En una de sus crónicas de juventud, Gabriel García Márquez se refería a la obra de don Rómulo Gallegos, con motivo de la posibilidad cierta de que el escritor venezolano fuese distinguido con el Premio Nobel de Literatura.
Corría el año de 1949 del siglo XX. A la final, el galardón lo obtendría el escritor estadounidense William Faulkner, quien sin duda marcó la obra futura de García Márquez.
Pero la magia de la realidad haría realismo mágico con aquella irónica nota periodística del joven escritor de Aracataca sobre Rómulo Gallegos. El primer premio internacional que obtendría Gabriel García Márquez llevaría el nombre del gran novelista venezolano. En efecto, Cien años de soledad sería galardonada con el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, en 1972. Y muchos años después, como para que no olvidara su crónica sobre la candidatura de Gallegos al más importante premio universal, el propio García Márquez obtendría el Nobel de Literatura.
Cuando recibió el “Rómulo Gallegos”, en su breve discurso, el Gabo definió a sus amigos venezolanos como “cojonudos y mamadores de gallo hasta la muerte”. Años después revelaría que fue aquí, en esta tierra de gracia, donde el coronel Aureliano Buendía hizo 32 revoluciones y las perdió todas.
Por “esta tierra levantisca, de hombres retrecheros”, como nos caracterizara Andrés Eloy Blanco, anduvo Gabriel García Márquez cuando era feliz e indocumentado, en su largo trajinar de periodista trotamundos. Aquí vivió, aquí escribió, aquí hizo periodismo.
Hoy, cuando decide ascender a los cielos de Macondo, siguiendo en su levitación a Remedios, la bella (nuestra novia secreta del amor entrelíneas), nos coleamos en el tributo universal que se le rinde y chocamos la mano del Gabo porque, con la magia de sus letras, hizo y hace más feliz el mundo del que, alguna vez, nos quisimos bajar incitados por Mafalda.