Los papeles de Panamá han descubierto un nuevo escándalo financiero internacional que ha puesto en evidencia a la élite mundial del capitalismo globalizado. Su filtración le ha costado el puesto al primer ministro islandés, implica al primer ministro del Reino Unido, saca a la luz las trampas de los bancos ibéricos –el portugués Espírito Santo y el español Caja Madrid-, y hasta Putin ha tenido a bien decir que ese escándalo se ha destapado para atacar a Rusia… Hay quien sospecha que es una maniobra de Wall Street, para despistar los problemas financieros de la potencia hegemónica mundial.
Panamá es un paraíso fiscal lleno de abogados para custodiar los fondos millonarios de la corrupción a escala mundial en el capitalismo más que tardío, senil; es un refugio para el dinero fraudulento que recaudan los magnates superricos, como compensación por su habilidad para estar en la cúspide de la pirámide social. Qué casualidad que Panamá fuera invadido por las tropas yanquis en 1989, para quitar el puesto de presidente del Estado a un general, un tal Noriega, que había sido agente de la CIA –y por tanto estaba envuelto en el tráfico de drogas, ¡quién lo podía saber mejor que la CIA!-. Desde entonces, un lugar seguro para los capitales financieros, un auténtico paraíso…, para la mafia internacional.
Los papeles de Panamá vienen a confirmar que la corrupción es el medio para el desarrollo del capitalismo neoliberal, un capitalismo de casino basado en la especulación. Quizás sea este escándalo el síntoma de una nueva crisis financiera, ya anunciada desde el año pasado, o tal vez sea sólo una barrera para intentar evitarla. Pero en todo caso constituyen la muestra de una oligarquía mundial que gobierna fuera de la ley; tal vez eso explique también la incapacidad del actual orden mundial para organizar una economía sostenible, que pueda satisfacer al mismo tiempo los derechos humanos de forma universal.
Las derivaciones españolas del escándalo apuntan directamente al Partido Popular, a través de Miguel Blesa antiguo director de Caja Madrid, designado por el entonces presidente Aznar. De ese modo, se amplía el cuadro de ilegalidades que hemos visto emerger en la política española a lo largo del último año: la corrupción española se enmarca en el modo de operar del capitalismo globalizado. Pero sospechamos que ese modus operandi está en la raíz misma de la crisis económica actual, pues ¿no es más fácil hacer dinero especulando y evadiendo capitales que invirtiendo esos mismos capitales de forma honrada?
Esa parece la causa de que la depresión de la economía española haya originado una importante crisis política: la opinión pública comienza a desarrollar una conciencia de la grave situación. Ante esa opinión pública los problemas económicos se vinculan con una deficiente organización del Estado. Desde hace un par de años, los estudios del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) muestra que el problema que más preocupa a los españoles es el paro; pero otros datos del barómetro del CIS nos dan idea del descrédito del sistema político, pues se considera la corrupción y el fraude como el segundo problema más grave. A continuación se señalan otros dos tipos de problemas –los de índole económica, y los políticos y la política en general-, estrechamente vinculados a los anteriores. En resumidas cuentas, la población percibe que estamos atravesando una crisis social y sus causas son estructurales y no coyunturales: se ha establecido la opinión generalizada de que las dificultades actuales derivan de una mala gestión de los gobernantes; de ahí que sea evidente que la solución tiene que venir de una reforma o transformación del sistema político.
La cuestión es cómo se va a realizar ese proceso de cambio. La propia oligarquía española ha comenzado ya un proceso de reforma política para adaptar las estructuras del Estado a la nueva coyuntura histórica. El modelo político vigente en los últimos 35 años, basado en el bipartidismo, se está hundiendo a ojos vistas con la emergencia de nuevos partidos políticos. A pesar de ello se confía en que a través de los procedimientos legales de la democracia, establecidos por la Constitución del 78, pueda realizarse la reforma política sin traumas graves. Igual que en la Transición del siglo pasado, el papel central para ese recambio viene representado por la monarquía; pero la gravedad de la situación es tal que afecta a la propia jefatura del Estado. En este último año 2015, la Casa Real española ha comenzado a ponerse en cuestión. Primero, vimos a Juan Carlos I abdicar en favor de su hijo Felipe, a raíz de algunos escándalos veniales. Esa oportuna abdicación quería servir de cortafuegos, para evitar un desprestigio creciente de la institución monárquica y el sistema político en el que se apoya. Sin embargo, todo parece indicar que los vicios reales han sido más graves, y ahora vemos a la Infanta Cristina sentarse en el banquillo de los acusados en la Audiencia de Palma de Mallorca, por un delito de fraude contra la Hacienda pública. Y más recientemente el nuevo rey, Felipe VI, se ha visto envuelto en el escándalo de López Madrid, empresario relacionado con la trama de corrupción destapada por la operación Púnica de la guardia civil, así como el fraude de las tarjetas opacas de Caja Madrid.
Dado que los españoles consideran la corrupción y el fraude son graves problemas sociales, habría que concluir que la propia monarquía es un importante problema social. En efecto, es un poco sorprendente que el marido de la Infanta haya tenido que evadir unos dineritos a Hacienda, y al Estado en general, cuando está emparentado con una familia cuya fortuna patrimonial se calcula en dos mil millones de euros… Aparece la sospecha de que esos dos mil millones de Don Juan Carlos provienen de arcas públicas, pues no se trata de una fortuna heredada, ni es producto de su aportación a la riqueza colectiva. Más bien parece la parte alícuota del Reino de España al funcionamiento del capitalismo financiero internacional –aparte el dinero de los banqueros y demás entidades financieras-.
Se puede deducir de este episodio real, así como de otros muchos que están saliendo a la luz pública estos años, que hay defectos serios en las estructuras del Estado español. Por tanto, la opinión pública acierta al evaluar negativamente el sistema político; y aunque hoy en día se está muy lejos de plantear un cambio radical en el orden social, la necesidad de una reforma es evidente. El ordenamiento jurídico puesto en acción por la Constitución del 78 no ha sido capaz de establecer un sistema social coherente y con futuro, y las generaciones más jóvenes se rebelan contra el orden establecido. En el juicio de la Infanta está apareciendo uno de sus más graves inconvenientes. Esas leyes, que han permitido a un ciudadano actuar con total impunidad durante décadas –la figura del rey es inviolable según la Constitución del 78-, tienen importantes incoherencias que deterioran el sistema democrático, por donde se cuela la irresponsabilidad de los servidores públicos. Esa impunidad es criticable incluso desde el punto de vista del liberalismo dominante en Europa, y constituyen un resabio del Antiguo Régimen.
Ya que la reforma de la Constitución es una necesidad imperiosa, parece importante revisar esa impunidad del Jefe del Estado. Del mismo modo que se quiere eliminar el aforamiento de los diputados, que les exime de dar cuentas ante la ley, habría que limitar la inmunidad del rey. Pues podemos sospechar que la permisividad con la corrupción nace de la inmunidad que goza el Jefe del Estado y que sigue existiendo para Juan Carlos después de su abdicación. Y entonces la cuestión principal es si este Estado monárquico será capaz de regenerarse, a través de una intervención profunda en las estructuras dañadas, o se caerá por su propio peso, lo que nos echaría sobre los hombros la tarea de construir un nuevo edificio.
Ahora bien una ruptura de estas dimensiones no sería aceptable para la oligarquía mundial, a la que pertenece la oligarquía española, ni para la OTAN que constituye su sustento fáctico; es muy posible que un cambio del Estado hacia la forma republicana exigiría romper nuestra integración en el orden político internacional, y habría que recomponer entonces nuestras relaciones internacionales. Tal vez esa perspectiva espante a las clases medias españolas, por los sacrificios enormes que puede suponer; menos miedo le dará a la clase trabajadora que se hunde en la miseria. Y tal como va la crisis, quizás pronto quede claro que la solución republicana es el mal menor, no solo a largo plazo, sino también a medio y aún a corto plazo.