1 ¿Cómo calificar lo que plantean algunos dirigentes de la oposición? ¿Acaso como una novedosa doctrina constitucional consistente en fijar, a capricho, el lapso del mandato presidencial? ¿Quién lo establece? ¿Quién precisa su duración? ¿La Constitución o la actitud política, personal o grupal, que se considera con derecho a hacerlo en base a la interpretación de un oscuro e impreciso sentir nacional?
2 Porque a Nicolás Maduro, presidente constitucional de la República Boli variana de Venezuela, electo democráticamente por la mayoría el 14 de abril de este año --de acuerdo a lo consagrado en la Carta Magna y leyes sobre la materia--, que apenas acaba de cumplir seis meses en el ejercicio del cargo, dirigentes de sectores de la oposición lo emplazan a que abandone la presidencia. No es cuento. Lo declaran, paladinamente, entre otros, el máximo líder de Primero Justicia, Julio Borges, quien afirmó en estos días: “El país no puede soportar más meses a Maduro en el poder”; la diputada independiente María Corina Machado, que dijo que “el objetivo del 8 de diciembre es la sustitución del gobierno” -es decir, que conforme a esta opinión, los próximos comicios municipales no son para elegir alcaldes y concejales, sino para definir el destino de la presidencia de la República--; otros, a su vez, no se atreven a abordar el tema por todo el cañón, y sesgan el petitorio, o lo edulcoran, como ocurre con la desafortunada declaración del gobernador Henry Falcón. Y hay, incluso, los que piden a Maduro que renuncie por “patriotismo” como lo hizo De Gaulle en un contexto diferente.
3 Con matices, la oposición adopta una conducta similar sobre el tema. Se trata de una concepción horizontal, de facto, convertida en doctrina. Que consiste en difundir la especie de que la duración del período constitucional no tiene que ver con lo que pauta la Constitución, sino con lo que cualquiera especula de acuerdo a la percepción personal que tenga de la situación. Es un sentimiento arraigado en la oposición contrario a la Constitución del 99, proveniente del desprecio hacia ésta, aceptada hoy por razones de conveniencia circunstancial. Igual sucedió a comienzo del período presidencial de Chávez, electo por abrumadora mayoría en 1998. Fue ese el inicio de un desconocimiento permanente por partes de la oposición del ordenamiento constitucional y las reglas de la democracia. Para ponerlo de otra manera: fue la entronización de lo que el chavismo caracteriza como “golpe de Estado permanente”. Que, en la práctica, desconoce todo vestigio de legalidad y acaba con rasgos esenciales de la democracia, como son, el respeto a los resultados electorales y la duración del período constitucional.
4 Para aquel entonces, la conjura comenzó promoviendo la salida del presidente. La consigna, “Chávez, ¡vete ya!”, se difundió profusamente y sirvió de estímulo al revanchismo de los desplazados del poder: puntofijistas nostálgicos, clase política tradicional, empresarios, jerarquía de la Iglesia y, por supuesto, el largo brazo del gobierno norteamericano. La campaña se tradujo en subversión. En una arremetida feroz contra las instituciones que explica el discurso de Carmona del 12-A y el decreto de disolución de los Poderes Públicos. La continuidad de esa conducta opositora durante los 15 años del proceso bolivariano, indica coherencia, perseverancia. Que el planteo es parte de una concepción de la subversión, mezcla de la defensa irracional de poderosos intereses, odio social, desprecio al pueblo, y una suerte de mesianismo que confiere a las elites atributos salvadores. De nuevo hoy se visibiliza esa tendencia, con definidos rasgos fascistas. Ya el blanco, obviamente, no es Chávez: es Maduro. Por eso se habla de salir de él ahora mismo. De saltarse las previsiones constitucionales. De desconocer el Estado de derecho. Y, en el colmo del paroxismo golpista, cobra cuerpo la tendencia a desafiar otra vez la realidad. Sin que importe la sangre que pueda correr. Ya lo hicieron el 15 y 16 de abril, cuando provocaron la muerte de varios venezolanos. Por eso nadie puede bajar la guardia en los actuales momentos, cuando la conjura retoma el curso trazado tiempo atrás, por cierto, única actividad en la que el liderazgo opositor es consecuente.