En las sociedades ricas, también llamadas democráticas, los derechos humanos, civiles y políticos elevados a nivel constitucional en términos de compromiso de los mandatarios con sus gobernados, se han ampliado en sucesivas oleadas con el paso del tiempo. Podría decirse que los derechos y las libertades están por todas partes, junto con las obligaciones pensadas para restringirlos. Sin embargo, el problema de base es su endeblez originaria, ya que se trata de derechos otorgados graciosamente por el poder, lo que significa que no han han sido conquistados por la propia ciudadanía, quedando sometida a lo que una minoría, con entera libertad, decida sobre ellos. Incluso basta una ley política, de las que el gobernante de turno tiene la exclusividad, para dejarlos en el limbo, pese a su condición constitucional. A lo que cabe añadir que, entregada su valoración a las distintas ramas de la burocracia, pueden desmontarse con cualquier argumento ocasional y quedar sin efecto. Por citar algunos de esos derechos, tales como la igualdad ante la ley, la defensa de la privacidad y la intimidad, la propiedad privada, la protección de los consumidores, hoy prosperan si están bendecidos por el poder, en concordancia con los intereses doctrinales, en caso contrario, discretamente se ignoran. Otros, como el derecho al trabajo o a una vivienda digna, son utopías propias del paternalismo estatal del momento, que quiere y no puede, sin acabar de entender que en la sociedad capitalista la ciudadanía se tiene que estar a lo que manda el mercado y apearse de utopías y propaganda electoral. En cuanto a los demás derechos, simplemente se trata de cubrir el expediente para ir tirando.
Las distintas libertades está claro que ninguna puede existir plenamente en el cercado establecido por la doctrina, blindado por el mercado y la política. Cabe la libertad de creencia, porque se trata de algo personal en lo que el poder, pese a las doctrinas oficiales, apenas tiene campo de actuación, al estar situada en el marco de la conciencia personal. No sucede así con la libertad de educación y la libertad de expresión. En la primera, el catecismo político-económico, junto con la llamada socialización de las gentes, hace su labor al ritmo que marca la doctrina del momento. De la libertad de expresión, baste decir que se ha minorado el efecto censura tradicional, al menos aparentemente y con ese nombre, pero la ha reemplazado esa otra censura más avanzada que funciona a pleno rendimiento utilizando nuevos medios como son el odio, la desinformación, lo inconveniente y, como más efectivos, la represión penal, la descalificación y la condena al silencio, para aquello que en buena parte de lo que se considera inapropiado para la prosperidad del sistema capitalista. La libertad de información es un elemento a considerar en orden a la buena marcha de la libertad en general, pero también es clave para la manipulación de masas, de ahí que los oficiantes del capitalismo la hayan puesto a su servicio para que cuanto se facilite como conocimiento al auditorio sean doctrina en el fondo, filtraciones interesadas. globos sonda, publicidad de todo tipo y poco más. Contando con el apoyo de la propaganda gubernamental y, en general, política, adornada con el atributo de la verdad, las masas se limitan a creer ciegamente en todo lo que se ofrece; de ahí que la posibilidad de entregarse al análisis se vea considerablemente reducida. Para mayor blindaje, toda información que no se acompañe del sello de verdad oficial es desinformación, que se debe combatir hasta sus últimas consecuencias.
Junto a los derechos y las libertades establecidos formalmente en los países de la vanguardia capitalista, hay ejemplos de restricciones que vienen a ser parte de un último acto claramente diseñado. No dejaba de llamar la atención de los fieles siervos del sistema que, por un lado, hasta ahora se hablara de privacidad y, por otro, se vulnerara a cada paso con mayor o menor habilidad. Sin embargo, tal nivel de discreción parece que ya no se puede continuar manteniendo porque empiezan a estar claras las intenciones. Como se ha visto estos días en los medios, resulta que se habilita a determinados negocios para que recojan datos privados de los usuarios, sin que tal medida suponga menoscabo del derecho a la privacidad, porque así lo acuerdan los que mandan. Más allá de lo que se suele llamar la seguridad en interés de la ciudadanía —que realmente es el término empleado para justificar liquidar derechos y libertades—, el hecho objetivo es que obligar a exhibir datos personales —algunos carentes del menor sentido racional— permite dar una idea de por donde se circula y la dirección tomada. Cuando la privacidad deja de ser privada y es objeto de fiscalización pública, esto empieza a sonar, en base al ejemplo de actualidad y otros de análogas características, a deriva totalitaria al más viejo estilo. Probablemente el mercado global todavía no haya entrado en el fondo económico del asunto porque, cuando lo haga, la ya tocada economía de este país se verá más tocada todavía, pero, en este caso, en el negocio clave para su subsistencia.