Hoy en día acepto que la llama arrogante de mi juventud ya no suele encabritar demasiado lejos el equilibrio de mis reflexiones sobre la espiritualidad y la verdadera existencia terrenal de Dios. Después que unas cuantas olas han llegado a mi orilla acepto que me hallo tranquilamente reconciliado con él, he encontrado suficientes señales de su existencia en muchos hombres que en su nombre diariamente luchan por las causas de los execrados de la historia y del merecimiento de aquellos que predican el disangelio (mala nueva) de las degeneraciones del vellocino.
Tan sólo un pequeño salto de cien años bastó para que los hoy sentados a la diestra de los ricos y poderosos se desentendieran del verdadero legado de aquel santo hombre y su buena nueva (evangelio). De las catacumbas tempranamente pasaron a regatear su parte del botín en el saqueo inmisericorde de los Imperios. A nombre de su incalificable apetito por el poder y su profundo miedo y aborrecimiento por la pobreza y los pobres, han sido capaces de santiguar o cometer los más sangrientos genocidios. Gracias al sufrimiento de aquel que terminó en la cruz han podido mantener encubierto y a puerta cerrada sus derrapadas y holgazanas existencias. Astutos como el mismo demonio que dicen combatir han entendido bien como execrar de sus vidas el trabajo manual. Precisamente gracias al árbol de la ciencia han encontrado la forma de mantener o aumentar la plusvalía del pecado original. En el estudio de la naturaleza humana han encontrado la mejor forma de mantener su reinado, de ahí que siempre han reclamado para sí el negocio de la educación, única manera de cerrar el paso a la luz y al revelamiento de sus contradicciones supersticiosas. Por algo todos los Imperios de la historia les han conferido la tarea de ser los gendarmes y los policías de la espiritualidad, de un dios extremadamente vengativo, omnipresente y todopoderoso.
Cómo no encontrar en las recientes palabras de la Conferencia Episcopal venezolana referentes similares en otras latitudes de nuestra Latinoamérica, donde verdaderos regímenes dictatoriales aplaudieron el comprado desinterés de la iglesia ante las aberraciones e injusticias cometidas. Cómo no encontrar en las palabras Lücker cierto morboso parecido con aquel “sacrosanto” capellán (Christian Von Wernich) de la policía de la provincia de Buenos Aires, el cual como todo devoto representante de su iglesia asistía de modo presuroso y responsable a dar auxilio espiritual (y así lograr involuntarias confesiones) a los infelices condenados que luego de ser torturados serían lanzados desde los helicópteros a las frías y congeladas aguas del Atlántico.
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