La contundente victoria de Luis Inacio Lula da Silva en la segunda vuelta de las elecciones brasileñas confirma una clara tendencia en ascenso del Río Bravo a la Patagonia. Pese a los ingentes recursos de manipulación con que cuentan el imperialismo y las oligarquías, se acentúa la opción de los electores por los candidatos que en algún grado muestran independencia respecto a las políticas de libre mercado, no son incondicionales a Washington y abogan por la integración latinoamericana.
Esto es válido no sólo por el número de países donde han llegado a la presidencia. También, aunque no lleguen, por su notable desempeño en contextos políticos muy hostiles, como en Colombia, El Salvador, Perú o México. O por la posibilidad de que sean electos próximamente, como es casi seguro con Daniel Ortega en Nicaragua y menos probable con Rafael Correa en Ecuador.
En Brasil esta orientación se hace más patente precisamente por el hecho de que una parte importante del electorado más consciente políticamente no le diera el voto a Lula en el primer turno. Al hacerlo le censuraron haberse quedado corto en relación a las expectativas generadas en 2002. Esos mismos electores endosaron al ex obrero metalúrgico en el segundo turno junto a dos millones y medio que logró arrebatar a Geraldo Alckmin al presentarse a los debates con una clara denuncia al rumbo antipopular representado por este, actitud ausente en el discurso lulista antes de la primera vuelta.
El análisis de las dos rondas electorales permite apreciar una admirable sabiduría política del pueblo brasileño, que sin dar un cheque en blanco a Lula comprendió la imperiosa necesidad de cerrar el paso a la derecha. Al hacerlo, también estaba reconociendo logros importantes en la primera gestión del fundador del Partido de los Trabajadores(PT): cierta redistribución de la riqueza entre los sectores más desfavorecidos con programas calificados de “asistencialistas” por los neoliberales, haber puesto fin a la criminalización de los movimientos sociales y una política exterior latinoamericanista y tercermundista.
La reelección de Lula en un país de la extraordinaria importancia económica y política de Brasil constituye en principio un reforzamiento de las posiciones de los movimientos populares y de varios gobiernos de la región en defensa de la independencia, la soberanía y la defensa de los recursos naturales frente a la voracidad del capital transnacional. Pero todavía es temprano para evaluar el alcance de este acontecimiento, particularmente en la política interior del coloso suramericano.
Aunque el no haber ganado da Silva en primera vuelta creó una situación prometedora de reacercamiento entre el candidato del PT, los movimientos sociales y los intelectuales de izquierda más lúcidos de Brasil, está por ver si ello redundará en una refundación de ese partido -hoy manchado por escándalos de corrupción-, que lleve a una reconstitución de su antigua alianza con aquellas fuerzas y a una profundización de la política social de Lula.
Cabe esperar que a diferencia de su primer gobierno ahora dé un serio impulso a la reforma agraria. Es un compromiso tácito emanado del enorme respaldo popular que recibió en segunda vuelta, donde estuvo presente el voto de millones de campesinos sin tierra. Es esta la más eficaz manera de hacer –como ha prometido- que la prioridad de su gobierno sean los pobres, toda vez que la causa estructural primigenia de la sempiterna desigualdad social brasileña es el abismalmente injusto reparto de la tierra, concentrada aún en una elite de rabiosa mentalidad colonial y racista. Sin romper con este lastre feudal es muy difícil que Brasil pueda crecer económicamente a tasas de cinco por ciento anual e imposible que llegue a ser un país desarrollado, objetivos planteados por Lula tan pronto se conoció la prolongación de su permanencia en el Planalto.
En cuanto a la política exterior, al parecer el ex sindicalista intentará mantener su anterior ejecutoria. Ha afirmado que trabajará por el fortalecimiento del MERCOSUR y por hacer que toda América Latina forme parte de este. Pero continuar esa política exterior exigirá un gran consenso interno frente a una derecha cada vez más belicosa. Que no se logra sólo mediante acuerdos con los partidos políticos, los gobernadores y la burguesía, sino principalmente cumpliendo con la esperanza en un giro social más a la izquierda manifestada por las mayorías.
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