Al hablar de los cambios revolucionarios que se están dando en nuestra América Latina, muchos teóricos (incluso amigos, por cierto, del proceso revolucionario) suelen diferenciar entre los procesos emancipatorios al de Venezuela. A su decir porque acá sería distinto o especial, porque contamos con un gobierno que deliberadamente apunta hacia el fortalecimiento del poder popular. Es decir, hacen caer una mácula que dejaría en el aire, bajo sospecha, la autonomía y genuino empuje de nuestros movimientos.
¿Acaso, nosotros, el pueblo venezolano y sus organizaciones revolucionarias, debemos andarnos con remordimientos porque, luego de décadas y décadas de luchas y revueltas, hemos logrado un gobierno que básicamente lo que hace es mandar obedeciendo, al reconocernos como sujetos políticos, potencializarnos, integrarnos, incluso interpelarnos por nuestros eventuales espasmos particularistas? ¿Acaso el liderazgo del presidente Chávez debe estar avergonzado por encabezar una nueva institucionalidad que lo que hace es completar la tarea que un pueblo alzado le encomienda cada día?
Acordemos entonces que luchas populares e institucionalidad no son necesariamente instancias contradictorias. Tan sólo recordemos cómo fue que se abrió el período de las luchas sociales de América Latina: luego de que Hugo Chávez ganara las elecciones en 1998, una cadena de presidentes que se reivindicaban aliados de los movimientos sociales alcanzaron el gobierno. Muchos de ellos lo lograron luego de un recorrido más o menos común, caracterizado finalmente por la acumulación electoral e institucional, en un clima de estabilidad política. Todos deben su llegada a la movilización social que puso en cuestionamiento no sólo a los gobiernos neoliberales, sino también al modo de dominación de la estructura social y todo su entramado institucional, y ese continúa siendo el signo de la lucha popular.
Hay quienes siguen creyendo que el poder es sinónimo de Estado y que es una especie de papa caliente que nadie verdaderamente libertario y emancipador quiere ejercer. Para ellos son una obviedad la cooptación, división, fragmentación de las que son automáticamente víctimas los movimientos populares que establecen alianzas institucionales, o que reciben subsidios gubernamentales, o que logran la regularización de sus derechos. Podemos decir que constituyen opciones blandas de poder, neutralidades inocuas que ensalzan la pureza de la “sociedad civil”; conviven con la enfermedad infantil del izquierdismo (Lenin dixit). Abonan el campo para ingenuos, remanso de virtudes resignadas.
Pero apuntemos a la pregunta que nos hace subrayar estos puntos. ¿Cómo es que la propuesta bolivariana de la comuna camina en pos de la construcción de una poderosa red de poder popular, desde el entendido de que creemos en la multitud?
Anotemos que acá en Venezuela la comuna es una propuesta en firme, en muchos casos una tangibilidad. Contamos, sí, con un Ministerio –que debería ser y estar integrado en mayor medida por la expresión concreta del movimiento real; es decir, ser más multitud que institución–. Si entendemos por comuna sólo una entidad geográfica y político-administrativa, pues estamos cercenando conceptualmente a la comuna como una simplificación geográfica y humana vacía de voluntad, identidad y, lo más importante, fuero creador. Si hoy en el proceso bolivariano hablamos de comuna, lo hacemos evocando luchas y posicionamientos que tienen más que ver con el territorio que con la tierra. Más con la movilización que con el asentamiento. Más con el intercambio que con el comercio. Más con lo común que con lo privado. Más de comuneros que de propietarios. Más de poder constituyente que de institucionalización de la revolución.
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