Se hizo tradición en una época, en las organizaciones de izquierda, discutir en las reuniones un informe político que solía considerar el "contexto internacional" que, muy previsiblemente, comenzaba hablando de la "crisis del capitalismo mundial" o una frase parecida. Esa costumbre tenía una genealogía distinguida: provenía nada menos que del internacionalismo de los propios Marx y Engels, continuada por la Internacional creada por Lenin para organizar réplicas del Partido Bolchevique en el mundo y asumida por todas las organizaciones que se definían parte de esa tradición. Hablar de la "crisis mundial del capitalismo" se convirtió en un protocolo de las reuniones de la izquierda y fue adquiriendo ese aire ritual que suele acompañar a las prácticas cuyo sentido se va perdiendo con los años. La crisis se convirtió en un lugar común, un latiguillo, un "o sea".
A propósito del triunfo de Donald Trump en EEUU, volvió a la agenda el punto, aunque matizado porque, desde Immanuel Wallerstein e Istvan Meszaros, ha cambiado un poco la denominación. Así no se haya leído esos autores, estos ejercen su influencia y se escribe ahora "decadencia del imperialismo norteamericano" o hasta (con más exactitud terminológica) "punto de inflexión del sistema-mundo capitalista". Eso es correcto.
En todo caso, es metodológicamente correcto contextualizar cualquier análisis nacional e incluso local, con una consideración acerca de lo que está pasando en el mundo, porque se ha aprendido que a) estamos en el mismo planeta, b) las consecuencias de lo que ocurre en cualquier parte de éste se pueden sentir aquí, cerquita, y, además, durísimo. Por lo demás, las elecciones en la sede del hegemón mundial, produjeron más o menos emocionadas fanaticadas en este lado del mundo.
Así, hubo "clintonistas" y "trumpistas", por aquí. Era evidente y comprensible, por ejemplo, la simpatía hacia la Clinton por parte de la oposición venezolana. Menos esperable y más sorprendente resultó (por lo menos, para mí) las simpatías que entre algunos chavistas despertó Trump. Unos las justificaron porque se trataba de celebrar la derrota del enemigo y "el enemigo de mi enemigo es mi amigo". Otros, porque, mostrando una evidente incomprensión de las nociones de lucha de clases que dicen defender, supuestamente Trump representó el malestar de parte de la clase obrera norteamericana. También algunos compañeros no podían ocultar que les gustaba (quizás porque se sintieron identificados) la "franqueza" brutal del magnate norteamericano, sus desplantes de patán, maquillado como "enfrentamiento a la hipocresía de las élites de su país", su irreverencia que, si era machista, homofóbica, antiecológica y racista, no importaba mucho porque esas cosas son "paja" al final para algunos compañeros que son eso mismo.
Pero hubo opiniones, algo más elaboradas, que destacaron que Trump significaba un nuevo episodio en la decadencia de los Estados Unidos. El término "decadencia" puede tener éxito, precisamente por sus múltiples significados. Funciona porque el Imperio Romano ha sido la metáfora generalizada de cualquier poder colonial desde hace milenios, porque "decadencia" sugiere "faltas graves a la moral" (o sea, orgías, maricuras, drogas y rock and roll) de parte de los sectores dominantes, que dejan muy bien la autoestima de unos sufridos cristianos (o sea, nosotros) eternamente acusados del incendio de Roma y que se preparan, resentidos, a tomar el poder de los emperadores o a poner un emperador de los suyos, más temprano que tarde.
Pablo Iglesias, el del Podemos español, puso en la mesa el concepto de "populismo" para caracterizar a Trump. Discutió el uso que los neoliberales hacen del término (equivalente a un insulto, claro), lo refirió a ciertas prácticas políticas que igual pueden usar la derecha, la izquierda y hasta el centro (todas relacionadas a articular en un solo discurso los malestares y demandas de los sectores más afectados por las minorías enriquecidas dominantes) y propuso que varios países (o hasta "el mundo": Palacios es tan eurocéntrico como cualquiera) están pasando por un "momento populista" en que irrumpen figuras o formaciones (como el mismo Podemos español) que se presentan como alternativas fuera de las opciones acostumbradas de la pugna política convencional, canalizando la rabia de los indignados, empobrecidos y maltratados, del "sistema" dominante. Si Podemos es populista (aunque de izquierda) lo mismo pudiera decirse del chavismo. A buen entendedor, le fastidian explicaciones.
Párrafo aparte merecen los rusófilos, que han recibido con alborozo la noticia del triunfo de Trump. Por supuesto, en la situación actual hay que apreciar el rol de contención del poderío norteamericano que han desempeñado tanto Rusia como China. Eso se agradece para salir de la dificultad de una década de los 90 en que la unipolaridad, la hegemonía absoluta de Estados Unidos, lucía imbatible y las loas a la globalización se confundían con las dirigidas a Washington. Pero hay que estar claros que, en todo caso, hay una pugna entre grandes potencias capitalistas todas, con sus propios intereses. Eso da márgenes de maniobra, juegos estratégicos en que se pueden colar algunas actitudes autónomas, pero tampoco es que hay que confundir a Putin con un líder revolucionario, como hacen algunos compañeros chavistas, imitando, de paso, a Trump que, como buen fascista y populista, le encanta un "Hombre fuerte".
De modo que hay que volver a pensar en la caracterización de la crisis del capitalismo mundial. Por supuesto que la hay. La situación en Europa, los desencuentros en sus élites dirigentes, la recesión, las calles ciegas que implican varias de las promesas de Trump, todo eso lo indica o, por lo menos, que hay unas dificultades inmensas que le dan nueva vigencia a la vieja categoría dialéctica de las contradicciones. Pero hay que desbrozar el camino y no dejarse llevar por el gusto por los manotazos, así sean conceptuales.