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Brisas del Mayei
En Vigirima, Guacara, Edo Carabobo, por la calle que sube hacia la montaña donde parece dormir plácidamente el indio Mayei, vive Wilson Saa, músico y pintor, de 49 años. Es un sector, llamado Los Cerritos, con una calle principal en pendiente que se aborda desde la carretera principal, empieza a subir, se bifurca y, finalmente, se vuelve abrazar más adelante, siempre bajo el señoreo del apacible aborigen, tendido boca arriba allá arriba. La caminata es una aventura de sudor corporal, vistas de paisajes, brisa…, “Brisas del Mayei”, como se llama el Consejo Comunal.
Después de percibirse la impresión de que el aire no puede ser más nítido, con pedazos de cielo azul-luminosos y retazos de carretera bruñidos por pasadas lluvias, se topa con la vivienda de Wilson, mirando hacia el sur de Vigirima. En el exterior, colgado en la pared, un cartel invita a hacerse un retrato o pintura; par de plantas ornamentales, límpidas y casi metálicas, custodian la entrada.
Wilson está al frente, artísticamente vestido, con chaquetilla colorida y pantalones como para un evento. Un llamativo reloj con tonos azulados le imprime un sesgo eléctrico a su apariencia. Está vestido como para una ocasión de trabajo artístico, viaje o visita. A sus espaldas, como a espaldas de su casa también, se extiende una vista larga de pendientes que siempre recordará que se está arriba, camino hacia la montaña. Le habían dicho que vendrían, que mirarían sus pinturas y oirían su música, y que, quizás, luego de darse a conocer un poquitín más, así le daría un pescozón a su suerte comercial, últimamente recesiva.
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Vacaciones vs disciplina
Es tiempo de vacaciones, de migración de la gente hacia las playas u otros destinos, encontrándose el lugar un poco solo. Agosto, mes de sol durísimo y de improvisados chaparrones, retrata a “Brisas del Mayei” con un aspecto silenciosamente bucólico. Pero Wilson, como acostumbra, se había levantado temprano y visitado a su madre, ubicada al cruzar la calle, y no se había ido a ningún lado. Tiene su rutina y la cumple, inclusive los fines de semana. Después del café maternal, vuelve al interior de su casa, a su taller, y allí se enfrasca con la marea de sus pasiones: pintar, cantar y componer música vallenata.
Se lo había dicho a su madre:
—Ma, tienes a un hijo atarugado de pasiones: con la música en la sangre y un montón de este mundo por pintar.
Wilson es funcionario público, guardaparques, destacado en la sede de INPARQUES del Parque Nacional San Esteban, en Vigirima, por allá camino hacia la Quinta Pimentel. Cuando él se dice que se enfrasca con sus pasiones en su casa luego de beber el café familiar, es haciendo la salvedad de su trabajo como guardaparques. Superado el oficio, se mete en su taller y allí puede sorprenderlo la madrugada con una pintura o la composición de algún tema musical. En la actualidad, por cierto, compone un trabajo de diez temas vallenatos… Pero, váyase por partes…
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Esperanzando
A las dos de la tarde el sol gotea plomo fundido sobre la pequeña comunidad. El aire se ve vaporoso sobre el pavimento. Wilson mira nuevamente pendiente abajo y, al comprobar que nadie viene por ahí, se mete al confortable interior de su casa. A pesar de estar relajado, la chaquetilla le hace brotar unas gotas sudorosas desde su cara. Toma agua. Regresa al frente de su casa de nuevo, como el que espera, pues, y acto seguido vuelve a meterse en la casa, pero esta vez con parsimonia, como si fuese él el visitante esperado. Así se le ocurre protagonizar la espera. Las paredes de la sala rebosan de pinturas, de encargos pendientes y de otros no tan pendientes, inconclusas historias de compra-venta jamás consumadas; de obras escogidas para sí, cuadros propios para el ornamento, y de vacíos en las paredes que recuerdan felices arreglos con sus patrocinadores.
Su pintura es franca, práctica, como suele ser el fruto de los autodidactas; sus motivos, bucólicos, domésticos. Un Sancocho humeante frente a unas mujeres de campo y una Pelea de gallos en medio de un patio familiar dan testimonio. Una Venta de cocos y verduras en un callejón rematan el tema.
Para Wilson el acto de pintar no puede darse el lujo de extenderse poéticamente mucho tiempo sobre un lienzo. No hay tanto tiempo de la vida real como para envejecer un lienzo con la prolongación de un tema. Debe coronar, ipso facto, como dice el dicho, procurar el sustento para la persistencia. La vida afuera avanza con su camión de necesidades; la vida por dentro, por más idealista que sea, debe ajustarse y pisar terreno. No gana gran cosa como guardaparques, aunque ser guardaparques suma bellezas a un corazón artístico como el suyo. Eso de proteger el planeta en oposición a la destrucción que ejercen otros es una acción de humanidad, propia de sensibilidades como la suya. Así que una pintura, un pedido, tienen un plazo, un costo y una necesitada cobranza a la hora de la entrega.
Una simple fotografía sirve a sus propósitos. Si un cliente pide un retrato, un paisaje, un detalle cotidiano, he allí que cumple él sin necesidad de desplazarse al sitio en busca de la inspiración. ¡Si tiene a Vigirima hasta los tuétanos estampada en el alma de tanto caminarla, de tanto saberla con su mismo oficio de funcionario público dilatado en los confines! No hay crimen en ello, sino pragmatismo: pintar prestamente con la técnica del acrílico le ayuda al propósito de ir al pan y carne de la vida. Como dice el filósofo griego: nada humano puede ser ajeno a un hombre. De manera que no sólo Vigirima, sino sus viajes y conocimiento, ilustran su capacidad de afrontar pedimentos. Por supuesto, como todo pintor, más allá del argumento de la inspiración, cuenta con íconos fijos de trabajo: un “Simón Bolívar”, un “José Antonio Páez”, un “Cristo”, una “Marina”, un “Molino”, un “Salto Ángel”, un “José Gregorio Hernández”, unas guacamayas y hasta un “Ávila” (Waraira Repano) conforman su repertorio.
El óleo, en cambio, lo pone a ir más despacio, más dilatado en el detalle, y a voluntad puede corregir, por ejemplo, los pómulos o sombras de un rostro. El óleo lo invita más al detenimiento y a la convención de lo artístico, esa infausta formalidad del arte por el arte que sueltan por ahí los teóricos de la estética. Ser pintor por necesidad, incluso pintando a veces cuadros oficiosamente apresurados, no desmerita jamás su inquietud expresiva. Una pintura en su pared habla de ello, una de esas que podría llamar suyas: expone a una Yegua en la sabana como intentando separarse del paisaje, infructuosamente, pintada ella con colores asincrónicos respecto del ambiente.
Después de contemplar un rato su trabajo, una pila acá de lienzos adivinados, otra por allá de lienzos más antiguos, además de la decoración de la pared, Wilson vuelve a la calle a hacer la inspección. Larga la vista cuesta abajo buscando movimiento. Promedian las 2:30 pm. Nada. Sin embargo, se dice así mismo que el visitante, cuando llegue, tendría que ver el agua, lo común en sus pinturas, elemento tan frecuente por dondequiera que viajare, por cierto. No hay casi pintura en su taller en que no ondule el agua. Y se pone también Wilson a pensar que, si no vienen, ya al respecto le habían ocurrido cosas similares, citas fallidas, horas en deshoras, algunas pérdidas. Por ejemplo, una vez se le “extravió” un desnudo en una de las tres exposiciones que ha realizado (dos en ateneos, Valencia y Maracay): alguien, pues, en alguna pared maracayera debía de tener en exhibición su mulata, sin ninguna retribución para su causa y esfuerzo. Otra vez, por intermedio de una actividad escolar, pintó al gobernador Lacava bajo la promesa de que conversaría personalmente con él. Pero hizo aguas el plan…
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Algunas cosas no resultan tan poéticas, pero marcan
Y hablando de cosas fallidas, por la hora, casi las tres, supuso el pintor que ya no vendrían. Camina un rato frente a su casa, bajando y subiendo la calle, inútilmente buscando frescor en la brisa. El cielo blanco, la montaña verde, la carretera solitaria y la novedad fallida de la cita lo pusieron algo a la defensiva ante la adversidad, hecho que, en un alma sensitiva como la suya, terminaría enviándolo al taller a refaccionarse con su arte. Pero no como pintor esta vez, sino como compositor para su canto de solista. Hasta piensa en visitar a su madre un rato antes de cerrar el capítulo, pero se abstiene al verse tan especialmente vestido. Sabe que se apenaría por él y los incumplimientos del mundo.
En la actualidad, Wilson trabaja en una composición de diez temas. Es vallenatero, venezolano, pero con genuina influencia colombiana. Su madre es portejadeña (Puerto Tejada, Departamento de Cauca, Colombia), tierra de confluencia de ríos, no muy lejana del mar. Es fama que el vallenato es de costa caribeña, norte colombiano, porque por allá primero ingresó al país el acordeón (su instrumento capital en la actualidad), procedente de Austria; mas, originariamente, se cantaba con una flauta de carrizo, una caja y un güiro o guacharaca, todos instrumentos nativos, africana la caja, indígena el güiro, de manera que ese ritmo tuvo que irse al sur del país a contagiar, especialmente a él quien, antes de vivir definitivamente en Venezuela, estudió allá la primaria, allá en Puerto Tejada.
Wilson regresa a su país natal (nació en San Diego, Carabobo) a los nueve años, pero allá en el Puerto Tejada maternal ocurrieron cosas que marcaron su semblanza. No obstante estar definido como vallenatero con estilo tradicional y comercial, con influencias de juglares como Alejo Durán, Juancho Polo Valencia y Emiliano Zuleta, del primer estilo, y Otto Serge y Rafael Ricardo, los hermanos Zuleta, Diomedes Díaz, Farid Ortiz, etc., del segundo; su recuerdo suele estacionarse en aquella “zona verde” de su infancia donde ganara su primer premio como cantante en ciernes. Se trataba de un terreno como un campo de fútbol cubierto de grama donde semanalmente realizaban eventos culturales. En esa ocasión le dieron un caldero por la interpretación de una canción romántica.
Después de entonces, a los siete años, cual gitano, el entusiasmo lo llevó a agremiarse con otros pelados para cantar de pueblo en pueblo (Nariño, Pasto, Palmira) y hasta en las unidades de transporte público. Su madre lo consintió en tales andanzas —recuerda con sesgo travieso—, pero a sus compañeros su padres los “cascaban” al llegar de la aventura. De cualquier modo, así ayudaban en la economía doméstica. Pero es hacia una canción de protesta que cantó a los siete años en el mismo lugar verde que su memoria lo toma de la mano y lo lleva con emblemática motivación: la inspiración en Alí Primera, venezolano, que se oía bastante en Puerto Tejada, lo llevó a componerle una canción al difunto Carlos Alberto Guzmán, líder comunitario que propulsó la invasión habitacional donde viviera su familia, asesinado oficialmente por tal razón. Hay, pues, rebelión en su espíritu, heredado del terruño de sus padres, Puerto Tejada, a propósito fundada en 1897 para “poner orden” en sediciones de la población negra y de los negros cimarrones refugiados en Monte Oscuro, en fortificados palenques.
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¿A quién le hace falta que un contrato si el pan brota de la tierra?
Sofocado por el sol en vez de refrescado por la montaña, Wilson cae en cuenta de que el impulso inicial de buscar frescor con semejante vestimenta fue motivado más por sus pensamientos que por la real necesidad corporal: el calor de agosto, de acuerdo con especialistas, ya supera el record establecido por julio 2023. En un mohín de sano amor propio, deseando quitarse la chaqueta y meterse consoladoramente en su casita, recontando sus logros como cantante (once trabajos discográficos, cien canciones, sus composiciones propias, el registro de su firma “Explosión Vallenata”, sus viajes), decide terminar la novela y no esperar a nadie, encaminándose a su vivienda. Tiene faena allá adentro. Están en curso sus composiciones y, si no fuesen suficiente consuelo creativo, están sus lienzos.
Se dice a sí mismo, además, que proviene de un hilo musical familiar. Su hermano Pablo William Núñez Saa, primer teniente, destacado en El Callao, estado Bolívar, es músico salsero y militar; un segundo pariente, Jimmie Saa, es también salsero; otro, David, es reguetonero. De hecho, camina Wilson oyendo las notas de “Cuéntame”, tema romántico que grabó en la Quinta Pimentel, de Vigirima, aparte de “Triste y confundido”, “Las Zulianitas”, etc., todas de hechura propia. Tiene, en fin, una obra que avanza con o sin apoyo de alguna autoridad política o de Estado, aunque a él le parezca legítimo y necesario que las instituciones den cobertura a las manifestaciones artísticas. Son las entidades especializadas en organizar los eventos de masa, ventanas hacia el enfoque social. En definitiva, es importante la promoción. Artistas como anacoretas, con una obra escondida entre montes y montañas, no tienen sentido si es que el arte está para hacer sinapsis emocional con la humanidad. Por ello a veces piensa con malestar en la oportunidad que perdió de entrevistarse con el gobernador, a quien habría deseado mostrarle su obra y justificarle el pedimento de alguna facilidad, pero, en su lugar, lo que hizo fue trabajar en su retrato con una esperanza finalmente ciega.
Su última contratación como músico solista fue hace dos años y medio, en Upata, estado Bolívar, bajo la firma “Explosión vallenata”, de los hermanos Saa. Allí la alcaldía, en un trabajo de promoción artística —¡como debe ser!—, le grabó su producción “Tributo a los grandes”, homenaje especial a sus viejos Juancho Polo Valencia, Diomedes Díaz, Farid Ortiz, Otto Serge y Rafael Ricardo, entre otros. Y ahora tiene entre manos composiciones listas para registrar en el Servicio Autónomo de Propiedad Intelectual (SAPI), se pregunta si la Alcaldía de su municipio, Guacara, estará dispuesta para darle una oportunidad de difusión, de contrato, de canto para su Vigirima amada, para las parroquias guacareñas, Yagua o Ciudad Alianza; o para otro municipio, como San Diego, por ejemplo, su pueblo natal.
A las tres en punto de la tarde, cuando alguien puede imaginar que el sol se puede tomar un descanso en su despiadado oficio, Wilson Saa, funcionario público en Vigirima, albañil ocasional, pintor y solista vallenatero, baja las escalera para entrar finalmente a su casa y despedir un día escrito con la letra de la espera, como tantos otros. Imagina su taller como un consuelo descomunal, acogedoramente sombrío y hasta frío, donde se desprendería lentamente de su atuendo, de su metálico cinturón, de su reloj eléctrico, de su máscara diurna… Pero lo inesperado, que hasta hace poco fue la espera misma, ocurre. ¡Dos figuras nítidas como el cielo revuelven el bajo horizonte de la calle, acercándose parsimoniosamente, una de ellas la de un amigo entrañable, William Guevara, quien orienta al que habrá de registrar todo lo dicho en este escrito.