Los argentinos hablan de un tango malevo. Los buenos compositores de esa nacionalidad y hasta cantantes como Alberto Castillo y el propio Carlos Gardel, le dieron a la palabra la acepción de arrabalero. El tanguero malevo, que lo fue en esencia el primero de los nombrados, pese a su condición de egresado universitario, lo era por su tendencia a cantar o entonar sus tangos al estilo del barrio. En este sentido, la palabra que en el diccionario aparece como sinónimo de vulgar, adquiere un significado nuevo y hasta elevado. Por eso, ella aquí no tiene la intención de vulgarizar a Teodoro, que mal podría lograrlo, si lo echo hecho está, sino a destacar como cantó su estribillo de “renunciemos a las prestaciones laborales”, con el tono popular para garantizar su engaño, “saborizar” su trampa o anzuelo.
Durante años machucaron el estribillo. Hasta uno, que siempre ha sido desconfiado y predispuesto a no creerles, terminó bajeado por el vaho discursivo y de encargo de Teodoro. Y pese a que la vieja Ley del Trabajo de Caldera, era la pesada piedra a la cual atada estaba la vejez nuestra, optamos por callar porque, según los entendidos, era la variable fundamental que impedía el crecimiento económico y que los panes se multiplicasen. Los del IESA, que sin duda se las saben todas, aseguraron, con sus bolas de cristal entre las manos – ¡así de grandes las tienen!-, que modificar la Ley y establecer un nuevo cálculo de las prestaciones sociales de los trabajadores, significaría un salto espectacular en la vida de Venezuela. Bonanza, paz, empleo y aumento inusitado de la producción, serían las consecuencias que nos esperarían. La democracia gozaría de buena salud de aquí a la eternidad y haríamos del “capitalismo salvaje”, según el calificativo papal, un joven moderno y buenazo. Y contaban esa fábula con la misma firmeza y seguridad que ahora asumen para despotricar de Chávez.
Aquella anacrónica disposición laboral, según el sonsonete de los oráculos de la economía, domadores de dinosaurios, era un dique que contenía todo el deseo de invertir, crear y generar riquezas que caracteriza al empresariado criollo.
¡Y entró en escena Teodoro! Asumió aquel discurso y contribuyó a que, hasta los asalariados pensásemos que, en gran medida, culpables éramos de aquella peste que en época del segundo gobierno de Caldera Venezuela asolaba. Que era la misma peste negra que el capitalismo introdujo en el país con los primeros barcos españoles y que adecos y copeyanos cultivaron, bajo la protección del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y todos los agiotistas y mercachifles del mundo.
Los magnates de las mordidas, de los negocios fáciles y de los créditos blandos de la Venezuela Saudita, como los viejos políticos y la malévola clase sindical, no sumaban los puntos necesarios para solicitarle al trabajador aquel esfuerzo. Tampoco los técnicos, cuyas letanías sonaban a lección de ultratumba o de aulas olorosas a colonia y a mobiliario nuevo. Además los disturbios y alzamientos contra Pérez, la corrida vergonzosa de los banqueros -¡prominentes figuras y “dignos” depositarios de la moral del sistema!- , exigían un nuevo protagonismo. Y en esto llegó Teodoro y mandó a parar. ¡Basta ya que los trabajadores exploten a los creadores de riqueza!
¡No podemos permitir que una clase parasitaria se coma los recursos del país y de paso inhiba el deseo de invertir y las locas ganas de producir del sector empresarial!
A Teodoro Pekoff Malev, el legendario escapista de las cárceles adecas, lo atrajo el canto cibernético de sus antiguos adversarios. Modificar la Ley, prestando para ello, su ya desleído prestigio guerrillero y fama de que ¡con los ricos ni de vaina!, lo llevaría a Miraflores sobre los hombros de camisas abiertas y levitas.
Teodoro hoy solo se encuentra. En las cárceles de antaño y en la incomodidad de una concha clandestina, gozó de afectuosa y fraternal compañía. Pese a que él, como para consolarse, diga que si bien está muy mal entre viejos camaradas, goza del respeto de empresarios y la clase dirigente opositora.
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