatoria a los americanos para que participen de la Junta Central, primero, y a las Cortes constitucionales después, acciones que debían preservar la unidad del Reino, las que van a precipitar el debate y las contradicciones que terminarán produciendo la crisis de los siguientes años y el proceso independentista. La tónica del debate abarcaba tres aspectos: el carácter de los territorios americanos (¿verdaderos Reinos o Colonias?), el número de la representación en las Cortes (notablemente inferior al de los Reinos peninsulares) y quiénes debían ser electos como diputados (¿los altos funcionarios originarios de la península, o “gachupines”; o los nacidos realmente en América?).
Tan temprano como el 27 de octubre de 1808, la Junta Suprema Gubernativa, conocida también como Junta Central, emitió una resolución en que invitaba a los americanos a enviar representantes a ella para “estrechar más los vínculos de amor y fraternidad que unen las Américas con nuestra península, admitiéndolas de un modo conveniente a la representación nacional, tienen decretado que cada uno de los virreynatos envíe a la Junta Central un Diputado” (Pág. 185). Sin embargo, los avatares de la guerra y la ofensiva francesa, así como el no haber claridad respecto del “modo conveniente”, no se formalizó la invitación sino que se mantuvo en consulta.
Recién el 22 de enero de 1809, habiéndose trasladado la Junta Central a Sevilla, es cuando se formaliza el llamamiento para que se enviaran Diputados americanos que se incorporen a este gobierno central. Era la primera ocasión en la historia que los españoles americanos eran convocados a participar del gobierno central de España, lo cual generó entusiasmo. Sin embargo, esta resolución se expresaba en términos inconvenientes al decir: “… los vastos y preciosos dominios que España posee en las Indias no son propiamente colonias o factorías como las de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española” (Pág. 186).
Al decir “dominios”, y pese a que expresamente señalaba que no eran colonias, se hería el sentimiento de pertenencia de los americanos, quienes consideraban que estos territorios eran “Reinos” de España, tan legítimos, como los de la península (Navarra, Cataluña, Aragón, etc.), al decir de François-Xavier Guerra. La respuesta crítica a esta convocatoria la dio Camilo Torres, quien posteriormente sería una de las cabezas de la guerra de independencia en la Nueva Granada, en uno de los documentos que se convertiría en referencia obligada: Memorial de Agravios. Allí argumentaba:
“¿Qué imperio tiene la industriosa Cataluña, sobre la Galicia; ni cuál pueden ostentar ésta y otras populosas provincias sobre la Navarra? El centro mismo de la Monarquía i residencia de sus primeras autoridades, ¿qué derecho tiene, por sola esta razón, para dar leyes con exclusión a las demás?” (Pág. 187).
Un Catecismo político cristiano, que circuló en Chile en 1810, dice más tajantemente: “Los habitantes y provincias de América sólo han jurado fidelidad a los reyes de España… no han jurado fidelidad ni son vasallos de los habitantes i provincias de España: los habitantes i provincias de España no tienen pues autoridad, jurisdicción, ni mando sobre los habitantes i provincias de América” (Ibidem).
La cantidad de Diputados que debían integrar la Junta Central por parte de América fue otra causal de conflicto, pues siendo más grandes territorial y demográficamente que las provincias peninsulares, sólo sumaban nueve: uno por cada Virreinato (Nueva España, Nueva Granada, Perú y Buenos Aires), uno por cada capitanía general (Cuba, Puerto Rico, Guatemala, Chile y Venezuela). Llama la atención a Guerra que fueron excluidos el Alto Perú y Quito. Se asignó uno más por Filipinas. Camilo Torres responde:
“Con que las juntas provinciales de España no se convienen en la formación de la central, sino bajo la espresa condición de la igualdad de diputados; i respecto de las Américas, ¿habrá esta odiosa restricción? Treinta i seis, o más vocales son necesarios para la España, i para las vastas provincias de América, sólo son suficientes nueve…” (Pags. 188-189).
La elección de unos diputados que nunca llegaron a representar
Pese a estos señalamientos, estima Guerra que América procedió de manera entusiasta a la elección de los diputados que debían representarle en la Junta Central. El mecanismo de elección también fue novedoso y complejo. Para elegir al diputado de cada virreinato o capitanía se debía proceder primero a la elección, en los ayuntamientos de cada “capital cabeza de partido”, de tres candidatos, de los cuales se escogía al azar uno, el cual pasaba al siguiente nivel. De todos los propuestos por los ayuntamientos, el virrey o gobernador procedía a elegir una terna, de la que nuevamente al azar se sacaba finalmente el nombre del diputado (Pág. 191).
Para Guerra el mecanismo todavía expresa una concepción de la representación de tipo tradicional, nada que ver con la forma moderna de un individuo un voto. Aunque en algunos ayuntamientos estaban autorizados a elegir todos los vecinos, en la mayoría lo hacían sólo las élites que conformaban el Cabildo. Sea como sea, dominaron la elección altos funcionarios de la administración y algunas figuras destacadas del criollismo. Fue un proceso que no estuvo exento de controversias, no sólo por algunas denuncias de fraude, disputas entre clanes, ciudades que fueron excluidas exigieron su derecho de participar, y sobre todo, si los españoles o “gachupines” tenían el derecho de participar. La masividad del proceso fue importante, por ejemplo en la Nueva Granada participaron 20 ciudades.
François-Xavier Guerra lista los diputados electos a lo largo de 1809 y sus procedencias sociales: Venezuela, Joaquín de Mosquera y Figueroa (regente de la audiencia de Caracas); Puerto Rico, Ramón Power o Pover (comandante de la división naval); Nueva Granada, Antonio de Narváez (mariscal de campo); Perú, José Silva y Olave (chantre de la catedral de Lima); Nueva España, Miguel de Lardizábal y Uribe (¿?); Guatemala, José Pavón, (comerciante). En Chile, a inicios de 1810 habían electo la mayoría de los ayuntamientos, menos Santiago; y en el Río la Plata, las disputas retrasaron la elección y, a inicios de ese año, tampoco Buenos Aires había electo su representante (Pág. 219). Ninguno de los diputados electos llegó a participar de la Junta Central, pues la misma, ante la ofensiva francesa tuvo que abandonar Sevilla a fines de 1809, para refugiarse en Isla León, primero, y en Cádiz después, donde bajo acusaciones contra sus miembros fue forzada a dimitir para dar paso a un nuevo organismos: el Consejo de Regencia.
Un aspecto interesante del proceso electoral de los diputados americanos a la Junta Central, son las “instrucciones” o mandatos que cada ciudad les entregó respecto a la misión que debían cumplir, lo que debían proponer y votar. Guerra hace un análisis minucioso de los mismos concentrándose en los de Nueva España, cuyos documentos poseía completos, señalando que los mimos tenían dos niveles: lo político en sí, que expresaban una perspectiva bastante tradicional; y las demandas económicas y sociales, donde se combinaban aspectos tradicionalistas (y hasta reaccionarios) junto con demandas de modernización.
En lo político, casi unánimemente, las instrucciones se centraban en que el diputado defendiera: la lealtad a Fernando VII, a la Iglesia Católica y a la unidad de las España peninsular con la americana. En un momento en que, en España, ya habían surgido fracciones liberales que proponían una reforma profunda de la monarquía limitando sus poderes, las “instrucciones” americanas no mencionaban ningún tipo de reforma al régimen político. La tónica la dan las instrucciones de la ciudad de México, de un claro estilo y contenido medieval:
“…ante todas cosas sus atenciones y desvelos a promover por todos los medios, y con el mayor esfuerzo el aumento, y defensa de la Religión, la libertad de Nuestro amado Monarca el señor Don Fernando Séptimo, para que se restituya en su solio, y a el seno de sus fieles vasallos, la defensa y conservación de la Corona, el honor de sus Armas y de la Nación que … se sacrifica a ejemplo de sus mayores en sostener sus libertades, fueros y privilegios” (Pág. 208).
A este respecto, la única excepción que encuentra Guerra, son las instrucciones de la ciudad de Zacatecas, la cual menciona la necesidad de reformas para establecer el “buen gobierno”, alabando la necesidad de defender la libertad de expresar sus ideas dando fin a “tres siglos de una política errada” (Pág. 212).
En cuanto a las demandas sociales y económicas, Guerra analiza los documentos contrastantes de tres ciudades, Oaxaca, San Luís Potosí y Sonora Arispe. La sureña Oaxaca, se queja del mal estado de su economía como producto de las reformas de Carlos III, lamenta que “los Indios no trabajan como antes”, para lo cual exige el restablecimiento de los repartimientos, la entrega de las tierras de los ejidos para su ganado y la supresión de impuestos.
San Luís Potosí, más dinámica comercialmente, empieza exigiendo desarrollos eclesiásticos (obispados, seminarios y hospitales), el establecimiento de una fábrica de puros para “paliar la ociosidad de muchos de sus 25.000 habitantes”, un puerto en Sotolamarina, reformas agrarias (que guerra relaciona con una propuesta de Jovellanos), que se entreguen tierras de realengos a los indios, mulatos y españoles pobres que carecen de ellas, pero también exige el restablecimiento del repartimiento porque “mediante las deudas contraídas, los indios serán estimulados al trabajo”.
Sonora, que se queja de la ruina de la minería, pide estímulos a la producción de algodón, desarrollos eclesiásticos semejantes a los de Oaxaca, pero a diferencia pide el establecimiento del sistema de “misiones”, para estimular la producción de éstos, señalando que la falta de salarios para los curas hace que ellos carguen de impuestos a los indios lo que los hace huir.
En conclusión, las demandas económicas combinan elementos modernizantes, como el fomento de industrias y el comercio, con demandas retardatarias como el restablecimiento del repartimiento. Evidentemente, la falta de mano de obra está detrás de esta forma de trabajo forzado y semiesclavo.
Las Cortes revolucionarias de Cádiz sin genuina representación americana
Es importante no confundir el que estos diputados fueron llamados a participar de la Junta Central (de acuerdo al decreto citado de enero de 1809) y que la convocatoria a las Cortes se hizo recién el 22 de mayo de 1809. En este decreto se convoca a la “representación legal y conocida de la Monarquía en sus antiguas Cortes” (Punto 1), obviamente se refiere a las Cortes tradicionales. Se nombra una comisión de cinco vocales para que establezca los criterios de la convocatoria (Punto 2). Y, luego de listar las tareas urgentes que deben resolver esas Cortes (Punto 3), al final se le asigna la de definir “la parte que deban tener las Américas en la Junta de Cortes”. Es decir, no se había precisado, a la fecha, la forma de la representación americana en dichas Cortes.
Que la convocatoria a Cortes seguía el modelo parecido al de Francia en 1789 (Estados Generales), se ve ratificado por el dictamen de la Comisión (8 de enero de 1810, firmado en Sevilla) por el cual se convocan tres estamentos: el Pueblo, el Clero y la Nobleza. En ella se hace un largo razonamiento para justificar la representación popular. Como ella misma advierte, esto puede parecer nuevo, por lo cual alega que el pueblo participó en la tradición goda de la aprobación de las leyes, si bien de manera indirecta (o imperfecta), votando como estamento. La comisión propone la participación popular en la elección de los diputados que representen a las ciudades, a quienes deben sumarse los nombrados por las Juntas que se habían conformado. Juntos conformarían un cuerpo. Si los tres estamentos debían sesionar juntos o no, la comisión propone que lo decidan las propias Cortes en su primera sesión.
Un decreto de la Junta Central del 21 de enero de 1810, establece el mecanismo de participación por estamentos: el Clero y la Nobleza. El decreto convoca individualmente a los Prelados y Nobles, pero establece que el voto será “por orden y no por cabezas”. Sin embargo, a cuatro días de instalarse las Cortes (20 de septiembre de 1810), el Consejo de Regencia emite un decreto que ordena la reunión de las mismas en un solo cuerpo, desconociendo la división estamental previamente estipulada por la Junta Central. En ello puede verse la influencia del grupo radical o liberal, encabezado por Quintana, que había aumentado su poder al quedar concentrado los restos de la Junta en Cádiz.
Un nuevo decreto de la Junta Central, esta vez emitido desde Isla León, el 29 de enero de 1810, ratifica la convocatoria a las Cortes para el 1 de marzo y establece los mecanismos de la representación. Este decreto en su preámbulo combina el lenguaje tradicional y moderno sobre la representación al llamar a “… congregar la Nación española en Cortes generales y extraordinarias, para que representada en ellas por individuos y procuradores de todas las clases, órdenes y pueblos del Estado…”. Que son Cortes tradicionales queda claramente expresado en el punto 2 del resuelto: “En consecuencia, se expedirán inmediatamente convocatorias individuales para todos los Reverendos, Arzobispos y Obispos que están en ejercicio de sus funciones, a todos los grandes de España en propiedad, para que concurran a las Cortes…”.
Respecto a la representación americana, el punto 4 del resuelto establece que:
“Para que las provincias de América y Asia, que por la estrechez del tiempo no pueden ser representadas por diputados nombrados por ellas mismas, no carezcan enteramente de representación en estas Cortes, la regencia formará una junta electoral, compuesta de seis sujetos de carácter, naturales de aquellos dominios; los cuales poniendo en cántaro los nombres de los demás naturales que se hallan residentes en España, y constan de las listas formadas por la comisión de Cortes, sacarán a la suerte el número de cuarenta, y volviendo a sortear estos cuarenta solos, sacarán en segunda suerte veintiséis, y estos asistirán como diputados de Cortes en representación de aquellos vastos países”.
Sobre esto concluye Guerra, mostrando la disparidad del trato y el crecimiento de los agravios que pronto se convertirían en móvil hacia la independencia, ahora sí de España:
“No sólo América y Filipinas elegirán sólo a 30 diputados, frente a más de 250 en la España peninsular, sino que esos diputados serán elegidos en América según el mismo reglamento utilizado para la elección de la Junta Central, cuando ya en la Península la mayoría de ellos lo serán por un sufragio muy amplio de todos los vecinos y en un número proporcional a la población de uno por 50.000 habitantes”.
El 24 de septiembre de 1810 se realiza la instalación formal de las Cortes en Cádiz. El documento registra los nombres de 104 diputados en representación de todas las regiones españolas, tanto peninsulares, como americanas y de las Filipinas. De ellos, 27 (26% del total de los diputados) representan las diversas regiones de América. Pero de los 6 delegados a la Junta Central electos a inicios de 1810 que aparecen en la lista de Francois-Xavier Guerra (Pág. 219), tan sólo aparece en las Cortes el delegado de Puerto Rico, Ramón Pover o Power. Además, cabe señalar que es el único que aparece como diputado de pleno derecho, mientras que todos los demás son catalogados como “suplentes”, lo que indica que lo eran a la espera de la llegada de los delegados verdaderos provenientes de América, y que seguramente fueron escogidos por el procedimiento establecido en el decreto del 29 de enero.
Los otros delegados de América son: Nueva España (México): José María Couto, Francisco Munilla, Andrés Savariego, Salvador San Martín, Octaviano Obregón, Máximo Maldonado, José M. Gutiérrez de Terán. Santa Fe (Nueva Granada-Bogotá): José Caicedo, el Marqués de Puñoenrostro y José Mejía. Cuba: Marqués de San Felipe y Santiago y Joaquín Santa Cruz. Perú: Dionisio Inca Yupanqui, Vicente Morales, Ramón Feliu, Antonio Suazo. Chile: Joaquín Leyba y Miguel Riesco. Buenos Aires: Francisco López Lisperguer, Luis Velasco y Manuel Rodrigo. Guatemala: Andrés de Llano y Manuel de Llano. Santo Domingo: José Álvarez de Toledo. Caracas: Esteban Palacios y Fermín de Clemente.
Las Juntas americanas desconocen al Consejo de Regencia
La situación que empieza a configurarse a partir de la mitad de 1810, y que en menos de un año conducirá a las declaraciones de independencia de España, se expresa en varios hechos:
- En América, las diferencias políticas se polarizan en bandos políticos cada vez más confrontados, ya que las viejas autoridades (Virreyes, ejército) se resisten a reconocer a las nuevas autoridades de las Juntas controladas por criollos, quienes pretendían sostener su nuevo poder político aunque con moderadas reformas, mientras que por la izquierda ya tomaba forma el partido radical que proponía la ruptura completa con el antiguo régimen, impulsado por intelectuales y profesionales de capas medias y sectores populares. Pronto estas diferencias llevarían a la guerra civil.
- Las Juntas americanas desconocieron al nuevo Consejo de Regencia, al que acusaban de usurpador al haber disuelto la Junta Central sin consultarles. Los americanos interpretaron la imposición del Consejo de Regencia como un golpe de estado que les sacaba de la participación del gobierno al que habían sido invitados a participar con la elección de sus diputados. Lo irónico de la situación es que, en Cádiz, quienes habían pasado a copar el poder eran los sectores radicales o liberales encabezados por Quintana. Su mano jacobina se puede leer en la resolución del Consejo de Regencia a los americanos para que constituyeran libremente sus Juntas, emitida en enero de 1810. La incapacidad del liberalismo español para dotarse de una política que recogiera las aspiraciones americanas a la igualdad de trato, es una razón central en el proceso de disgregación que se inicia a partir de ese año.
El conflicto entre las Juntas americanas y los restos del gobierno español empieza a tomar cuerpo porque se considera que, disuelta la Junta Central, no existía gobierno legítimo, por ende, el poder volvía a manos del pueblo (en la acepción de los Reinos) que era representado por cada junta local. El Consejo de Regencia fue considerado en América como usurpador y, éste a su vez, consideró que las Juntas cometían un acto de rebeldía al no querer reconocerle. Por ello impartió órdenes para que las fuerzas militares y autoridades coloniales sometieran por la fuerza a las Juntas sublevadas. Una muestra del estado de ánimo en 1810 queda expresada en el pronunciamiento de la Junta de Caracas, fechada el 20 de abril de 1810, y que reproduce Guerra:
“La Junta Central Gubernativa del Reyno que reunía el voto de la nación baxo su autoridad suprema, ha sido disuelta y dispersa en aquella turbulencia y precipitación, y se ha destruido finalmente aquella Soberanía constituida legalmente para la conservación del Estado…. En este conflicto los habitantes de Cádiz han organizado un nuevo sistema de Gobierno con el título de Regencia… (que no) reúne en sí el voto general de la nación, ni menos aún el de sus habitantes, que tienen el derecho legítimo de velar por su conservación y seguridad, como partes integrantes que son de la Monarquía española…” (Págs. 339-340).
Nótese que se trata del desconocimiento del Consejo de Regencia, mas no de la monarquía, ni mucho menos de la persona de Fernando VII, al que siguen jurando lealtad hasta ese momento. La ruptura completa, es decir, las declaraciones de independencia de España, incluyendo al rey, se producirían hasta entrado 1811, cuando el conflicto entre los bandos tomó el carácter de guerra civil en América, lo cual llevó a que las Juntas pasaran a manos de los sectores más radicales y republicanos, como la Sociedad Patriótica encabezada por Francisco de Miranda y Simón Bolívar en Caracas (julio de 1811) y de Francisco Nariño en Santa Fe de Bogotá (septiembre de 1811).
“En el curso de esta guerra se exacerban las diferencias de origen geográfico que existían entre los habitantes de la Monarquía –peninsulares y criollos- y la palabra nación, que significaba hasta entonces el conjunto de una Monarquía apoyada en dos pilares, el europeo y el americano, empieza a ser utilizada en América para designar a los “pueblos” que la componían” (Pág. 341).
“La Pepa”, la Constitución moderna que no fue
Los debates de las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812 no pudieron impedir el proceso de desgajamiento del Reino español porque, a juicio de François-Xavier Guerra, los liberales y reformistas cayeron en el equívoco “modernizante” de mantener un Estado unitario, basado en la concepción liberal de la representación contra los estamentos feudales (Clero, Nobleza, Estado). Es decir, procuraron reemplazar el Antiguo Régimen por uno moderno, pero olvidando que las identidades regionales eran una realidad arraigada en la cultura popular. De manera que obviaron del problema de las identidades regionales, y su necesaria representación en el Estado, con lo cual fracasaron en resolver una parte esencial de las demandas democráticas de la América de entonces, e incluso, diríamos nosotros, de la España ibérica. Problema que persiste hasta la actualidad. De ahí el conflicto persistente entre el estado centralista español y regiones como Cataluña, País Vasco, etc.
Liberales, reformistas y diputados americanos se concentraron en consagrar derechos como la libertad de prensa y la Soberanía compartida entre el Rey y la Nación. Partieron del supuesto de que los “pueblos” ya estaban representados por los diputados electos por los ayuntamientos. “Nadie, tampoco, en la Península defendió una representación de los reinos y provincias como entidades colectivas independientes de su población” (Pág. 342). Sólo el mexicano Ramos Arispe propuso la creación de “diputaciones provinciales”, como verdaderos gobiernos representativos regionales. Pero ésta propuesta sólo fue aceptada desdibujándola, y reduciendo las diputaciones provinciales a meros organismos de consulta.
De manera que la Constitución de Cádiz no alcanzó a significar una esperanza de integración, ni mucho menos de resolución de un conflicto que, para cuando se proclamó, en abril de 1812, ya se había transformado en sangrientas guerras civiles en todo el continente, y en una ruptura completa de una parte importante de la población americana. Mucho peor resultó la restauración de Fernando VII, en 1814, el cual no sólo liquidó las libertades consagradas en “La Pepa”, sino que, al lanzar una contraofensiva guerrerista, creó un río de sangre que separaría definitivamente a la antigua nación con dos cuerpos. Recién en la segunda revolución española (1820), los liberales ibéricos formularon una tardía e imposible “Monarquía plural”, con tres reinos americanos: México y Guatemala; Nueva Granda y Tierra Firme; y Perú, Buenos Aires y Chile.
Las naciones hispanoamericanas, una invención reciente
Finalmente, el libro de Guerra aborda el problema de la construcción de las nuevas naciones hispanoamericanas; las cuales empiezan por decantarse de España apelando al esquema de los liberales peninsulares, identificando la moderna Nación con los pueblos o comunidades (en la acepción tradicional), pero ¿cuál comunidad política? A este respecto, cerramos con una reflexión del autor que nos deja meditando:
“Se ha dicho a veces que en la América hispánica el Estado había precedido a la nación. Mejor sería decir que las comunidades políticas antiguas –reinos y ciudades- precedieron tanto al Estado como a la nación y que la gran tarea del siglo XIX para los triunfadores de las guerras de Independencia será construir primero el Estado y luego, a partir de él, la nación-moderna”. (Pág.350).
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