Desde hace ya algunos años se ha establecido como parte del discurso “políticamente correcto” en todo el mundo hablar de la lucha contra la pobreza. Se presenta la iniciativa como algo loable, digno, altamente meritorio, con lo cual nadie podría estar en desacuerdo. Los más diversos sectores, desde gobiernos de derecha hasta el Vaticano, desde la Madre Teresa de Calcuta hasta los magnates de los listados de la revista Forbes, todos coinciden en que la pobreza es algo contra lo cual debe actuarse. Incluso el Banco Mundial, organismo que ha dado más que suficientes pruebas de servir sólo a los intereses de los grandes capitales del Norte en detrimento de las mayoritarias masas pauperizadas del Sur, levanta airado su voz contra este flagelo, y desde el año 2002 basa sus estrategias de asistencia a los países más necesitados en sus “Documentos de estrategia de lucha contra la pobreza”.
Podríamos estar tentados de creer que todo esto es cierto, que efectivamente hay, desde los poderes que rigen la marcha de la humanidad, una marcada preocupación por terminar con esta lacra de la pobreza. Pero: o bien la cuestión no está correctamente planteada, o bien no hay ningún interés real en cambiar nada. O peor aún (y esto pareciera lo más cercano a la verdad): la estructura misma del sistema social no permite en realidad esa lucha, porque es desde el inicio una lucha perdida.
Como siempre en las experiencias humanas no hay negros y blancos absolutos. La realidad es, en todo caso, mucho más multicolor, más plena de matices contradictorios, y por tanto, compleja. Habrá quien honestamente cree que se puede luchar contra este mal en sí mismo que representa la pobreza. Habrá –hablábamos de la Madre Teresa más arriba, por ejemplo– quien da sus mejores esfuerzos a través de acciones concretas creyendo firmemente que por medio de un voluntarismo a prueba de balas se pueden cambiar estructuras profundas; y en consecuencia no faltarán quienes trabajarán denodadamente para tapar algunos agujeros por aquí y por allá. Pero sabemos que la caridad, en cualquiera de sus variantes, no puede ir muy lejos: lo más que puede lograr es ser un bálsamo parcial en algunas situaciones puntuales. La pretendida “lucha” contra la pobreza no puede ser, por tanto, resolver algunos casos puntuales. La historia de la humanidad y de sus transformaciones profundas es algo más que una familia que se ganó la lotería y salió de su favela.
Buena parte de las acciones emprendidas para luchar contra la pobreza se engloban en esto: son actividades voluntaristas convencidas que es posible modificar procesos históricos a través de la buena acción, la “buena práctica”, como ha pasado a ser moda designarla. Y ahí está la caridad asistencialista dando sus limosnas toda vez que le sea posible. Lo curioso (o quizá, mejor dicho: patético) es que esa corriente, esa intervención contra la pobreza, nunca vemos que surja de grupos de pobres hacia otros pobres. Es siempre una ratificación de quién es el menesteroso –con su mano suplicante– y quién es el que, “desde arriba”, puede dejar caer una moneda. En otros términos: el circuito de la beneficencia no sirve, no puede servir jamás, para sacar de pobre a nadie. Sirve, en todo caso, para ratificar las diferencias, los lugares establecidos: es el señor respetable quien concede una gracia al pordiosero en la puerta de la iglesia, limosna con la que, sin ningún lugar a dudas, no cambiará la situación de base. Si el indigente levanta la voz y reclama el por qué de su histórica exclusión, inmediatamente pasa a ser un rebelde, un loco, un desadaptado, y ahí están las distintas instituciones preservadoras del “bien común” (policía, manicomio, escuadrones de la muerte) que se encargarán de neutralizarlo adecuadamente, o eliminarlo si fuera el caso.
Otro tanto sucede en términos de colectivos, de grandes grupos sociales: es impensable que un habitante del famélico Sur vaya a algún país europeo o a Estados Unidos para “ayudarle” a sus habitantes a salir de sus atolladeros por la actual crisis económica, mientras ya pasó a ser un lugar común que la población negra del África, por ejemplo, reciba alimentos arrojados desde un avión, o que en cualquier punto de la “exótica” Latinoamérica se encuentren trabajadores de alguna organización no gubernamental del Norte construyendo una escuela o ayudando a establecer un pozo de agua. Más allá de las reales buenas intenciones en juego, esos esfuerzos, con ya 50 años de venir haciéndose, nunca han sacado de la pobreza a nadie. Y en todo caso, si hubo modificaciones, no pasaron de ser ejemplos aislados, individuales. Las sociedades del Sur siguieron tan explotadas como siempre. Y vale aquí citar palabras de una dirigente indígena guatemalteca que, en medio de las democracias de baja intensidad que vive la región luego de las dictaduras de décadas pasadas y con planes neoliberales de empobrecimiento de las grandes mayorías, dijo con razón que “nunca tuvimos tantos derechos humanos como ahora, pero tampoco nunca tuvimos tanta hambre como ahora”. Ayuda a luchar contra la pobreza: sí. Pero si ese “pobrerío” va más allá de la dádiva y quiere ser dueño de su propio destino, si levanta la voz y quiere decidir por sí mismo, ahí están las fuerzas de seguridad, los marines, las picanas eléctricas.
Por tanto la caridad, en ninguna de sus variantes, es un camino válido para plantearse cambiar la pobreza en el mundo. Por cierto que sin la más mínima duda, la situación actual debe cambiar. Según datos de Naciones Unidas, hoy día en nuestro planeta 1.300 millones de personas viven con menos de un dólar diario (950 en Asia, 220 en África, y 110 en América Latina y el Caribe); hay 1.000 millones de analfabetos; 1.200 millones viven sin agua potable. El hambre sigue siendo la principal causa de muerte: come en promedio más carne roja un perrito hogareño del Norte que un habitante del Sur. En la sociedad de la información, ahora que pasó a ser una frase casi obligada aquello de “el internet está cambiando nuestras vidas”, la mitad de la población mundial está a no menos de una hora de marcha del teléfono más cercano y cerca de 1.000 millones están sin acceso, no ya a internet, sino a energía eléctrica. Hay alrededor de 200 millones de desempleados y ocho de cada diez trabajadores no gozan de protección adecuada y suficiente. Lacras como la esclavitud (¡esclavitud!, en pleno siglo XXI… se habla de casi 30 millones de personas a nivel global), la explotación infantil o el turismo sexual continúan siendo algo frecuente. El derecho sindical ha pasado a ser rémora del pasado. La situación de las mujeres trabajadoras es peor aún: además de todas las explotaciones mencionadas sufren más aún por su condición de género, siempre expuestas al acoso sexual, con más carga laboral (jornadas fuera y dentro de sus casas), eternamente desvalorizadas. Pero lo más trágico es que, según esos datos, puede verse que el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan los 1.000 millones de dólares –selecto grupo que cabe en un Boeing 747, rubiecitos, bien alimentados y seguramente también preocupados por esa “lucha contra la pobreza” para la que destinan algunos millones de dólares de sus fundaciones– supera el ingreso anual combinado de países en los que vive el 45% de la población mundial. Con esos datos en la mano no pueden caber dudas que la situación actual es tremendamente injusta y que la pobreza no tiene más explicación que la mala distribución de la riqueza. No es un destino instintivo, definitivamente. Y aunque Aristóteles Sócrates Onassis o Diego Armando Maradona hayan salido de pobres, eso no es la regla sino la más radical excepción.
La cuestión, entonces, pasa por ver cómo se combate ese flagelo de la pobreza. ¿Cómo se da esa lucha?
Ahí está la cuestión de fondo: la pobreza no es sino el síntoma visible de una situación de injusticia social de base. En ese sentido “pobreza” significa no ser capaz de controlar la propia vida, ser absolutamente vulnerable a la voluntad de otros, rebajarse para conseguir sus fines propios, empezando por el más elemental de sobrevivir. Junto a ello, la pobreza significa no tener la oportunidad de una vida mejor en el futuro, estar condenado a seguir siendo pobre, con lo que la vida no tiene mayor atractivo más allá de poder asegurar la animalesca sobrevivencia, si es que se logra.
Combatir contra la pobreza es un imposible, porque de entrada se está apuntando mal el objetivo. Llegó a decirse –tal como lo hizo algún sacerdote miembro de una organización caritativa de ayuda a los más pobres del mundo, la población en situación de pobreza extrema, los que viven con menos de un dólar diario– que “hay que despolitizar la lucha contra la pobreza”. Ello es imposible porque no hay lucha más política que ésta.
La pobreza no es sino la expresión descarnada de la injustica de fondo en que está basada nuestra sociedad planetaria. El capitalismo, en tanto sistema dominante, no quiere ni puede superar todo esto (y es obvio que no tiene la más mínima voluntad siquiera de planteárselo). Por tanto, luchar contra la pobreza en esos marcos no puede pasar de una –en el mejor de los casos– rimbombante declaración políticamente correcta, pero que no tiene la más remota posibilidad de transformarse en hechos concretos. Si alguna lucha es posible, aunque cueste horrores, es la lucha contra la injusticia. Aunque estos pasados años hayan sido de retroceso en esta lucha, aunque últimamente se hayan perdido derechos sociales conquistados con profundos combates durante los primeros años del siglo XX, aunque la represión y la derechización de los años 80 del pasado siglo aún están presentes y provocando miedo, la lucha sigue abierta. Pero no es la pobreza el objetivo final, como no lo podrían ser, por ejemplo, los niños de la calle, o la delincuencia juvenil. Esos son los síntomas visibles. La lucha ha sido y continúa siendo la lucha por la justicia.
mmcolussi@gmail.com