La política de la memoria

La tragedia de Antígona nos muestra cómo opera el poder político con la memoria colectiva: sitúa en el lugar sagrado a sus partidarios, mientras intenta borrar el recuerdo de sus opositores. Esa tragedia volvió a repetirse en España durante el siglo XX, a raíz del golpe fascista del sector monárquico del ejército contra la II República, el llamado Alzamiento Nacional. Y todavía padecemos sus consecuencias, aunque se haya empezado a remediarlo. Entre ellas, la impunidad de los crímenes cometidos para sostener la Dictadura de Franco. Solo cuando ha desaparecido aquella generación asesina y ya no queda casi nadie para responder por sus crímenes, nos ha llegado una ley que podría castigarlos. Al menos tendremos el derecho a negarles su valor y construir una cultura diferente.

La memoria es selectiva, y eso es aprovechado por la clase dominante para configurar la cultura de acuerdo con sus intereses. Lo innombrable queda fuera de la conciencia colectiva. El poder dictatorial utilizó toda su violencia para eliminar los contenidos que podían cuestionar su control de la acción colectiva bajo su mando. En voz baja, sin embargo, escapando a los oídos que llevaban la información hasta los agentes del poder, corría un murmullo de palabras prohibidas que alimentaron otra memoria. El murmullo creció y se hizo incontenible, y trajo la libertad de expresión, las libertades. Siempre bajo control, con limitaciones y amenazas; la presión social tiene formas sutiles de manifestarse en muchos sentidos diferentes. Y cuando esa presión social no fue suficiente para controlar los discursos, los agentes del poder buscaron altavoces para gritar más fuerte y apagar las voces discordantes; los medios de comunicación transmitieron una información intoxicada, manipulada, mentirosa.

¿Por qué ese empeño en configurar la memoria? La acción humana alcanza su máximo valor cuando es consciente, y la conciencia tiene dos fuentes: el sentido común y la experiencia pasada. Si se controla la experiencia vivida y el sentido común, se determina la actividad colectiva. Ortega y Gasset, amigo de aristócratas y banqueros, lo puso muy claro para la clase dominante: las categorías con las que comprendemos el pasado son las mismas que nos sirven para pensar el futuro. Configurar la memoria en función de los intereses del poder político es fundamental para crear el consenso social acerca de su dominación. Por eso decía Walter Benjamin: ni los muertos estarán seguros cuando el enemigo venza. Y el enemigo no ha dejado de vencer. La manipulación de la historia por el poder político es una constante de la historia.

También es una constante de la historia la lucha contra esa manipulación, en nombre de una moralidad colectiva que no se conforma con los crímenes del poder. Antígona se empeñó en rescatar la memoria de su hermano vencido, y fue condenada a muerte por ello. También el heroísmo de Antígona se repitió entre nosotros. Miles de personas sufrieron la cárcel y la persecución por mantener una memoria diferente de los acontecimientos que terminaron con la República. Y si bien hemos avanzado mucho desde aquellos tétricos tiempos de la Dictadura, hemos de reconocer que todavía queda mucho trabajo cultural por hacer, para que la lucha de los represaliados tenga consecuencias en la narrativa histórica de nuestro país.

La guerra cultural de la clase dominante, falsificando los hechos que suceden a la sociedad histórica, tiene una clave importante en la política de la memoria que George Orwell resumía en su distopía titulada 1984: controlando el pasado, se controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado. Hemos de darle la vuelta a esa situación: si recuperamos nuestro pasado, podremos configurar nuestro futuro; y solo si conseguimos poder político podremos recuperar nuestro pasado. Quizás el mejor índice del actual desarrollo político republicano sea la Ley de Memoria Histórica Democrática que acaba de ser aprobada en el Congreso. Y esa ley todavía tiene que hacerse efectiva. Hemos avanzado mucho, pero las espadas están en alto. La lucha entre las clases es el motor de la historia.



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Miguel Manzanera Salavert


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