Nací en 1960 y voté por primera vez en las elecciones de 1982. No voté al PSOE, pero mentiría si negase que me alegró mucho su victoria. Mentiría también si negase que esta alegría fue uno de los graves pecados políticos de mi vida. El PSOE malversó premeditadamente el inmenso capital de legitimidad que las mayorías sociales, hambrientas de cambio, identificaron con Felipe González. El PSOE emprendió la reconversión industrial, acometió la reforma laboral, creó o permitió los GAL, inició la epidemia de privatizaciones, sostuvo a la monarquía, nos metió en la OTAN y desactivó a los sindicatos, estableció relaciones con Israel y traicionó al pueblo saharahui y, entre movidas, drogas y mercancías baratas, desmovilizó a la población, facilitando así el desembarco de la derecha. Mis primeros dos libros, escritos con Carlos Fernández Liria, se llamaban Dejar de pensar y Volver a pensar y estaban dedicados a describir y denunciar la España que el PSOE había tuneado y empaquetado para que la gobernase el PP. Mis guiones de Los electroduendes, del programa de TVE-1 La Bola de Cristal (1984-1988), expresaban a su vez el malestar paródico de una izquierda que nunca más pudo disputar la hegemonía cultural y que, sin calles, sin periódicos, sin líderes, se retiró al desierto, como San Antonio y San Atanasio, más cerca de la verdad que de la gente.
El llamado régimen del 78 ha sido -es- una especie de cyborg en el que el PP ha puesto el esqueleto y el PSOE el músculo. La gente el voto: un voto útil, cautivo, prevaricador o perdido. A mí, que he vivido fuera muchos años, me resultaba difícil reconocer en el metro a esa gente nueva que se había formado en el supermercado y la televisión y que sorprendentemente hablaba, como yo, español. San Antonio y San Atanasio no hubieran sentido más desconcierto y desazón en la Roma imperial. Un régimen podrido, comido por la mentira y la corrupción, y una gente que parecía haber aceptado que se podía cambiar de casa, de lugar de veraneo o de ordenador, pero no de sistema político. No conviene adular a los pueblos -ese es el populismo normalizado que llamamos electoralismo- y mi trabajo ha consistido precisamente en analizar los mecanismos nihilistas de la percepción común; no cabe la menor duda de que la combinación de ‘hedonismo de masas’ e intimidación económico-política nos ha llevado en las últimas décadas a una España definitivamente postrevolucionaria en la que la gente misma impone límites a toda transformación. Pero tampoco conviene ni despreciar a los ciudadanos ni sobrevalorar el poder de los poderosos: eso es lo que ha hecho el ‘populismo normalizado’ que llamamos régimen del 78 y lo que, por una triste paradoja, hemos replicado a menudo desde la izquierda. El desprecio asociado a ese ‘populismo normalizado’, unido a la crisis y a su gestión delictiva, dañó al cyborg bipartidista y destapó un ‘pueblo desconocido’ que también hablaba español (y catalán y vasco y gallego) y que no estaba compuesto -o no solo- de consumidores sin superego y corruptos de baja intensidad. El 15M, que envejeció a todos los partidos, según la sintética y lúcida expresión de El Roto, iluminó en un relámpago, como en una radiografía, el verdadero ‘estado de la Nación’.
¿Con qué gente hay que cambiar el país? ¿Qué gente somos? Me lo decía una madre joven en paro en un pueblo de Castilla: nosotros no hemos escuchado vuestras canciones ni hemos leído vuestros libros ni nos emocionamos con vuestras banderas, pero sabemos distinguir, como vosotros, lo que es justo de lo que no lo es y la democracia de la dictadura. Me lo dijo tras la inauguración de un círculo de Podemos. Creo que ésa es la cuestión: el fracaso tanto del régimen como de la izquierda que clamaba contra él en el desierto ha entregado a la abstención o al bipartidismo la voluntad de millones de personas que piensan como nosotros, pero que creen no ser de izquierdas y que nunca votarán a un partido ‘de izquierdas’. El certero diagnóstico de Podemos, y su audacia a la hora de suspender el eje izquierda/derecha, logró en un solo año mucho más de lo que desde la izquierda habíamos conseguido en cuatro décadas: erosionar la monarquía, desacralizar la constitución y plantear abiertamente el fracaso de la construcción ‘nacional’ de España. Utilizando un símil darwinista, podemos decir que la gente se ha adaptado como ha podido a las instituciones -o a su ausencia- pero no olvidemos que las plumas, que los primeros pájaros desarrollaron para protegerse del frío, luego les sirvieron para volar. En eso debe consistir una política realista que parta de las constricciones de las instituciones y de las del sentido común para cambiar unas y otro: ninguna adaptación se ajusta a un fin preconcebido ni excluye las ‘catástrofes’ adventicias. Con el 15M y con Podemos aprendimos que también la gente más cansada, la más desilusionada, la más incrédula, puede volar. Eso es lo que quiere decir la palabra ‘dignidad’.
Estamos viviendo probablemente el fin de una civilización y no va a haber una transición revolucionaria, y mucho menos automática, a un régimen más democrático y más justo. El mundo se nos cae a pedazos y los signos que Marx asociaba a las contradicciones capitalistas están devorando el hueso mismo de la humanidad: las desigualdades crecientes, la pobreza irrecuperable, la destrucción ecológica, la mafia como estadio superior del capitalismo, la tribu y la religión como interinos de un Estado fallido, el descrédito material de las instituciones democráticas. Esa decadencia civilizacional puede durar años, e incluso siglos, y de lo que nosotros hagamos dependerá que la transición sea más o menos razonable y el mundo subsiguiente más o menos democrático, justo e igualitario. Cuantas menos ilusiones nos hagamos, mejor nos irá; pero cuanto más pesimistas seamos, menos remiendos podremos poner. "Dejemos el pesimismo", decía una pintada, "para tiempos mejores". En este contexto, las peculiaridades de España han abierto una pequeña brecha de luz, a contrapelo del resto de Europa, que no podemos ni desdeñar -porque nos parece pequeña- ni magnificar -porque la queremos más grande-. A los desdeñosos y a los exigentes hay que recordarles que la política se hace en el tiempo y en un tiempo de bárbaros, postrevolucionario pero no postpolítico, en el que el conflicto está más mediado que nunca por límites mastodónticos: económicos, sociales, militares y tecnológicos. Ese conflicto -entre gente sensata e instituciones fallidas o inmorales- se ejemplifica, por ejemplo, en la imagen de esos voluntarios y activistas salvando náufragos en el mar mientras la tripulación de un barco de FRONTEX mira desde lejos sin inmutarse. Todos sabemos, sí, lo que es la democracia y la justicia y será esa lucha, sólo posible a condición de mantener abierta la brecha, la que decida o no la nueva transición en España, así como esa larga transición civilizacional en la que nuestro país, desde el sur del Mediterráneo, debe jugar un papel importante -al menos de contención y profilaxis.
Puede ocurrir que esté exagerando, que esté viejo y me esté volviendo agorero; quizás estoy desmedidamente preocupado por mis hijos, que me encadenan al mundo de después de mi muerte y a los que he educado para una sociedad que, en el mejor de los casos, no existirá nunca. Pero tengo la convicción de que lo que nos jugamos el próximo 20D es algo así como una inesperada llave de judo en medio de una pelea que no vamos ganando. Nos jugamos la posibilidad misma de seguir luchando -en el tiempo, en un tiempo de bárbaros- por mantener abierta esa rendija sin la cual es imposible seguir -seguir- luchando por las trenzas limpias y las cazuelas llenas y los cuerpos sanos y los parlamentos libres; esa rendija en la que aún es posible la educación de la ‘gente’, en los colegios y universidades, sí, pero también en un espacio verdaderamente público -prensa, plazas, instituciones- donde podamos enseñarnos los unos a los otros y descubrirnos -platónicamente- el sentido de la justicia y la democracia que todos llevamos dentro. No es verdad que tengamos toda la historia por delante, como si la historia fuera una pradera de hierba plana o una vía del tren de raíles uniformes. La historia es nuestro tiempo; nuestro tiempo corto entrelazado en el tiempo largo de las sociedades y las instituciones. En cada momento nos jugamos ‘nosotros’ la historia entera -con sus dilemas éticos y sus placeres presentes y concretos- pero hay ‘momentos’ en que nos jugamos el tiempo mismo y sus veredas. Si Podemos y sus aliados no ganan el día 20D, si no obtienen un resultado lo bastante robusto como para ser determinantes, no se van a caer las estrellas ni a desbordar los océanos. No habrá pasado nada que podamos medir de manera inmediata. No será el fin del mundo y, desde luego, habrá que seguir luchando con los medios acumulados en este último año y medio. Si Podemos -al revés- gana o se convierte en la fuerza decisiva, tampoco caerán patos asados del cielo ni se iluminarán nuevos luceros en el firmamento. Pero basta un poco de perspectiva (algo así como alejarse dos pasos, una de las grandes virtudes históricas de la izquierda) para comprender la diferencia entre ‘nuestro’ tiempo, con las oportunidades que abre, y el tiempo de la restauración, con las oportunidades que cierra: las que uno y otro abren o cierran en España y en Europa en pleno precipicio civilizacional.
Cada uno de nosotros, en esta nuestra izquierda chiflada, chillona y honrada, tiene en la cabeza su propio ‘paquete de izquierdas’ que no coincide, como sabemos, con el de ningún otro izquierdista del planeta. Este hatillo de valores, principios y medidas concretas que acarreo desde hace 40 años por el mundo, al que he ido incorporando o del que he ido soltando algunas piezas, no coincide en su totalidad con el programa de Podemos ni con algunas de sus visiones y prácticas. Me he equivocado tanto en mi vida que casi me alegro de esta disonancia. En todo caso, ese programa y esas prácticas contienen suficiente cambio, y tienen suficiente apoyo popular, para que su existencia misma -su moderación misma- resulte ‘revolucionaria’. Lo que no podemos permitir es que el deseo de cambio de la mayoría social (el deseo común de democracia y de justicia), ahora que se ha movilizado, vayan a parar a Cs y al PSOE y acaben sirviendo para todo lo contrario. Será culpa nuestra si no entendemos y no logramos hacer entender a la gente una diferencia que el Ibex y los medios de comunicación de la ‘casta’ perciben y manifiestan de la forma más agresiva e ideológica.
Hay votos útiles, votos cautivos, votos perdidos. No voté al PSOE en 1982 y hoy me alegro. Pero desde entonces es como si no hubiera votado nunca. Por primera vez, el próximo 20D voy a votar de verdad. Voy a votar a Podemos y a sus aliados de cambio. No es un mal menor y no voy a votar con la nariz tapada. Es un bien pequeño y voy a votar con la alegría -con el temor- de saber que, en este mundo terrible, un bien pequeño alcanzable -un botijo en el desierto, un paraguas bajo el diluvio- es mucho más ‘revolucionario’ -y desde luego más deseable- que la dictadura del proletariado o el amor universal. Aunque sólo sea porque en el tiempo -en el tiempo de los bárbaros- la lucha entre la gente normal y las instituciones secuestradas (que han empezado ellos y van ganando) sólo puede ganarse con gente normal en las instituciones.
Voy a votar a Podemos y sus aliados del cambio. Voy a hacer más que eso. Voy a pedir el voto públicamente. Por coherencia y contra mi carácter he aceptado participar en la campaña desde una candidatura simbólica, la lista del Senado por Ávila, la provincia donde está uno de los dos pueblos de España que puedo llamar ‘míos’, Piedralaves, en el Valle del Tiétar, el único pueblo del mundo donde tengo media casa y un río y una plaza (y recuerdos de infancia). Ojalá el día 21 de diciembre pueda celebrar allí, con la Navidad, el nacimiento -a pesar de los romanos y sus virreyes- de un nuevo país.