En términos políticos la actual sociedad venezolana está fracturada. Desde que inició la revolución bolivariana hace ya ocho años, en 1998, las aguas se partieron en forma terminante: por un lado la gran masa del “pobrerío”, los sectores humildes históricamente marginados que tienen en el conductor de este proceso, el presidente Hugo Chávez, su principal garantía, y por otro, los sectores medios y altos, horrorizados por la llegada de una propuesta popular que amenaza quitarle sus privilegios de siempre.
Pareciera también que esa diferencia tajante se mantiene en forma inconmovible en el tiempo: alrededor de un 60 % de la población en condiciones de votar está con la revolución, y alrededor de un 40 % la adversa. Esa tendencia se viene manteniendo desde hace ya años, y pareciera que estuviera casi institucionalizada.
El proceso que se vive en el país es de notoria mejoría para los sectores populares; aunque la situación económica general no beneficia sólo a ellos. La bonanza toca a todos. Ya van 13 trimestres ininterrumpidos de crecimiento firme y sostenido. Si bien todavía hay un desfase muy grande entre consumo y producción, el proyecto en marcha está sentando las bases para un genuino despegue del desarrollo nacional a largo plazo; la industrialización, la base energética, el autoabastecimiento alimentario y la red de infraestructura que se están montando son todas obras ya emprendidas y que empiezan a beneficiar a la totalidad de la población.
¿Por qué entonces hay un 38 % de electores que vota contra el proceso bolivariano? ¿Por qué, incluso, un 25 % se abstuvo en estas recién pasadas elecciones?
En ningún proceso político, nunca y en ningún lugar, la totalidad de la población puede estar a su favor en un cien por ciento. Las luchas de clases existen, y aunque durante los pasados años de neoliberalismo furioso no era habitual hablar de ellas, ahí siguen. “La historia no terminó”, para contradecir a Fukuyama. Por tanto, nunca un gobierno -más allá de las formales declaraciones por fuerza engañosas- puede gobernar realmente para todos. Algún sector siempre se beneficia en detrimento de otro; al menos hasta ahora esa ha sido la historia de la humanidad en las sociedades de clase.
En Venezuela se está empezando a retomar un ideario olvidado en estos últimos tiempos -el ideario socialista-; de ahí que no resulte extraño ver la sociedad dividida en una lucha feroz entre clases enfrentadas pero con la novedad que ahora esa división se hace evidente, toma forma política, tiene expresión conciente. ¿Acaso alguien dijo que eso ya se superó, que habían terminado los conflictos sociales, las irreconciliables contradicciones de clase? La revolución bolivariana y su líder no inventaron esa violencia de clase; en todo caso, ahora eso se deja ver con una claridad política ausente en décadas pasadas. Y la expresión de esa lucha de clases -descarnada, feroz- es esta sociedad polarizada que se vive hoy en el país. Pero sorprende que sea tan alto el porcentaje de población que adversa la revolución. ¿Hay un 38 % de “ricachones”, de oligarcas que tiemblan por el “avance del comunismo”? ¿Realmente son tantos?
Seguramente no. Como en cualquier país latinoamericano -o del mundo todo- los sectores acomodados son minoría. En los países de nuestra región sabemos que la concentración de riqueza es inaudita; de hecho es la zona del mundo donde las diferencias entre ricos y pobres son más bochornosas. ¿Y cómo entonces un porcentaje tan grande de población, pese a tener un nivel de consumo alto, a tener beneficios reales y palpables -las misiones son para todos, y según datos confiables hasta un 70 % de venezolanos utiliza, por ejemplo, el Mercal-, cómo es posible que tanta gente odie a las “hordas chavistas” y a su líder? ¿Cómo es posible ese odio social y racista tan acendrado que vemos con tan llamativa frecuencia en cualquier rincón del país? ¿Por qué tantas familias se han dividido entre “chavistas” y “antichavistas”? Porque claramente de eso se trata: la gran masa de la oposición -no hablamos de los oligarcas de estirpe, aquellos que usan jet privado, estudian en Harvard y tienen sus ahorros en cuentas secretas en Suiza-, sino aquella mayoría “clasemedia” que llena la plaza Altamira y vive (endeudada) gracias a las tarjetas de crédito, no tiene una sopesada posición política contra el actual gobierno y sus políticas: esos sectores, en todo caso, tienen un discurso visceral, irracional, puramente emotivo. ¿Son esos sectores -al fin y al cabo: trabajadores, gente que vive de un salario, o profesionales que no pueden estar más de dos meses sin trabajar- los que se verían perjudicados por la expropiación de sus latifundios? ¿Son esos sectores los que se perjudican porque se les impide sacar millones de dólares hacia el extranjero merced al actual control cambiario? ¿Son esas personas a las que se les confiscará sus mansiones con helipuerto o sus yates? Seguramente no. ¿Y de dónde toda esa población -que no es poca, por cierto- odia de esa manera insensata, loca, enfermiza, a los “negros”, a los “tierrúos”, a los “cerrícolas” que ahora comienzan a ser tenidos en cuenta por las políticas vigentes?
Todo esto sucede en muy buena medida -no nos atrevemos a decir que sólo por esto, pero sí en una exageradamente gran medida- porque existen medios de comunicación como Globovisión o Radio Caracas Televisión -RCTV-.
Según estudios serios de psicología social, hoy día aproximadamente el 85 % de lo que un adulto urbano término medio de cualquier parte del mundo sabe y opina en términos políticos proviene de lo que ha tomado de los medios de comunicación, la televisión en primer lugar. Como dijo el padre de la semiótica, el italiano Umberto Eco -que, sin lugar a dudas, sabía mucho de estas cuestiones-: “en el mundo moderno, quien maneje los medios de comunicación tendrá el poder”. Definitivamente no se equivocaba. El caso de Venezuela lo enseña de un modo patético.
Mucho, por no decir todo, lo que la clase media venezolana repite en forma casi enfermiza, sus temores viscerales al “avance del comunismo”, su racismo galopante, su falta de lógica en el análisis social, sus prejuicios más irreductibles, proceden en buena medida (85 % para ser más exactos, y es la encuestadora Gallup quien da ese dato) de los medios comerciales de televisión, básicamente Globovisión y RCTV.
¿Favorecen la democracia estos medios? ¿Estimulan la sana y constructiva discusión de ideas, el debate serio, la inteligencia? ¡En absoluto! En realidad funcionan como mecanismos perversos de desinformación, de intoxicación ideológica, de sedición, llamando continuamente a la violencia contrarrevolucionaria. Los 30 muertos del golpe de Estado del 2002 en buena medida son su producto, así como los 20.000 millones de dólares perdidos durante el paro petrolero. Para decirlo en forma categórica: estos medios son un atentado a la inteligencia y a la convivencia. Si a alguien sirven, no es a esa pobre masa manipulada que se saca a manifestar en Altamira y a la que aterrorizan con el “castrocomunismo en ciernes” que “quitará la patria potestad de los hijos”; sirve a estrategias políticas de grandes grupos de poder que necesitan “pueblo” para justificarse.
Definitivamente Venezuela sería distinta si esos medios de comunicación no estuvieran al aire envenenando las cabezas de mucha gente en forma cotidiana. Eso no significa que terminaría la lucha de clases; eso es otra cosa, por cierto. Pero el escenario político sería distinto.
En todo caso, ahora que la revolución salió fortalecida después de la contienda electoral, habrá que emprender una clara estrategia para vencer en esa lucha de clase. Si no vencen los sectores populares a quienes el actual gobierno encarna, entonces serán vencidos. Así de simple. Por lo que la lucha por la profundización del socialismo recién ahora comienza. El 3 de diciembre, como el mismo presidente Chávez lo manifestara, “no fue un punto de llegada sino un punto de partida”. Lo que queremos significar es que en esta guerra sin tregua que se vive en la Venezuela bolivariana, los canales televisivos Globovisión y RCTV son la encarnación más cabal -¡y peligrosa!- del enemigo de clase.
Si estamos en una virtual guerra social -el triunfo electoral fue apenas una batalla más; la lucha continúa. Washington no se rindió, ni tampoco la oligarquía nacional-, si la revolución puede empezar a profundizarse recién ahora, ¿por qué tener contemplaciones con estos declarados enemigos como son esos medios de comunicación? ¿Para evitar que se acuse a la revolución de dictadura que coarta la libertad de expresión? ¿Pero no se está permitiendo un peligroso caballo de Troya que puede costar más caro aún si se lo sigue tolerando?
En el año 2007 se vencen las concesiones de ambos medios. ¿No es hora de profundizar la revolución terminando con ese tumor que sigue actuando día a día? ¿Vale la pena renovarlas? ¿No sería más sano para el proceso revolucionario poner a consideración de la población -vía referéndum- qué hacer con las mismas?
No podría asegurarse en forma categórica, pero sin Globovisión y RCTV probablemente podría ser mucho menor al 38 % la cantidad de población confundida que ve en las mejores sociales de la revolución sólo “violencia comunista”. Por último, toda esa masa de venezolanas y venezolanos que lloró el domingo 3 de diciembre por la noche porque el “mico mandante” no se iba, es gente manipulada, confundida, amordazada, y no constituye el verdadero enemigo de la revolución. No renovar las licencias de estos medios, por último, puede ayudar en mucho a la revolución, y a la gobernabilidad. Puede ayudar, en definitiva, a los mismos venezolanos.
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