Afganistán: la versión que no se cuenta

 

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En 1978 en Afganistán tuvo lugar una revolución socialista, conocida como Revolución Saur o Revolución de Abril. Se conformó entonces la República Democrática de Afganistán, conducida por el Partido Democrático Popular de Afganistán, de izquierda, la que recibió el apoyo de la Unión Soviética.

 

Al momento de esa revolución, el 90% de los varones y casi la totalidad de las mujeres eran analfabetas; el 5% de los terratenientes poseía más del 50% de las tierras fértiles; la esperanza de vida era de 42 años, y la mortalidad infantil resultaba la más alta del mundo. La mitad de la población padecía tuberculosis y una cuarta parte malaria. Casi no había médicos, maestros ni ingenieros, pero había una cantidad impresionante de mullah (clérigos islámicos). “La religión es el opio del pueblo”, se dijo. ¡Cuánta razón!

 

La revolución promovió una importante reforma agraria, distribuyendo las tierras confiscadas a los oligarcas que huyeron entre los campesinos sin tierra; elegalizó los sindicatos, estableció un salario mínimo, fijó un impuesto progresivo a la renta, redujo el precio de alimentos de primera necesidad, prohibió el cultivo del opio (materia prima para elaborar heroína, de la que es principal consumidor mundial Estados Unidos), promovió cooperativas campesinas, inició una campaña de alfabetización proyectando desarrollar las industrias pesada y ligera. En ese marco se creó el Consejo de Mujeres Afganas, emitiéndose un decreto para “garantizar la igualdad de derechos entre mujeres y hombres en el ámbito del derecho civil y eliminar las injustas relaciones feudales patriarcales entre esposa y marido”. El nuevo gobierno socialista criminalizó los matrimonios por dinero o forzados, permitiendo que las mujeres eligieran libremente su esposo y su profesión, y de ningún modo, nunca jamás obligó al burka. Por el contrario, elevó considerablemente la situación de las mujeres, ayudando a su desarrollo personal y social, tal como hace siempre el socialismo en cualquier país.

 

Ante todo esto en 1978 Washington, por medio de la llamada Operación Ciclón, comenzó a formar insurgentes buscando la neutralización de la revolución. La intención era crearles su propio Vietnam a los soviéticos”, como declarara Henry Kissinger, en su momento Secretario de Estado de Estados Unidos. De acuerdo con Zbigniew Brzezinski, cerebro de la ultraderecha guerrerista estadounidense, la ayuda de la CIA a los insurgentes afganos fue aprobada en 1979, buscando así involucrar en la lucha a la Unión Soviética de modo directo. Ello sucedió, y la guerra en Afganistán trepó en forma exponencial. A través del fundamentalismo islámico -fomentado y financiado por la Casa Blanca- se terminó con el proyecto socialista. Brzezinski, sin ninguna vergüenza, pudo decir entonces en declaraciones públicas: “¿Qué significan un par de fanáticos religiosos si eso nos sirvió para derrotar a la Unión Soviética?

 

En medio de la Guerra Fría que marcaba la dinámica del mundo, los talibanes tomaron el poder. Sus prácticas religiosas, misóginas y patriarcales, hicieron perder los avances obtenidos por las mujeres afganas. Años después, en el 2001, Washington invade el país (no olvidar que Afganistán tiene grandes reservas de gas, litio, distintos minerales estratégicos y petróleo, más el opio). La guerra civil, en un remolino de contradicciones, siguió por años, teniendo como consecuencia el final del proceso socialista y el retroceso de los derechos de las mujeres.

 

Esa invasión estadounidense del 2001, como pretendida respuesta al atentado contra las Torres Gemelas en New York el 11 de septiembre de ese año, marcó el formal inicio de la potencia en su “guerra contra el terrorismo”. Ahora bien: esa cruzada universal contra el terrorismo islámico lo único que ha hecho -seguramente es lo que busca- fue alimentar más y más las acciones de distintos y cada vez más numerosos grupos designados como “terroristas”. Ello hace que la maquinaria bélica de Estados Unidos funcione muy aceitadamente. De hecho, Washington mantiene actividades antiterroristas en la actualidad en más de 80 países alrededor del mundo, con ganancias fabulosas, de más de 300,000 millones de dólares anuales. Valga decir que mientras la economía mundial -salvo la china- se retrajo en un 5% durante el 2020 debido a la pandemia de COVID-19, la industria bélica norteamericana creció en un 4,4%. Obviamente la supuesta “guerra contra el terrorismo”, aunque produce infinita muerte y destrucción, da suculentas ganancias a algunos.

 

Esta cruzada, además, permite el control de buena parte del planeta, así como la otra gran cruzada, la “guerra contra el narcotráfico”, permite controlar otra parte del mundo (eternamente, con en una película de Hollywood: “los buenos contra los malos”). La geoestrategia de la Casa Blanca, pensada siempre en términos bélicos, tiene como objetivo continuar la hegemonía planetaria, intentando contener el arrollador avance de la República Popular China, e intentando poner en cintura a su gran rival militar, la Federación Rusa.

 

El movimiento talibán -definitivamente impresentable, que está a años luz de ser un grupo de “luchadores por la libertad”, como lo definiera Ronald Reagan en su momento cuando los recibiera en la casa presidencial- fue funcional a la estrategia de la clase dirigente de Estados Unidos (así como lo fue la Contra nicaragüense en su lucha contra la Revolución Sandinista). Como dijo el historiador estadounidense Robert Crews: “para las élites de Washington las poblaciones de otros países son solo recursos para la consecución de sus intereses”.

 

¿Por qué la gran potencia invadió Afganistán en el 2001? Como dijo el coronel Lawrence Wilkerson sin ningún tapujo en 2018: “Estamos en Afganistán como lo estuvimos en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial. (…) No tiene nada que ver con Kabul y la construcción del Estado, nada que ver con la lucha contra los talibanes (…) ni nada que ver con la lucha contra cualquier grupo terrorista. Todo tiene que ver con tres objetivos estratégicos principales”: 1) controlar el avance de China con su Nueva Ruta de la Seda, 2) tener cerca a los uigures para envalentonarlos contra Pekín y 3) controlar el arsenal nuclear de Pakistán. Faltó agregar: 4) y por la voracidad de los recursos naturales afganos que explotan sus megaempresas.

 

Ahora Estados Unidos, después de haberle hecho ganar millones de dólares a su complejo militar-industrial con una guerra que formalmente no pudo ganar, y luego de haber masacrado a miles de personas del país, deja Afganistán y los talibanes vuelven al poder. No está claro aún qué sigue. 20 años de guerra para -oficialmente al menos- sacar a esos “extremistas fundamentalistas” de en medio, luego de lo cual Washington decide irse dejando todo igual, ¡pero sin revolución socialista! (¿eso era lo importante?) Lo cierto es que para las mujeres estas no son buenas noticias. Si vuelve el burka y la estricta ley islámica, de ningún modo, ni remotamente, puede decirse que este sea un triunfo popular contra el imperialismo militarista de Washington como lo fuera el de Vietnam.

 

Nancy Lindisfarne y Jonathan Neale comentan: “Esta es también una victoria política para los talibanes, ya que ninguna insurgencia guerrillera en el mundo puede obtener tales victorias sin el apoyo popular. Pero quizás apoyo no sea la palabra correcta, es más bien que los afganos han tenido que elegir un bando y son más los que han elegido el lado de los talibanes que el de los ocupantes estadounidenses. (…) ¿Por qué? La respuesta breve es que los talibanes son la única organización política importante que lucha contra la ocupación estadounidense, y la mayoría de los afganos han llegado a odiar esa ocupación”. “¿Por qué nos odian?”, se preguntaba ingenuamente George Bush hijo. ¿Será necesario responderlo?

 

Hecha una lectura rápida de la situación, dado que aún el panorama está muy confuso -el reciente y mortífero atentado en el aeropuerto de Kabul así lo deja ver- no se puede decir que estamos ante una derrota del imperio ni que se avecinen tiempos de renovación para la población afgana, menos aún para las mujeres. Lo que está claro es que “socialismo” ni siquiera figura como una palabra frecuente en todo esto. Salió del mapa. ¿Será hora de replantearlo?



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Marcelo Colussi

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