La ofensiva de la burguesía criolla en América Latina no ha dado los resultados que esperaba. Las clases dominantes han conseguido ciertos éxitos, pero en ningún caso se consolida su dominación y antes, por el contrario, solo nubarrones amenazan el poder de quienes desde la Colonia y hasta hoy han reinado sobre un mundo de desigualdades, opresión y violencia.
Las clases dominantes han sido siempre inferiores a los retos históricos, de suerte que, a pesar del crecimiento de las economías y del paso de sociedades rurales a la urbanización generalizada, todas están lejos de haber ingresado a la modernidad. La burguesía criolla ha sido y sigue siendo una clase parásita, incapaz de impulsar algún proyecto de nacionalidad e instalada en la comodidad de ser simples instrumentos de las burguesías imperialistas de turno: primero España, después Reino Unido y ahora Estados Unidos. Sus economías son apéndices prescindibles en el sistema mundial capitalista y ni en los casos de mayor éxito económico han conseguido abandonar su condición de simples suministradores de materias primas, alguna que otra mercancía de escaso valor agregado y de un abundante contingente humano, destinado a servir de mano de obra barata en las economías metropolitanas.
Si los alcances del llamado ‘desarrollismo’ no fueron mayores y la sustitución de importaciones no consolidó un vínculo diferente con el mercado mundial, el modelo neoliberal imperante en las décadas pasadas -que se vendió como la solución a todos los problemas- ha fracasado estrepitosamente y está en la raíz misma de la actual crisis mundial que adquiere aquí unas dimensiones mucho más dramáticas. Algunos casos se destacan.
La maniobra torticera para sacar a Dilma Rousseff del gobierno de Brasil y su reemplazo por un corrupto reconocido como Temer ha instalado al gigante suramericano en una de las mayores crisis de su historia, al punto que nadie se atreve a pronosticar el desenlace posible. Parece ser que luego de cumplir con sus tareas -entre las principales la de desmantelar la medidas sociales de los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) y aplicar una reforma laboral de corte neoliberal puro, además de someter plenamente el país a las directrices de Washington-, la burguesía reemplazará a Temer por otro menos impresentable. Su problema es encontrar una fórmula para impedir que el PT gane las próximas elecciones y Lula vuelva al gobierno, pero esta vez con un protagonismo popular de mayores alcances que en las anteriores ocasiones.
No menos desolador para la derecha es el caso de Argentina, con un gobierno que ganó las elecciones con un escaso 1% de ventaja, que enfrenta una muy activa protesta popular y que ha llevado la economía a una crisis profunda con pronósticos aún peores. También aquí todo este proceso no ha hecho más que radicalizar a la población en contra del modelo neoliberal y del sometimiento vergonzoso del país a la política exterior de los Estados Unidos.
México, país que completa la tripleta de las mayores economías de la zona, no puede caer más bajo en el ranking de violencia, corrupción y descrédito de sus instituciones. Es el aliado más cercano de Washington, unido a este por medio de un tratado comercial nefasto. Como país, es objeto de las groserías y afrentas más vulgares del señor Trump que hoy amenaza con construir un muro -que pagaría México- y emprender la revisión del tratado de libre comercio para dar aún más ventajas de las que ya gozan a los empresarios estadounidenses, que mañana criminaliza y humilla a los millones de inmigrantes mejicanos, y, un día sí y el otro también, interviene de forma directa en los asuntos internos del país -la DEA campea allí como Pedro por su casa-. Méjico es una bomba de tiempo porque sus sectores populares no parecen cejar en su empeño de sacar del gobierno a tanto corrupto y criminal y empezar la construcción de un proyecto nacional y democrático.
Con Venezuela las cosas no van mejor para la derecha. Tal parece que la estrategia de desgaste y desestabilización contra el gobierno legítimo y constitucional de Nicolás Maduro ha fracasado. El presidente obrero y su equipo, más allá de la caricatura vulgar vendida por los grandes medios de comunicación privados internacionales e internos, han demostrado tener más habilidad y manejo de la situación que una derecha golpista, violenta y profundamente incapaz, que ha ensayado sin éxito todo lo que indica el manual del golpe de Estado. Casi nadie -fuera de un par de expresidentes de la región, desacreditados y no exentos ellos mismos de responsabilidades penales- apuesta por la intervención militar directa que sería la última alternativa, falladas todas las restantes.
Tan torpe, aunque destructiva, como la estrategia de la derecha local resultan las medidas y las amenazas de Trump: en este momento, Washington y la derecha local no tienen otra disyuntiva que sentarse a dialogar y conseguir en la mesa de conversaciones lo que no han logrado por otros medios. Si acuden a medidas extremas como la ampliación del bloqueo económico o la intervención armada directa, se arriesgan a empujar al gobierno Bolivariano a avanzar -esta vez sí de verdad- a la construcción del orden socialista que siempre ha enarbolado como bandera. Es lo que le demanda su base social, cada vez mejor organizada y radicalizada. Un pueblo "rodilla en tierra", como profetizará el eterno Hugo Chávez.
En Colombia, en medio de grandes dificultades, se avanza en la aplicación de las reformas acordadas con la insurgencia. El proceso, sin embargo, pone de manifiesto la debilidad institucional de un país en el que la guerrilla cumple y el gobierno apenas, comprobando la enorme descomposición moral de todos los poderes del Estado, inmersos en casos de corrupción y en no pocas responsabilidades como principales agentes de la guerra que se intenta superar. Aquí la clase dominante no se distingue precisamente por su sentimiento nacional, su apuesta por el progreso y por el respeto a la palabra dada.
El actual proceso electoral -hay elecciones en 2018- tiene como uno de sus temas fundamentales, precisamente, garantizar que el proceso de paz culmine felizmente. Los términos y alcances de los acuerdos, especialmente los referidos a la cuestión agraria y la participación política, no van más allá de la modernización del país en el marco de un orden burgués. Pero, en el contexto de la sociedad colombiana, profundamente desigual en lo económico y discriminante y violenta en lo social y lo político, esas reformas constituyen toda una revolución. El reto para su clase dominante será demostrar que puede ser fiel al ideario liberal del que tanto se ufana y del que está, de hecho, tan distante.
El resultado de las confrontaciones sociales en cada país augura, entonces, un panorama lleno de incertidumbres. El sistema parece abocado a grandes dificultades, aunque mantiene cierta ventaja debido al relativamente bajo nivel de organización de las fuerzas opositoras. Todo indica, sin embargo, que el modelo neoliberal solo puede prolongarse agudizando las contradicciones actuales. Tampoco es fácil regresar a alguna forma de keynesianismo o desarrollismo a la vieja usanza. Las fuerzas populares, por el contrario, tienen grandes alternativas de asumir un protagonismo decisivo si superan sus limitaciones del momento.