La pelea por la Asamblea Constituyente en Ecuador es emblemática de la profunda crisis del sistema de dominación en América Latina, donde se evidencia la quiebra del otrora casi incuestionable poderío imperial. Los anteriormente eficaces recursos de legitimación de los opresores han perdido vigencia minados por el saldo trágico de las políticas neoliberales y el criminal accionar belicista de Bush II, que unidos a la ola antiimperialista y a las nuevas experiencias alternativas de poder, han extendido una conciencia del pueblo como única fuente de soberanía.
Washington y las oligarquías ven su hegemonía desmoronarse mediante la exitosa inserción de las fuerzas populares en lo que era su reino: la democracia representativa, que ya no alcanza para preservar el status quo. Peor para ellos, tampoco pueden mantenerlo recurriendo a las antaño socorridas dictaduras militares, por que los ciudadanos ya no están dispuestos a aceptarlas ni la mayoría en los ejércitos es proclive a instaurarlas.
Lo que vemos en Quito es de mucho más calado que una aparente crisis al uso entre Ejecutivo y Legislativo. En el fondo se trata de que los pueblos de Ecuador, representados por Rafael Correa desde que fue electo presidente, se niegan a subordinarse a un Estado controlado por una ínfima elite que en desmedro inaudito de las grandes mayorías se limita a cautelar los intereses del capital transnacional y las prebendas que le granjea. Al llegar una opción popular al Ejecutivo, se hizo más visible la representación de la oligarquía en el Congreso, dominado por la derecha, pues Correa acertadamente decidió no presentar candidatos a una institución totalmente desprestigiada. Esta situación se ha hecho particularmente aguda en la última década cuando levantamientos populares han defenestrado a cuatro presidentes y expresado su repudio a la partidocracia encarnada en el parlamento unicameral.
La promesa central de campaña de Correa fue convocar, en cuanto asumiera el mandato, a una consulta popular que decidiera sobre la instalación de una Asamblea Constituyente con plenos poderes para redactar una nueva Constitución e introducir cambios radicales en el sistema político y social.
El visceral rechazo a esa consulta de los partidos oligárquicos representados en el Congreso y sus patadas de ahogado para impedirla con leguleyismos, chicanas y, de ser posible, hasta por la fuerza, obedece a que aquella recibirá el respaldo mayoritario en las urnas y a que con el nuevo estatuto electoral y la movilización ciudadana difícilmente logren predominar en la Constituyente.
Durante semanas un gran sector de legisladores ha batallado por impedir la convocatoria o condicionarla a sus términos mafiosos. A tal punto llegaron sus ataques al orden institucional y el terror mediático desencadenados para impedir esta prerrogativa constitucional del jefe de Estado y del Tribunal Supremo Electoral, que este se vio en la necesidad de decidir la sustitución y suspensión de derechos civiles por un año de 57 de ellos, más de la mitad del cuerpo de 100 integrantes.
Correa es acusado por ese grupo de obedecer las órdenes de Hugo Chávez, de dictador y, no podía faltar, de estar asesorado por cubanos. En los diez años precedentes el Congreso se ha convertido, este sí, en una tiranía que controla una porción significativa del aparato estatal y el reparto de canonjías. No ha podido ir más lejos y continuar las privatizaciones, aprobar el TLC con Estados Unidos o la subordinación al Plan Colombia por que los movimientos indígenas y populares se lo han impedido con su protesta en la calle.
Estas fuerzas cerraron el acceso a la poltrona al multimillonario bushista Novoa y eligieron al actual presidente, para con la Constituyente sentar las bases legales de sus demandas, hechas suyas por Correa: soberanía nacional, nacionalización de los recursos naturales, reforma agraria, derechos indígenas, subordinación al gasto social del pago de la deuda externa, renegociación de los contratos petroleros, no prórroga de la presencia estadunidense en la base de Manta, integración latinoamericana.
La toma de posesión de 21 de los diputados suplentes destraba por ahora la crisis institucional y es otra victoria de Correa pero sólo un episodio en una lucha, que como en Venezuela y Bolivia, va a ser larga y compleja pero con plausibles posibilidades de ganarse. Si la oligarquía persiste en jugar con fuego enfrentará en la calle a un pueblo unido y organizado.
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