Para los gobiernos progresistas de Latinoamérica nada cambiaría si ocupase la Casa Blanca el «malote» de Donald Trump.
Existe un buenismo en Occidente que considera que los miembros de algunas minorías como los negros, los homosexuales o las mujeres representan en puestos de gobierno actitudes y conductas distintas, positivas para la sociedad, con respecto al tradicional hombre blanco.
La realidad dista mucho de ese buenismo. Margaret Thatcher representa la más despiadada versión de la violencia, contra su propio pueblo, que a día de hoy sigue arrastrando las consecuencias de sus políticas.
Barack Obama, tan lleno de buenas intenciones, tomaba un café con Hillary mientras los navy seals asesinaban al chivo expiatorio de los Estados Unidos, Osama Ben Laden.
Obama participó activamente en la invasión de Libia (su Irak particular) y a día de hoy, como los británicos con Thatcher, Libia arrastrará ese caos, que Europa sufre con las pateras, durante años. Hillary, exultante, alegre, celebraba el asesinato y sodomización de Gadafi con un escueto We came, we saw, he died.
Hillary Clinton ridiculizó Venezuela (no públicamente) y siguió apoyando los esfuerzos de desestabilización, tal como revelan los correos que filtró Wikileaks. Se le escapó un «¡Estamos ganando!», cuando la oposición venezolana ganó la mayoría en las elecciones parlamentarias de 2015...
Ni una mujer ni un negro en la presidencia de Estados Unidos pueden mejorar unas relaciones basadas en el interés y no en una relación entre iguales.