¡María Corina, María Corina! Te confieso que el primer día en que vi, cual jardinero del “Country Club”, sabía que tú y yo estábamos dados para grandes cosas. Y aunque siempre me viste como un fraude, yo sólo pensaba en esa disimulada sonrisa, en tu altivez de señora, de eso que tus amigas de la “high society”, llamaban la clase y refinamiento social, cada vez que se tomaban el té a la hora que el sol les permitía aquella sombra proveniente de las altas palmeras de ese inmenso jardín de tu casa. Por eso, siempre me dije: ¡No temas Javier! Llegará el día en que podrás declararle tu amor.
Y a partir de allí María Corina, por qué el destino ha sido tan incierto e implacable con nosotros, ¿por qué no me sumaste a tu amor, sino que preferiste entregarte en aquella numerología y ciencia estadística del “Pato Lucas”? ¡María Corina, María Corina! ¿Cuántas palabras has derrochado sin estar a mi lado desde el día en que las texturas de tus simétricas rodillas se pasearon por la Casa Blanca? ¡María Corina, María Corina! Cómo olvidar tus mensajes explanados hacía tus seguidores por ese megáfono, el mismo con el cual me llamabas desde la monumental puerta de tu casa para preguntarme si había regado las orquídeas, los girasoles y las rosas rojas y blancas, especialmente éstas últimas, con las cuales adornabas tu cabellera para combinarte el mismo blanco de tu exquisita ropa de Chanel, que año tras año, adquirías en las tiendas más selectas de Europa.
¡María Corina, María Corina! Me resulta difícil comprender una vez que te desprendiste de tu apellido y estado civil de casada, el cómo, si a través de mis ojos podías ver el significado de un hombre profundamente enamorado, preferiste aferrarte a esa imagen de mujer fuerte y arrogante, llena de energía, cual Evita Perón contemporánea, esperando convertirte en una fémina dirigente de masas, cuando ni siquiera habías podido conquistar el corazón de aquellas humildes mujeres que trabajaban en tu mansión, a las cuales tú les llamabas la servidumbre. No obstante, María, allí seguía yo, esperando que en uno de esos regresos tuyos manejando aquella imponente camioneta me dijeses de tus labios: ¡Javier, estoy sola! ¡Ven por mí! Aunque sea por hoy, necesito de tu compañía, de tu cariño, de tus besos.
¡María Corina, María Corina! Y el tiempo no pasó en vano, pues un día contemplando la majestuosa piscina que conformaba aquel escenario de riqueza y belleza que sólo podía compararse con el amor que sentía por ti, decidí abandonar todo aquello para que encontraras tu felicidad; pero el mundo entre ambos siguió pequeño, cuándo en aquella noche, cuando fuiste electa diputada, llegaste hasta el restaurant en el cual para ese entonces trabajaba, para celebrar con whisky, de ese que ustedes llaman “mayor de edad”, tu nuevo rol de servidora del pueblo. Y día tras día, ese sitio se convirtió en tu lugar preferido de “reuniones”, al punto que cada vez que llegabas, ya el maître en voz alta nos decía: ¡Ahí viene María! Pero de un día para otro dejaste de visitarnos, y cuándo intentamos averiguar las razones, algunas “malas lenguas” nos dijeron que un día quedaste fuera de “ranking”. La verdad eso jamás lo comprendí.
¡María Corina, María Corina! ¡Ya no puedo más! Ese contraste con el azul y el blanco te hace más hermosa. Por eso quiero al fin declararte mi amor. Si sientes dolor, estoy dispuesto a mitigarlo. Si sientes que fuiste vencida, quiero hacerte triunfadora. Si sientes que tu voluntad no es verdadera, déjame teñirla de certeza. Si dices que unas elecciones no fueron libres, déjame romperte las cadenas que te eligieron. Si dices que hay que “eliminar el miedo a la intimidación”, permíteme que ayude a quitártelo.
¡María Corina, María Corina! aunque lo niegues, yo soy el único que puede amarte, porque aún tengo para ti, un corazón rojo inmenso y lleno de amor.
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