Del sueño americano a la pesadilla americana

La quiebra de Detroit

Traducción desde el inglés por Sergio R. Anacona

Strategic Culture Foundation

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La recientemente declarada quiebra de la ciudad de Detroit podría servir como el ejemplo clásico del auge y la caída no solo del capitalismo norteamericano, sino del sistema capitalista en general en cuanto a modo histórico de producción. Se trata de un modo de producción que ya no es viable como método para organizar eficientemente y de manera sustentable la sociedad en el siglo XXI. De hecho, el sistema se ha convertido en el archienemigo de la sociedad norteamericana y de otras alrededor del mundo.

En sus primeros días de apogeo, Detroit reflejaba el abismante poder productivo del capitalismo norteamericano y muchos de sus inicialmente innegables atributos progresistas durante la primera mitad del siglo XX. La norteña ciudad norteamericana se convirtió en el centro de la gigantesca industria automovilística norteamericana. Esta industria parecía simbolizar todo lo positivo del capitalismo al estilo norteamericano y sociedad norteamericana en general. Empleaba a millones de trabajadores en modernas y limpias fábricas con salarios relativamente decentes. La Producción al estilo Ford –denominada así por el fabricante Henry Ford (1983-1947) se basaba en la noción que si los trabajadores de la fábrica recibían salarios y beneficios generosos, estos trabajadores a su vez serían capaces de adquirir los vehículos que las fábricas producían en masa. Esto sonaba razonable y durante un tiempo funcionó de manera admirable.

Este contrato social pareció ser una fórmula de ganar-ganar tanto para el dueño de la fábrica como para la fuerza laboral que él empleaba y logró ser aceptado como el modelo correcto en toda la industria automovilística y en muchas otras que lo adoptaron e hicieron de la sociedad norteamericana una sociedad productiva y rica, un ejemplo a seguir para el resto del mundo. Las prodigiosas ganancias sociales logradas por los trabajadores de la industria automovilística norteamericana, no fueron meramente el resultado unilateral de un empleador iluminado y generoso. Décadas de duras luchas laborales protestando por mejoras salariales y condiciones laborales fueron también el factor de la formación de este implícito contrato social.

Durante décadas el prestigio del capitalismo norteamericano pareció irrefutable. En términos de producción y calidad de los productos, la economía norteamericana era indiscutiblemente líder en el mundo. Esto en parte se debía al enorme tamaño de su población y a la abundancia de recursos naturales pero también al relativamente progresista pacto social que subyacía en el centro del capitalismo al estilo norteamericano. Los trabajadores y sus familias se beneficiaron enormemente de las ganancias materiales acumuladas por el “fordismo”. Estas familias fueron capaces de adquirir viviendas cómodas de blancos cercados en suburbios agradables. El automóvil y sus marcas icónicas—Chevrolet, Buick, T-Bird—simbolizaban el Sueño Americano del bienestar popular y de una condición de vida aparentemente feliz. Cine al aire libre, restaurantes de comida rápida, carreteras interestatales, todo parecía no tener límites, era abundante y también igualitario. Resulta comprensible cómo la psiquis popular norteamericana tenía tanta afinidad con el capitalismo consumista. En realidad, aquellos días, que se recuerdan con nostalgia, parecían días dorados.

La Ciudad de Detroit, cariñosamente apodada Motown en referencia a la industria automotriz. Fue el asiento de la hazaña social e industrial norteamericana durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La bullente ciudad brindó de manera específica una meta para los pobres, para los afronorteamericanos para emigrar y escapar de la extrema pobreza y del racismo del atrasado Sur. Junto a la producción en masa de la industria automovilística, Detroit floreció como centro cultural de la música moderna norteamericana, produciendo nuevos géneros de soul, rock y jazz. Motown no solo estaba a la vanguardia de las industrias automovilísticas y del transporte, sino que brindó la nota de fondo alegre a todo lo que parecía progresista en la moderna sociedad capitalista norteamericana.

Pero la marea cambiaría dramática e irreversiblemente. Los avances materiales que los trabajadores norteamericanos habían logrado extraerle al capitalismo a través del pacto social que había hecho que el modelo tuviera semejante éxito, pronto serían agredidos. Desde el año 1970 en adelante, la clase alta norteamericana se embarcaría en una “revuelta impositiva” a través de todo el país. Con la llegada de competidores industriales internacionales en Europa y Japón, la economía norteamericana comenzó a perder competitividad e ingresos.

No obstante, el capitalismo norteamericano no estaba dispuesto a recortar sus privilegios. Al contrario, pensó que los trabajadores tendrían que renunciar a las concesiones. Este fue el comienzo del auge del neoliberalismo cuya trayectoria política la encabezó el presidente Ronald Reagan y sus seguidores financieros dentro de la clase dominante norteamericana. El giro ideológico conocido como “reganoeconomía” en Estados Unidos y “thatcherismo” en Gran Bretaña prevalece hasta el día de hoy. Todos los partidos políticos en Europa y Estados Unidos se plegaron a esta agenda neoliberal. Esta agenda ha supervisado, y continúa haciéndolo, el traslado permanente de la riqueza desde la clase obrera y las capas medias hacia el escalón superior de la sociedad. Tanto es así que muchos comentaristas señalan el fenómeno de la desaparición de las capas medias cuya sociedad se caracterizaría solo por dos clases sociales –los que tienen y los que no tienen. Bajo el neoliberalismo, la ortodoxia prevaleciente está dominada por la incesante reducción de impuestos a los ricos y a las compañías y la desregulación de las industrias con el objeto de maximizar la ganancia financiera, reducción de la fuerza de laboral, reducción salarial y de las condiciones de trabajo, liquidación de sindicatos y el equilibrio presupuestario del gobierno reduciendo el gasto público y las inversiones.

Algunas cifras contribuyen a ilustrar este giro histórico. En Estados Unidos alrededor del 40 por ciento de todas las contribuciones recolectadas por el gobierno central, viene de las nóminas, mientras que el 9 por ciento viene de los impuestos aplicados a las corporaciones. Hace seis décadas, la tasa impositiva era al revés, con las nóminas aportando el 10 por ciento del total impositivo y el aporte corporativo llegando al 33 por ciento de los ingresos del gobierno. Esta misma tendencia también puede apreciarse en Europa. Se ha convertido en el distintivo de finales del capitalismo donde la brecha de la riqueza entre una pequeña elite social y la gran mayoría de la población ha devenido en un completo abismo. En Estados Unidos los 400 individuos más ricos tienen en conjunto una riqueza mayor que 150 millones de norteamericanos—la mitad de la población total del país.

Los desarrollos tecnológicos junto con la liberación del capital vía políticas de globalización, significan también que las industrias pueden exportar puestos de trabajo hacia países y regímenes con mano de obra barata –todo esto bajo el propósito políticamente legitimado de maximizar las ganancias. Esto ha producido la desindustrialización de ciudades a través de todo el territorio norteamericano y en otras partes reemplazándola por puestos de trabajo en el sector de los servicios: inseguros, mal pagados o sencillamente desempleo masivo.

La ciudad de Detroit es un caso de estudio en relación a este cierre. Durante sus días felices, en la década de los 60 Detroit era la cuarta ciudad industrial más grande del país con una población de 3 millones de habitantes. Actualmente, la población de la ciudad ha disminuido a 700 mil personas, siendo así la 18ª más grande. El colapso demográfico está íntimamente relacionado al colapso de la industria norteamericana, determinado según las exigencias de la lógica capitalista. Otros síntomas de la decadencia urbana es que el 60 por ciento de los niños de Detroit viven en la pobreza. Existen más de 70 mil residencias abandonadas en toda la ciudad, más de la mitad de los parques municipales están cerrados y los otrora sanos suburbios han degenerado hacia un estado miserable y delincuencial o se han convertido en áreas silvestres. Alrededor del 40 por ciento del alumbrado público de la ciudad está fuera de servicio, como también lo están servicios públicos vitales como el de los bomberos y las ambulancias que han dejado de operar.

La fuerza laboral de Motown ha sido diezmada y reducida a unas diez mil personas además de unos 20 mil jubilados. Los puestos de trabajo que todavía existen están sujetos a nuevos despidos y recortes salariales al tiempo que las autoridades planifican cómo pagar los 20 mil millones de la deuda con los tenedores de bonos y a los bancos de Wall Street. El contralor financiero –no elegido—de Detroit, Kevyn Orr, abogado liquidador mercantil de Wall Street que fue nombrado el pasado mes de marzo por el gobernador del estado Michigan, Rick Snyder, ha fijado como prioridad el pago a los bancos por encima de todas las otras obligaciones, incluyendo al bienestar social. La situación de quiebra de la ciudad otorga a los contralores poderes dictatoriales para desmantelar los contratos reglamentarios de empleo y pensiones. Como en Europa, las medidas de austeridad y en efecto la malversación son aplicada por tecnócratas no elegidos con el objeto de asegurar la tranquilidad para las sacrosantas ganancias de los bancos y de los fondos de protección.

La deuda de la ciudad de Detroit se viene gestando desde hace décadas. Pero mientras las autoridades, los medios de prensa y los lacayos de Wall Street culpan de la situación fiscal al “oneroso” sistema de bienestar social y a las pensiones, la verdad es que en gran parte del país los crecientes déficits y la caída en las condiciones de vida se deben al histórico e inexorable cambio exigido por el capitalismo. El pacto social que anteriormente funcionaba en Detroit y en el país en general, siempre fue vulnerable a las agresiones por parte de los ricos y poderosos. El capitalismo es un sistema cuya ineluctable dinámica es la de polarizar la riqueza y el poder y trasladar el peso de los costos y las pérdidas sobre los hombros de los más débiles. Detroit demuestra cómo las limitaciones políticas al aumento desproporcionado de la riqueza y el poder, eventualmente serán quebrantadas por la oligarquía y los políticos comprados y pagados. Aun con las mejores intenciones, Detroit comprueba que el capitalismo como sistema está condenado a terminar en la miseria para la mayoría mientras enriquece a una oligarquía a niveles absurdos y obscenos.

Esta oligarquía incluye a los dos partidos políticos de los grandes negocios, el Demócrata y el Republicano con sus grupos de presión en el Congreso. Desde el colapso financiero del año 2008, el establecimiento político de Washington ha bombeado unos tres millones de millones de dólares de los contribuyentes norteamericanos para rescatar a Wall Street y a sus bancos, la pequeña parcela de la sociedad que con su capitalismo de compinches ocasionó el colapso económico. Este rescate al cual se le dio la curiosa denominación de Quantitative Easing (aproximadamente, expansión monetaria cuantitativa) sigue aplicándose a una tasa de 85 mil millones de dólares al mes bajo la égida de la Reserva Federal de Estados Unidos. Eso equivale a cuatro veces la deuda de la ciudad de Detroit –que se paga a los bancos todos los meses. Sin embargo, el gobierno de Obama sostiene que no hay dinero federal para rescatar a Detroit. ¿Cuan estúpidamente anti-democrático es eso? En realidad, algunos comentaristas opinan que la Casa Blanca y el Congreso están sentando a Detroit como un precedente para desviar fondos públicos en otras ciudades igualmente endeudadas en el país.

No necesariamente tiene que ser así. Los trabajadores de Detroit y otros ciudadanos están resistiendo con huelgas, querellas y desobediencia civil. Sostienen que la ciudad sencillamente debe repudiar las deudas de Wall Street y dejar que los bancos ya bastantes hinchados asuman el golpe financiero. En consecuencia, la prioridad debe ser la inversión pública para generar puestos de trabajo decentes, vivienda, educación, sanidad y las comunidades. Es decir, la economía de la ciudad debe ser puesta bajo una planificación democrática al servicio de las necesidades públicas y no para engrosar las ganancias de las elites privadas. Ese sería el cambio paradigmático que todo Estados Unidos y Europa deben adoptar. Algunos podrían llamar esto socialismo. Una cosa si es segura, que semejante programa político alternativo con certeza no es capitalismo. La historia de Detroit indica que cualesquiera sean los aspectos progresivos que pudo haber tenido el capitalismo en tiempos pasados, yo no son viables para sustentar las sociedades del siglo XXI. ¿En realidad, cómo podría serlo? Este es un sistema voraz e irracional, que inevitablemente destruye más de lo que crea.

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Finian Cunningham

Analista internacional


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