Los hijos de la abundancia

Sois los hijos de la abundancia», me solía recriminar mi padre cuando quería pegarme la bronca después de algún paso adolescente por comisaría. Según su tesis, nuestra generación no sabía qué era la miseria que denunciábamos en los carteles por los que nos perseguían, ni podíamos hablar de represión sin haber conocido el franquismo. Desconozco si su argumentario se basaba en esa incontrolable superioridad que los mayores exhiben hacia aquellos que le suceden o si, realmente, como la inmensa mayoría de la población, había entrado en ese estado lisérgico de creer que el maná fluiría siempre y que solo era necesario trabajar duro para recibir tu trozo de la tarta.

Con 18 años la dialéctica no suele ser un punto fuerte. No obstante, recuerdo que, entre gritos, portazos y razonamientos panfleteros, solía repetirle que nuestra generación iba a vivir bastante peor que la suya. Tras más de una década de aquellas discusiones, soy yo el que esgrime el irritante «te lo dije» y él quien me da la razón. El exilio forzoso de miles de jóvenes, que abandonan el Estado español ante la falta absoluta de perspectivas laborales y el desmantelamiento de todo servicio público no hace sino confirmar aquella primera intuición: que las promesas paradisíacas a cambio de obediencia eran patrañas, que el sistema solo se mantiene exprimiendo a los de abajo y que siguen sacando tajada los mismos que nos exigen cínicamente que les demos las gracias por mantenernos con vida.

Tengo la sensación de que mi generación fue pillada a contrapié, a medio camino entre la borrachera hipotecaria (y todo lo demás) y el resacón de la burbuja. Que no terminamos de surfear en la ola del crédito pero que todavía mantenemos lazos con el pasado, incapaces de creer que la fiesta se ha terminado. La ilusión de eso que llamaban progreso, de las vacas gordas, del todo vale, nos contagió de tal manera que aceptamos anestesiarnos a base de culpa e hipotecas. Nos dijeron que no teníamos derecho a protestar, que ya vivíamos como marqueses.

Sería injusto no recordar que en Euskal Herria (como en el Estado), miles de personas siguieron denunciando el tocomocho. Ahora, otras mayorías se acercan a esa posición empujados por la onda expansiva de la estafa. Cada vez más, se cumple uno de los lemas de Juventud Sin Futuro: «sin casa, sin curro, sin miedo».


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