Turquía y Brasil: dos caras de la misma moneda

Los escenarios simultáneos de dos grandes eventos internacionales organizados por la Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA) parecen haber tenido la tribuna mediática óptima para el desarrollo de manifestaciones sociales que han estremecido el mundo político en dos países tan ambivalentes, como presentes en el acontecer de la problemática internacional actual: Turquía y Brasil.

Por una parte, desde el pasado viernes 21 de junio se está desarrollando en Turquía la XIX edición de la Copa Mundial de Fútbol Sub-20. Dicho torneo, que finalizará el próximo 13 de julio de 2013, se realiza en diez ciudades, una de las cuales, Gaziantep, se encuentra a tan sólo 64 km de la frontera con Siria y a 129 de la atribulada ciudad de Alepo, que ha sido el principal bastión de los mercenarios que con el apoyo de Occidente intentan derrocar el gobierno de Bashar el Assad.

De otro lado, a partir del 15 de junio dio inicio en 6 estadios de Brasil la IX edición de la Copa FIFA Confederaciones, torneo que incluye a los campeones de cada continente, al campeón del mundo y al país que la organiza. La final se jugará el 30 de junio en el Estadio Maracaná de Río de Janeiro.

Es difícil establecer una relación directa entre la realización de estos magnos eventos y las grandiosas movilizaciones populares que han sacudido a estos países obligando a la mirada de la opinión pública mundial. Pero, es indudable que la atracción mediática que provocan los grandes sucesos deportivos ha mostrado estas luchas mucho más allá de la simple magnificencia de las mismas logrando desbordar el manejo interesado que las grandes empresas transnacionales de la comunicación intentan dar en ambos casos, estableciendo parámetros comprometidos de análisis que, como casi siempre, no corresponden con la realidad. Similitudes y diferencias animan uno y otro hecho que se inscriben en la lógica de crisis que afecta al sistema capitalista, generando luchas sociales transversales que no necesariamente cuestionan el modelo, pero que sirven como grandes escuelas de organización, educación y participación popular, que redundarán en ganancias de futuro para luchas superiores que sobrevendrán sin duda alguna.

Vale debatir el manejo que uno y otro gobierno han dado a tales expresiones de la opinión popular. De un lado, el gobierno del partido islamista de ultraderecha Justicia y Desarrollo de Turquía, del primer ministro Recep Tayyip Erdogan y de otro, el del Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil de la presidenta Dilma Rousseff.

En Turquía, el 29 de mayo se iniciaron acampadas de centenares de manifestantes en el parque Gezi de Estambul, a fin de impedir que sea destruido para construir un centro comercial. Dos días después interviene la policía para desalojar el parque y la céntrica plaza Taksim, desatando violentos enfrentamientos en los que resultan heridas decenas de personas.

El primer día de junio, las protestas se extienden por otros sectores de Estambul, el sentido de la lucha se amplía a través de sus demandas, algunos manifestantes comienzan a pedir la dimisión del Primer Ministro y su gobierno. La zona central de la ciudad permanece bloqueada por la policía. Por primera vez aparece Erdogan declarando que no cederá. Las mismas se extienden a otras ciudades del país, incluyendo la capital Ankara.

Hasta el 2 de junio, la brutal represión a las protestas había ocasionado 939 detenidos, dos fallecidos y alrededor de mil ciudadanos heridos. Después de violentos enfrentamientos la policía logra desalojar la plaza Kizilay, de Ankara, empleando balas de caucho y gases lacrimógenos. La protesta se traslada a los barrios.

Estados Unidos, preocupado porque una probable extensión de las manifestaciones ponga en peligro la estabilidad política de su principal trampolín para la agresión a Siria, reacciona con determinación haciendo un llamado de atención a su aliado. El 6 de junio , la vocera del Departamento de Estado Jen Psaki manifiesta que “seguimos apoyando a los individuos que se manifiestan pacíficamente y ejercen su libertad de expresión y animamos a los responsables a evitar toda retórica inútil, todo comentario inútil que no contribuye a apaciguar la situación en Turquía”,

Finalmente, el 14 de junio el Gobierno declara que no realizará las obras en el Parque Gezi hasta que los tribunales tomen una decisión al respecto y que ha iniciado una investigación sobre la represión, pero al día siguiente arremete contra los manifestantes al calificarlos como maleantes.

El lunes 17 de junio, el Gobierno, por medio del viceprimer ministro Büllent Arinç, amenazó con emplear a las Fuerzas Armadas para acabar con las protestas ciudadanas. Afirmó que “la ley nos da la autoridad para emplear a las Fuerzas Armadas. Lo que se requiere de nosotros es acabar con las protestas que sean ilegales. Está la Policía y, si no es bastante, la Gendarmería. Y si no basta, las Fuerzas Armadas. La ley nos da esa autoridad”.

En el caso de Brasil, al igual que en Turquía, las manifestaciones se iniciaron a partir de demandas ciudadanas. Un movimiento espontáneo, surgido de pequeños grupos de estudiantes de clase media, desató el sábado 6 de junio una ola de protestas en contra del aumento del precio del transporte público. El Gobierno del estado de Sao Paulo, controlado por el Partido de la Social Democracia Brasileña, del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, intentaba un incremento de 20 centavos de real (menos de 10 centavos de dólar) en las tarifas del transporte. Estudios realizados por prestigiosos centros de investigación brasileños demuestran que el pasaje de autobús de Sao Paulo y Río de Janeiro está –proporcionalmente– entre los más altos del mundo.

La primera convocatoria atrajo a muy poca gente (alrededor de 3 mil personas, en su mayoría jóvenes), sin embargo, en 10 días se transformó, hasta que –al igual que en Turquía, al igual antes que en Túnez y Egipto– las demandas se ampliaron: surgieron exigencias por la mejora del servicio, el costo de la vida, la corrupción y la educación, entre otros.

De la misma manera que en Turquía, las demandas se comenzaron a extender por todo el país, han crecido en cantidad, sin que tengan un núcleo de dirección organizado.

El gobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, vinculado al Opus Dei, ordenó a la policía una brutal represión que hizo crecer las jornadas de protesta. La respuesta vino el lunes 15 cuando en por lo menos 23 ciudades importantes del país se realizaron manifestaciones masivas.

Hoy también se protesta contra la represión, porque así como los brasileños habían olvidado por años la necesidad de movilizarse para luchar por sus demandas, pensaban que la bestial represión a la que fueron sometidos había quedado en el pasado. La policía militar que reprimió las manifestaciones en Sao Paulo y Río de Janeiro fue creada por la oprobiosa dictadura militar que gobernó ese país entre 1964 y 1985 y que los gobiernos democráticos no han podido desmantelar.

Los indicadores macroeconómicos de Brasil hacían impensable que situaciones como ésta pudieran ocurrir. En los años recientes Brasil puede mostrar bajos niveles de inflación, aumento del poder adquisitivo del salario medio real, índices bajos de desempleo y, lo más relevante, más de 50 millones de ciudadanos abandonaron el umbral de pobreza.

El pueblo en la calle ha demostrado que no basta, que vivir en democracia es mucho más que eso o, visto de otra manera, que la democracia, tal como es concebida en la actualidad, es insuficiente para llenar las expectativas de vida de las mayorías.

La presidenta Dilma Rousseff ha dicho que su gobierno “está oyendo a las voces democráticas que quieren cambio, a las voces que fueron pacíficamente a las calles (…). No voy a pactar con la violencia; va a ser siempre con paz y democracia que vamos a resolver nuestros problemas”. Asimismo, indicó que está dispuesta a establecer conversaciones con los indignados.

El cuestionamiento es transversal, ha ocurrido en diversos y distantes lugares del mundo, en Túnez y Egipto, en Grecia y España, en Estados Unidos y en Chile y ahora en Turquía y Brasil. En su origen, son movimientos que no se proponen el derrocamiento de los gobiernos, no tienen una estructura política tradicional ni liderazgo reconocido. Como apunta el periodista brasileño Pepe Escobar “básicamente, quieren más democracia, menos corrupción, ser respetados como ciudadanos, obtener al menos algún valor por su dinero en términos de los servicios públicos”.

¿Y dónde está la diferencia? El contraste es que mientras Erdogan amenazó con las Fuerzas Armadas, Dilma dijo que hay que oír las voces de la calle. En uno y otro país las manifestaciones tienen su origen en las desigualdades generadas por el capitalismo depredador, pero la respuesta es distinta. He ahí el signo de los tiempos…”por ahora”


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Sergio Rodríguez Gelfenstein / CiudadCCS


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