Todas las primarias medidas y exigencias acordadas por la OEA –de manera unánime- en relación con la crisis hondureña, para la vuelta de Zelaya a la presidencia, fueron burladas, esputadas y pisoteadas por Micheletti y sus partidarios. No hay duda, que el golpe ha quedado definitivamente legitimado por la incapacidad de un organismo internacional (bien sea la OEA o la ONU) para que se respete el normamiento constitucional de Honduras, violentado y usurpado por los golpistas. Sin embargo, por lo menos la mayoría de las representaciones diplomáticas estatales en la OEA y en la ONU sabían que el papel esencial en la gestión de conciliación dependía del gobierno de Estados Unidos. Sólo que el presidente Obama supo hacer uso de subterfugios y tardanzas para prolongar la crisis a favor de los golpistas y de los planes del imperialismo estadounidense. Y para esos subterfugios y tardanzas supieron observar con ojo clínico las posiciones reformistas del presidente depuesto, Manuel Zelaya. Por supuesto, que es necesario comprender, para no asumir críticas demoledoras o radicales contra el ex-mandatario de gobierno hondureño, señor Zelaya, que éste no es comunista y ni siquiera un socialista moderado, sino más bien un demócrata capitalista que con una mano gobernó a favor de la mayoría del pueblo y con la otra en provecho de la minoría oligárquica hondureña. No podía ni es correcto, desde el punto de vista revolucionario, exigirle más allá de esas fronteras políticas, económicas e ideológicas. El golpe de Estado en Honduras ha sido un experimento político, valiéndose de lo que ha sido el espacio y los gobiernos hondureños al servicio del imperialismo estadounidense, decidido y orientado por el gobierno de Barack Obama para calibrar reacciones en el continente americano como fundamento para intervenciones posteriores en aquellos países donde se ponga en peligro los intereses económicos y la supremacía de Estados Unidos en el mundo.
Cualquier analista político, haciendo uso o no de la metodología marxista, sabe que en Honduras se han dado ciertas condiciones de una situación prerrevolucionaria manifestadas por una importante reacción al golpe tanto en su interior como en el exterior y, especialmente, condenado por casi todos los gobiernos del planeta incluyendo –aunque de forma hipócrita y oportunista- al de Estados Unidos. Pero sabemos que ninguna situación prerrevolucionaria ni revolucionaria –por sí mismas- derrumba a un gobierno de derecha sea de democracia representativa, bonapartista o fascista. Otra cosa es una intervención armada de una o varias potencias imperialistas o de otra naturaleza sobre un país que carece de esa característica global. Y otra cosa es también la sublevación armada de un pueblo contra el gobierno que no desea le continúe gobernando y que ya éste, por otro lado, no pueda seguir gobernando como antes.
Sin que nadie lo entienda como una exigencia al presidente Manuel Zelaya, otra cosa hubiese sido si el derrocado se hubiera internado clandestinamente en Honduras: llamando a la rebelión de las masas desde las montañas o de cualquier otro lugar que no fuera de la Embajada de Brasil en Tegucigalpa. En primer lugar, debido al apoyo internacional al presidente depuesto y de rechazo al golpe, el gobierno de Estados Unidos hubiese metido su cuchara inmediatamente en búsqueda de una solución que no lo dejara tan mal parado pero, eso sí, exigiendo el inmediato regreso a la constitucionalidad y al hilo democrático burgués; en segundo lugar, miles de miles de hombres y mujeres hubiesen respondido al llamado paralizando el país de pies a cabeza aun cuando la represión de los golpistas no se hubiera hecho esperar; en tercer lugar, las organizaciones de izquierda y opuestas resueltamente al golpe se hubieran puesto a la cabeza de las masas en dirección al derrumbamiento de los usurpadores del poder; en cuarto lugar, las masas y sus organizaciones hubiesen hecho uso de recursos insurreccional que evidentemente el propio presidente depuesto, Manuel Zelaya, ha realizado llamados a no recurrir a ellos.
Un golpe de Estado que no sea inmediatamente derrotado por la acción de las masas en unidad con una buena parte de las fuerzas armadas, se estabiliza, empieza a legitimarse en un mundo donde los Estados son contradictorios, donde las clases pugnan por intereses opuestos, donde domina el imperialismo capitalista, donde los dos más poderosos organismos internacionales (ONU, OTAN), lo han demostrado, son vulnerados y hasta despreciados por los países imperialistas más poderosos del planeta, como lo han hecho los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra. En Honduras, sin ser afecto a la violencia por violencia, otro gallo cantaría si se hubiese producido un levantamiento armado contra los golpistas. El depuesto presidente Zelaya ya no tiene nada que hacer para volver a la Presidencia antes de las elecciones. Y si vota, con presión o no, más del setenta por ciento de la población en edad apta para ello, podríamos decir “adiós luz que te apagaste” y eso sería, entre otras cosas, un filoso cuchillo haciendo una larga y profunda herida en la garganta de la OEA y, además, de un verdadero rasguño en la piel de la ONU.
En Honduras se ha comprobado que aún siguen habiendo países o regiones que donde llega la voz del poderoso Estado imperialista estadounidense y manda a callar, se calla. Por cierto, el secretario general de la OEA reconoció ya ésta nada tiene que hacer en Honduras.