Chávez: un espejo para la decadencia de Europa
Un mes antes de la muerte del Presidente Chávez, la oposición peleaba por ver quién iba a ser el candidato que contendiera contra Nicolás Maduro, el Vicepresidente en quien Chávez había depositado su confianza política. Para esa oposición, Maduro no pasaba de ser un “autobusero”, un despreciable trabajador a quien no iban a permitir acceder al Palacio de Miraflores. Los millones de venezolanos que asistieron a la capilla ardiente cambiaron las tornas del debate. La discusión pasó a protagonizarla una vergonzante huida: todos, en esa oposición que se las prometía felices con Chávez enfermo, leyeron ese masivo apoyo de un pueblo en la calle a su desaparecido comandante como la garantía de una sonora derrota anunciada. Maduro iba a ganar aún más votos que su mentor.
Sólo “in extremis”, Capriles aceptó volver a presentarse, aunque dejando una puerta abierta para retirarse si las encuestas del último momento confirmaban un nuevo revolcón. Como algunos medios recogieron, Chávez, como un Mío Cid caribeño, ganaba una nueva batalla ahora en ausencia. Uno de los lemas de la oposición en la campaña de octubre en la que Capriles perdió por 11 puntos (“El autobús del progreso”), dejaba paso a un irónico comentario del pueblo de rojo: “Ellos tendrán el autobús, pero el conductor es nuestro”. Como planteó el profesor Iglesias, si Chávez vivo era peligros, muerto era invencible.
En un mundo saturado audiovisualmente, no es sencillo explicar por qué la figura de Hugo Chávez logró abrirse un hueco y generar tanta discusión fuera de Venezuela. Es indudable que el país caribeño, antes conocido solamente por las “misses”, las telenovelas y el “está-barato-dame-dos” de los funcionarios de la petrolera que viajaban por el mundo con aires de nuevo rico, pasó a ser conocido por otro tipo de asuntos sobre los que, sólo con esfuerzo, la izquierda podía abstenerse. Mientras Europa abrazaba con vergüenza la Tercera Vía, Venezuela se atrevía a resucitar el socialismo; mientras Europa se sometía sumisamente al doble mandato de Alemania y de los EEUU, Venezuela elevaba el tono del discurso antiimperialista y le decía al Bush de la guerra de Irak que iba dejando un pestilente olor a azufre allí donde se paraba; mientras Europa veía declinar su papel en el mundo, una América Latina cada vez más integrada dejaba de ser ese patio trasero que la condenó a la soledad durante doscientos años; mientras Europa veía languidecer su democracia, y sus políticos se convertían en un problema para la población, Venezuela confiaba en su pueblo para hacer una nueva Constitución, crear estructuras participativas e, incluso, inventar una nueva forma de Estado (el Estado comunal) para ir superando los cuellos de botella de las caducas formas políticas estatales liberales. Mientras Europa se resignaba a votar entre dos opciones políticas cuasi idénticas, cada elección en Venezuela tenía la confrontación que expresa la pugna entre modelos realmente diferentes. Mientras Europa caía bajo el abrazo neoliberal como si de un faktum divino se tratara, Venezuela convencía a América Latina en el Mar del Plata para acabar con el tratado de libre comercio (ALCA) y comenzar una reinvención postneoliberal y nacional-popular de sus países. Chávez, además, predicaba con el ejemplo. La Europa que hoy clama a Alemania por su favor está bien lejos de la Venezuela que no dudó en ayudar a los países latinoamericanos con problemas (Argentina, Bolivia, Ecuador, Cuba, Nicaragua, el Caribe de habla inglesa). América Latina, hoy, crece. Europa se hunde. Merkel no es Chávez.
Juan Barreto / AFP
Noticia de unos medios todavía libres de toda sospecha
Sólo con la desaparición física de Chávez, parecen haberse volado algunos velos acerca de su persona y de los logros alcanzados durante la última década. La Puerta del Sol de Madrid llena de gente dándole su adiós es una imagen difícil de pensar hace tan sólo 5 años. Igualmente es difícil encontrar una figura pública más insultada, tergiversada y estigmatizada en la historia reciente. Si hubiera que escoger un asunto en el cual los medios de comunicación demostraron por excelencia su condición mercenaria, Chávez sería el ejemplo perfecto. Así fue cuando los medios celebraron el golpe que le dio la patronal en 2002 (y que impidió su pueblo saliendo a la calle a rescatarlo). También cuando se descontextualizaban sus intervenciones para hacerle parecer un excéntrico, o cuando se ninguneaban sus éxitos sociales o políticos (como lograr reunir a todos los Presidentes y Jefes de Estado latinoamericanos en la CELAC o reducir a la mitad la pobreza o alfabetizar a su pueblo). No menos relevante cuando se presentó la impertinencia de un rey en plena digestión postalmuerzo (tuteando al Presidente de otro país a la borbónica manera y mandándole callar con maneras propias de su formación en el entorno directo del dictador Franco) como una hazaña bélica heroica. Sin olvidar el diario que escribió el más exitoso manual de estilo de los periodistas llevando a portada un falso Chávez entubado, o la decena de veces que el diario monárquico por excelencia mató a Chávez, lo enterró en La Habana o anunció la guerra civil que estaba al caer cada semana y a la que todavía, en esos salones, se la espera cierto es que sin mucha prisa.
La lectura socialdemócrata de Chávez
La Venezuela bolivariano no interesó inicialmente a la izquierda española. Principalmente porque no la entendió. El alzamiento de Chávez en 1992 contra Carlos Andrés Pérez fue interpretado en España desde el prisma de un PSOE que había recibido ayuda del corrupto Presidente venezolano (terminaría huido tras ser juzgado en el gobierno de Caldera). Felipe González, que ya estaba preparando su futuro como agente económico de las grandes fortunas latinoamericanas, presentó a Chávez como un “carapintada” y a CAP como una víctima del tradicional golpismo militar latinoamericano. Aunque -esta era la verdad- su amigo de la Internacional Socialista mandara al ejército disparar contra el pueblo que bajó de los cerros en 1989 en protesta por un ajuste del FMI parecido a los que ahora sufrimos en el Sur de Europa. Además, la mirada española sobre América Latina, incluida la de la izquierda, siempre ha tenido ese sesgo eurocéntrico de quien se ha creído país central y piensa que los países del sur no pasan de repúblicas bananeras. Las que nos recibieron con los brazos abiertos cuando la democracia perdió la guerra civil en 1939. Una forma poco sutil de intentar ocultar nuestra condición, en verdad, de reino bananero.
Chávez comienza cuando la historia se termina
Chávez gana las elecciones de 1998. Las ganas de cambio eran grandes, pero la desconfianza también. Chávez sacó un enorme margen al candidato de la derecha pero la abstención superó el 50%. Al salir de la cárcel por el levantamiento de 1992 –cumplió dos años de prisión que, unido a un famoso “por ahora”, lo convirtieron en el referente del cambio- convenció a la izquierda venezolana de que la salida era electoral (había una fuerte inclinación todavía hacia la lucha armada).
La transición paradigmática propia de la época también afectó a la Venezuela que encuentra Chávez. Es el momento de la desaparición de la URSS, del fracaso de la lucha armada en casi todo el mundo, de la hegemonía neoliberal, del fin de la historia, de la entrega de la socialdemocracia a los brazos del neoliberalismo bajo la fórmula de la tercera vía, de la crisis del mundo del trabajo y de la constatación de la crisis ecológica. Sin modelo a imitar y sin hoja de ruta clara, Chávez, a diferencia de Lenin, no va conducir su proceso de cambio sobre los hombres de un teórico. Bolívar -un libertador-, Zamora -un campesino a caballo- y Simón Rodríguez -un pensador comprometido con la transformación social- son las referencias intelectuales de un proceso que, desde el primer momento, va a ir perfilándose más por sus enemigos que por sus teóricos.
El chavismo: un pensamiento nacido de la práctica
Lo que se define como “chavismo” tiene como fondo la identidad nacional-popular leída en Bolívar, el compromiso con los de abajo que define Ezequiel Zamora, el experimentalismo de Rodríguez (“Inventamos o erramos”) y el internacionalismo de Miranda, todo bajo el aire de familia de la emancipación propia de la izquierda clásica. Pero estas lecturas siempre fueron confrontadas con hechos concretos que fueron marcando el pensamiento de Chávez. Del levantamiento de 1992 (y de su fracaso), Chávez sacaría la necesidad de una nueva forma de partido diferente a los que combatía (AD y COPEI). Igualmente viene de ahí la necesidad de cambiar las estructuras políticas, convocando para ello a un nuevo constitucionalismo (superador del constitucionalismo neoliberal de las últimas décadas). De la confrontación electoral de 1998 vendría la necesidad de nuevas leyes que cambiaran la composición económica de clase del país. El golpe de Estado de 2002 terminó de alentar acerca del imperialismo y de la necesidad de armar alianzas que impidieran agresiones auspiciadas por los EEUU (y en aquél caso, por la España de Aznar). La constatación de que con el aparato del Estado heredado era imposible pagar la deuda social trajo consigo la creación de las misiones, unas políticas públicas participadas popularmente. Un proceso de cambio radical que se postula pacífico (aunque armado, como exigencia debida al comportamiento secular de EEUU en la región) necesita un pueblo con consciencia. De ahí viene el enorme gasto social en educación, en la construcción de escuelas y universidades, en libros y en informática.
En 2005, Chávez entendió que el dibujo de todos los problemas anteriores se llamaba capitalismo. Y ahí perfiló su propuesta, que no fue el “chavismo” sino el “socialismo”, trascendiendo a su persona y evitando, en un gesto de enorme generosidad, que, como ocurriera con el peronismo, hubiera seguidores de todos los colores: aunque hubieran podido existir chavistas de derechas, no puede haber socialistas de derechas. Esta condición vivencial del “chavismo”, es decir, el no depender de ninguna teoría o de la interpretación de la misma, es también un elemento que refuerza el mantenimiento del proceso aún en ausencia del líder.
Chávez: mito, realidad e identidad de Nuestramérica
Es evidente que Chávez siempre ha sido mito. En un país roto por las medidas de ajuste (multipliquen los tres años de crisis que lleva España y Portugal por seis y sabrán el estado de Venezuela cuando Chávez llegó al poder), el pueblo sólo estaba dispuesto a creer en alguien que pudiera prometer y, por alguna cualidad extraordinaria (por ejemplo, haber participado en un levantamiento y haber asumido toda la responsabilidad), cumplir. Si la España actual presenta a los políticos como el principal problema del país, ¿no es entonces normal que los líderes alternativos salgan de la necesidad de superar esa política? Eso explica la mala prensa de Chávez ante los políticos tradicionales (Chávez representa la promesa de que tendrán pronto que buscar trabajo), pero no explica por qué el pueblo cansado de las mentiras ha comprado las que hacen referencia a Chávez.
La racionalidad, tan europea, es una reflexión sobre la muerte, sobre la tragedia de nuestra finitud, sobre el devenir del ser hacia la desaparición. La racionalidad no suele convocar políticamente (recordemos el fracaso del patriotismo constitucional que quiso popularizar Habermas) porque morir por adelantado no convoca. El mito, por el contrario, invita a superar la muerte, incorpora los superpoderes de la trascendencia, niega el final de la vida y abre todos los horizontes. El mito es el combustible por excelencia de la esperanza, especialmente para los que habían perdido toda esperanza. Europa sigue sin entender a la América mestiza, golpeada por el saqueo de dos continentes -el indio y el negro-, construida sobre la cercanía del hermano y el amigo y no sobre la condición abstracta e impersonal del funcionario. Una América barroca y mágica, turbulenta, apasionada, excesiva, traviesa y sensual, que vive al día –sin futuro- porque se le despojó de la posibilidad de la previsión social. Europa no entiende la otredad del continente y, por eso, siempre lo ha despreciado con la autosuficiencia del que siempre ha puesto nombres y no se ha dado cuenta de que también ha sido nombrado (ahí están, en nuestro país, los “hispanistas”, junto a los problemas de España para encontrar su propio nombre).
Chávez, poeta popular (de joven ejerció de rapsoda en los llanos, una suerte de versolari en el campo venezolano), puso nombre a muchas cosas. Por ejemplo, cambió el nombre a Venezuela y pasó a denominarla República Bolivariana de Venezuela (Nada muy distinto hizo la república española cambiando la condición de reino del país en 1931). Nominó el ALBA, la CELAC, la UNASUR. También a Mr. Danger o al azufre de la tribuna de Naciones Unidas. Construyó igualmente una identidad incluyente para un pueblo que había renunciado a la identidad del país para abrazar una identidad local propia de las nuevas comunidades (producto del desarrollismo petrolero de los sesenta). Los barrios pobres que rodean Caracas armaron una práctica política y social parecida a la de los movimientos chabolistas de España en las postrimerías del franquismo. La diferencia está en que en la transición española, esos movimientos fueron incorporados a los ayuntamientos democráticos, olvidando su lógica comunitaria y su identidad barrial, asumiendo finalmente la lógica vertical y autoritaria del Estado posfranquista. En la Venezuela de Chávez, esos barrios no perderían su identidad local, sino que influyeron en la propuesta de Estado comunal que está definiéndose en el país.
Así, la participación propia de los barrios se configuró en la reconstrucción de la política chavista frente a la representación propia de la política institucional. La formación popular –el saber nacido de la vida comunitaria- se confrontó con la universidad elitista que, de tanto creerse “superiores”, se alejaron del pueblo y vivieron, como los falsos sabios de Swift, en las nubes. La propiedad social se defendió frente a la propiedad privada e, incluso, frente a la propiedad estatal. Por último, el control social, en forma de “contraloría social”, se haría valer frente a las formas tradicionales de delegación política. En definitiva, fueron las organizaciones comunitarias las que emplazaron al Estado para que la identidad de la nueva Venezuela coincidiera con la identidad de los barrios: la lucha por la desigualdad, la apelación a la patria grande de Bolívar y el socialismo, cementos de ese encuentro que crece de abajo a arriba. ¿Puede entender la izquierda española que lo que desprecia como “populismo” es, en verdad, la posibilidad de reinventar la política entre un momento destituyente que no termina de triunfar y un momento constituyente que no termina de llegar?
El legado de Chávez y los retos de Nicolás Maduro: la reinvención de la izquierda en América latina
¿Qué pasó para que la democratización iniciada en Venezuela y propagada por el resto de América Latina no fracasara? ¿Qué elementos actuaron para que la suerte del continente y de los líderes alternativos no se repitiera? ¿Por qué en esta ocasión ganaron los indios?
Es indudable que el azar tiene su parte en esta historia. Porque es una historia impulsada por una persona capaz de poner detrás de él a todo un pueblo. Si algo le hubiera ocurrido a Chávez en algún momento de estos 14 años, la historia se habría escrito de otra manera. Mientras España sigue anhelando convertir en política el extraordinario impulso del 15M, Venezuela se rearmó políticamente con un referente claro. En el proceso venezolano se dieron los tres elementos lógicos que señala Maquiavelo para el cambio social: condiciones objetivas, liderazgo y consciencia popular de la necesidad del cambio. Las condiciones objetivas estaban maduras hacía tiempo. La consciencia popular era un malestar prepolítico. El líder Chávez referenció al país y terminó de politizar al pueblo para que adquiriera la conciencia necesaria.
Pero al lado de lo azaroso y de la figura del líder, hay otros elementos ausentes en otros momentos de la historia y que marcan la pauta. En primer lugar, el cambio político se ha hecho con redistribución de la renta, lo que ha ampliado considerablemente la base social. En segundo lugar, la transformación, lejos de prescindir de la democracia, la ampliaba, tanto en términos electorales (terminaba con el fraude, una constante hoy en México o Colombia, pero también en la España que incumple los programas electorales), como en participación popular horizontal. En tercer lugar, los cambios venían acompañados por cambios similares en otros países del entorno. Hasta la fecha, la connivencia sólo se había dado entre fuerzas de la derecha o dictatoriales (recuérdese el Plan Cóndor). En cuarto lugar, el cambio de régimen se ha hecho sin la existencia simbólica de un enemigo que radicalice a las clases medias, como hizo el comunismo y la URSS en los años treinta. Por último, el cambio ha venido acompañado de la entrega de una nueva identidad que, al tiempo que ha sumado las existentes con arraigo popular, ha engarzado a los nuevos sujetos en una aventura política de mayor calado que, de momento, ha contaminado a todo el continente latinoamericano.
Conclusión: Chávez como poder constituyente
La mirada displicente de la izquierda española a Chávez se ha armado desde la ignorancia. El “Chávez no me gusta” ha sido construido con frivolidad, como si los medios tradicionales merecieran esa influencia. La izquierda española no ha podido debatir el proceso venezolano, llena de prejuicios históricos trasladados y demasiado rehén de la arrogancia eurocéntrica propia del pensamiento colonial que cree que lo que vale para su entorno es directamente exportable y universalizable.
Esto no significa, en modo alguno, que Venezuela deba ser un modelo para la Europa en crisis. Sería repetir, ahora en la dirección contraria, el error que cometió la izquierda latinoamericana en el siglo XX. Copiar las respuestas es, cuando menos, perezoso. Pero ignorar las preguntas es aún más descabellado. Venezuela ha salido del neoliberalismo, ha inaugurado un nuevo constitucionalismo, ha sacado a la mitad del país de la pobreza, ha logrado la menor desigualdad del continente, ha construido en el último año 200.000 viviendas, ha incorporado al derecho de pensión a dos millones de ancianos, ha llevado médicos a donde nunca estuvieron, ha colocado al país en la franja de alto nivel del Índice de desarrollo humano del PNUD, es el quinto país del mundo en estudiantes universitarios, ha incorporado a las mujeres a la vida social y política (y ha dejado de promover que sean simplemente misses), ha impulsado una integración regional basada en la complementariedad y no en la competencia, ha ayudado a los países del entorno a superar problemas económicos puntuales (lo que hoy, como decíamos, le pide Europa a Merkel)… Chávez ha sido un Presidente con una espectacular capacidad para desarrollar el pensamiento crítico y la práctica alternativa, para superar el abandono histórico de las diferentes culturas latinoamericanas, para avanzar hacia la superación del colonialismo, para alejar el peligro de la guerra y para ayudar en la lucha contra el cambio climático (es un país exportador de petróleo que, a diferencia de EEUU, ha firmado y cumple con los Protocolos internacionales).
El populismo es el ejercicio de la política que media entre unas estructuras caducas que no terminan de marcharse y una estructuras prometedoras que no terminan de venir (sobre todo, porque son teoría y aún no práctica). Criticarlas desde lo que existe, como hace con frecuencia la izquierda europea (y, en concreto, la española), es una señal más del agotamiento y la falta de ideas de nuestro continente. No hay mayor hipocresía que la acusación a Chávez de haber polarizado el país –de haber politizado a los pobres- ignorando que también estaba polarizado cuando casi siete de cada diez carecían de futuro. Hipócritas que sólo ven la lucha de clases cuando es el pueblo el que muestra su fuerza.
El equilibrio entre el “hiperliderazgo” –necesario para reinventar al pueblo fragmentado y salir del modelo neoliberal- y la devolución del poder al pueblo consciente y organizado era la tarea central de Chávez. A veces caía del lado del poder personal (y así se lo criticamos desde el Centro Internacional Miranda). Pero, por lo general, la apuesta que se consolidaba era del pueblo. Si otras revoluciones fracasaron por acallar las críticas, la revolución bolivariana apostó por la crítica y la autocrítica. Por eso es una revolución alegre. Chávez impulsó a su país a las puertas de algo nuevo. No le dio tiempo. Ahora es el momento de Nicolás Maduro y de todo un pueblo al cual le dijo su Presidente antes de despedirse: “Ya todos son Chávez”. Durante un cuarto de siglo, dijimos, desde la derrota, que la última utopía la había construido Thatcher haciendo posible lo imposible. Hoy España vive la utopía neoliberal de la contrarrevolución. Chávez, por su parte, ha roto todos los conjuros que condenaban a América Latina y ha construido otra utopía: salir del neoliberalismo en nombre de un socialismo diferente. Va siendo hora de que la izquierda española mire con humildad lo que ha construido la Venezuela bolivariana.