«Flake» es la palabra en slang que mejor define a Rajoy, en español sería «cantamañanas» y en criollo «vaina». Un hombre que dice que va a hacer una cosa, con poco convencimiento, y no hace nada, ni siquiera la contraria. Un enigma de la naturaleza, alguien en quien algunos confían y siempre decepciona.
Si algo define el estado de ánimo de millones de ciudadanos del Estado español es el de una mezcla de incredulidad y decepción. A mí, el Partido Popular y Rajoy no me causan ninguna de las dos impresiones. No me pueden haber defraudado porque no creo en ellos y a Rajoy ya le tengo tomada la medida y toda su retahila de obviedades no es una sorpresa. No hace falta ser muy listo para saber que Rajoy negará todo, hablará de comisiones de investigación, repetirá hasta la saciedad el «no me consta» y acusará a la prensa de las malas mañas de la gente de su partido (incluído él).
No se puede ni se debe decir siempre obviedades, menos en estos momentos. Nadie, ante un pelotón de fusilamiento, pregunta si le van a disparar y mucho menos cuando la salvación depende de quedar callado. La comparecencia ante la prensa, sin preguntas y a través de un televisor, de Rajoy el sábado no deja de ser un esperpento.
En un momento como este, en el que hay millones de familias españolas viviendo en la miseria, no se pueden repetir lugares comunes ni echar toda la culpa a la prensa porque el partido que presides está hundido hasta el cuello en la corrupción. Para añadir más obviedades, Rajoy defendió a la ministra de Sanidad, Ana Mato, a la que la policía fiscal identificó como una de las personas que recibió sobornos de la trama mafiosa Gürtel.
Pero si algo no me decepcionó y superó con creces mi incredulidad fue que el mismo día que Rajoy se desdecía en obviedades y lugares comunes, Luis Bárcenas, el imputado extesorero del Partido Popular, estaba en Francia bebiendo champán.
El champán de Bárcenas en Francia no deja de ser otra obviedad de esta dictadura de «gente bien y bella» que nos gobierna.
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