Las revoluciones son procesos con relativas aceleraciones en las dinámicas de transformación de las sociedades. En ellas, nuevas realidades materiales, derivadas principalmente del desarrollo técnico y científico, y nuevas formas de concebir la interacción de los componentes sociales entran en conflicto con segmentos importantes de las instituciones, códigos y costumbres vigentes.
En Venezuela se viene gestando una revolución de signo socialista cuyo hito bautismal puede considerarse la huelga petrolera de 1936, y que ha venido avanzando, estancándose o devolviéndose, como ocurrió con la caída de Pérez Jiménez y posteriormente, con los alzamientos de Carúpano y Puerto Cabello y la resistencia armada y guerrillera, pasando por los empujones del Caracazo y de las rebeliones militares del 92, hasta llegar al 6 de diciembre de 1998.
De ahí para acá, bajo el liderazgo de Chávez, hemos tenido un ritmo a mayor velocidad y sostenido en el proceso de construcción de la sociedad socialista con varios eventos relevantes: la aprobación en referéndum popular de la nueva constitución, aún con las taras que le dejó quien fungió como su manifiesto operador político, el mefistofélico Luis Miquilena; las leyes habilitantes del 2001, en especial la ley de tierras, que provocaron la ruptura inequívoca con la oligarquía, pues hasta ese momento conservaba la esperanza de que el Presidente era manipulable; la derrota de la contraofensiva de esa oligarquía nacional e internacional en el 2002 y 2003 y el consecuente avance en la recuperación, para campesinos, obreros y el Estado, de ingentes cantidades de tierra, de fábricas y de empresas; el mejoramiento de la calidad de vida para amplias capas sociales, incluyendo los sectores medios, con el incremento de la actividad productiva y la instauración de nuevas formas estatales para responder a las necesidades de la población, al margen de las instituciones heredadas de la anterior república, esclerosadas por el burocratismo; el rescate de la soberanía en las actividades del banco central; el cambio de rol de la fuerza armada, de ejército de ocupación e instrumento de opresión a ente liberador, ahora sí, consustanciado con los orígenes y con los supremos intereses de pueblo y patria; el reciente descenso de la inflación, al, por fin, ser golpeada buena parte de su componente especulativo con la promulgación y aplicación de la nueva ley de precios, preservando el poder adquisitivo de las mayorías.
Objetivo fundamental de nuestro proceso revolucionario es el empoderamiento del pueblo y de los instrumentos diseñados para ello, los consejos comunales y las comunas, pero especialmente de las unidades socio productivas que deben convertirse en las células básicas y prioritarias del nuevo tejido social, de la musculatura del estado socialista y comunero.
Aunque ya tenemos múltiples experiencias de ejercicios de administración de recursos por parte de organizaciones populares de base, y en la práctica se avanza entre aciertos y errores, nos falta mucho para que el pueblo ejerza el poder; pero no tenemos otra vía que nos conduzca a esa meta sino la revolución bolivariana y socialista en lo interno, y la acción de los revolucionarios en los países hermanos que convergen hacia el mismo objetivo. Sin embargo, tenemos que tener muy claro que nuestro proceso no ha llegado al punto de inflexión, al punto de no retorno. Todavía nuestro proceso no es indevolvible, como aseguró el devolvible aquel, pues somos víctimas de muchas carencias, resultadas más de debilidades nuestras que de las fuerzas del enemigo que no son pocas: a pesar de que ya se observan resquebrajaduras que anuncian su descomposición, conservan bastiones financieros, mediático-ideológicos y militares que, en su lucha por la permanencia, todavía son capaces de infligir terribles daños en la superficie global, incluyendo a los pueblos que habitan en los propios países hegemónicos y que también son víctimas de sus depredaciones.
Pero para nosotros son más temibles los peligros internos provenientes de la preeminencia de lo individual sobre lo colectivo en gran parte de nuestro pueblo, pero, sobre todo, en no pocos funcionarios; condición ideológica que se expresa en actos de corrupción, de nepotismo, de grupalismos y sectarismo y que genera gestiones de gobierno donde prolifera la ineficiencia, la desidia y la irresponsabilidad, cobijadas bajo un manto de impunidad. Esto es lo que genera la amenaza del estancamiento del proceso y mantendría abiertas las posibilidades de un regreso de la burguesía al gobierno. Y decimos “gobierno” y no “poder”, porque las fuerzas retrógradas todavía conservan amplias cuotas de poder dentro de nuestras fronteras, aunque no tanto como en los centros hegemónicos y sus zonas de influencia, y que se hacen evidentes al sintonizar uno de sus canales o al ojear uno de sus diarios donde despliegan con desfachatez sus agresiones, infundios y calumnias, y el que aún les siga algo más de la tercera parte de los venezolanos.
Todos sabemos que la sociedad venezolana está inmersa en una economía preeminentemente rentística, por el hecho de existir en nuestro subsuelo colosales yacimientos de materia orgánica que por sus usos es un elemento indispensable para el desempeño de la actual humanidad, lo que nos permite percibir una no despreciable tajada de la plusvalía que se genera en el mundo; participación esta que se incrementó como resultado de la iniciativa de Chávez en la reactivación de la OPEP y la consecuente recuperación de los precios, y que constituye nuestra más importante fortaleza y nuestra mayor debilidad. De allí obtenemos gran parte de los recursos para ir subsanando la deuda social, pero, por su naturaleza y cantidad, corroe las ataduras morales, los condicionamientos éticos, no solamente en la administración pública, (excremento del Diablo, lo llamó Pérez Alfonso) sino que toda la sociedad se hace vulnerable a lo que se ha venido llamando como “enfermedad holandesa” por haberse desatado a finales de los 50 y durante varias décadas, en aquel país una corrupción generalizada, producida por la gran masa monetaria que les entró de súbito a raíz de las enormes ganancias que obtuvo la Shell. En nuestra nación, este fenómeno se hizo crónico desde los mismos inicios de la producción petrolera, pero se agudiza en la medida en que los precios del crudo suben. La sociedad venezolana tiene el reto de tomar conciencia de que padecemos esta enfermedad y buscar las maneras para salir de ella, pues hay una buena noticia y es que la enfermedad holandesa tiene cura y Holanda posee actualmente un índice de corrupción relativamente muy reducido.
Pero si estas fallas pueden presentarse entre nosotros, teniendo, como tenemos, severos moldes ideológicos que repudian la corrupción, y siendo tan transparente el ejemplo del comandante y de la mayoría de los dirigentes bolivarianos que practican una probidad a toda prueba, cómo sería si el país cayese bajo las garras de un partido que simplemente nació con un robo a la PDVSA de la meritocracia. Cuáles serían sus controles éticos si pertenecen a la misma estirpe de los banqueros mafiosos y sus fraternos políticos que los rescatan.
En el improbable caso de que la derecha ganara las elecciones (la victoria del arañero, las encuestas la afirman, y las estructuras chavistas y la determinación popular la confirman) cuantas luchas tendríamos que librar para evitar que minimizaran las pensiones de los ancianos, que privatizaran y encarecieran los servicios públicos, para evitar que vendieran las empresas del Estado, incluyendo a la petrolera o para evitar que les volvieran a quitar las tierras a los campesinos. Pues ese es el nuevo destino a donde nos lleva su autobús del progreso al pretender quitarle la “r” a la palabra revolución y meterle subrepticiamente una “d”: devolvernos de nuevo a lamer la bota del imperialismo; que, de nuevo, vuelva a gobernar fedecámaras; que, de nuevo haya un veinte por ciento de analfabetas; que, de nuevo, la pobreza suba al 43 por ciento; que, de nuevo, suban las tasas de interés a un 28 por ciento; etc., etc.
Está claro que, como lo dice la canción, esa guagua va en reversa.