En 1795 Napoleón derrotó a España, convirtiéndola en una nación satélite de Francia. En 1808, y con la anuencia de Godoy, hace que su lugarteniente Murat, con un ejército de 40.000 hombres invada España, so pretexto de hacerle la guerra a Portugal. El pueblo español está indignado. Fernando VII entra de lleno en un complot para derrocar a Godoy. La conspiración es develada. Murat llega a Madrid con su poderoso ejército y ordena a Fernando VII que salga inmediatamente para Bayona que el Emperador lo espera. Napoleón lo recibe en unión de sus padres.
Carlos IV apenas ve a su hijo, le dice a Napoleón en el colmo del furor: Vuestra Majestad no sabe lo que es tener quejas de un hijo...
Carlos IV: ¡Mal hijo! ¡Descastado!
Fernando VII: ¡Cornudo! ¡Desvergonzado!
María Luisa: ¡Bastardo!
Fernando VII: ¿Bastardo yo? Vamos, ramera, que de no tener la misma nariz de imbécil de mi padre, creería que como mi hermano, fuese hijo de Godoy.
El Emperador de los franceses envió prisionero a Fernando a Valencay, en donde permaneció cautivo hasta marzo de 1814, cuando vencido Napoleón regreso a sus dominios.
Rota la autoridad nacional española en 1808, con las abdicaciones de Fernando VII y Carlos IV, era lógico que el pueblo no estuviera de acuerdo con el poder francés que se implantaba, y que dio origen a la guerra de la Independencia. Mientras el pueblo y las fuerzas militares obstaculizaban el estado de cosas originado por Napoleón, los políticos –hombres de ideas, jurisconsultos y eclesiásticos-, con ese deseo, mezcla de heroísmo y ambición, que caracteriza a los hombres en las épocas turbias de la Historia, se reunían en la isla de León y en Cádiz (1810-1813) formando las Cortes que darían su mayor rendimiento en una Constitución, la de 1812, que ha sido la base de cuanto en política se ha hecho en España en todos los tiempos. Las Cortes se reunieron primero en la isla de León (San Fernando) y luego en Cádiz, mientras toda España estaba en poder de Napoleón y en Cádiz caían las bombas francesas; por eso fue esta ciudad baluarte de la independencia y cuna de la libertad. Las Cortes transforman la vida política: establecen la libertad de imprenta, crean un tribunal para los delitos de imprenta, suprimen el tormento de los acusados, y quedan abolidos los privilegios señoriales, las pruebas de nobleza para el ingreso en los colegios militares y la Inquisición.
Su obra más importante fue la Constitución del Doce, la primera que se da en España y en que prevalecen las ideas de los oradores y políticos liberales Muñoz Torrero, Argüelles, Antillón, Nicasio Gallego, Calatrava, Mejía y otros. Consigna que la soberanía reside en el pueblo; la división de los poderes (legislativo, ejecutivo y judicial); los derechos y deberes de los ciudadanos, etc.
Un hecho característico de las Cortes de Cádiz es el haberse reunido en ellas tanto españoles como americanos, pues comunes eran los problemas y bien podían serlo las soluciones. Algunos de aquellos diputados han pasado a la historia por sus dotes oratorias o por su labor política: el conde Toreno, Argüelles, Muñoz Torrero y los americanos, Mejía, Guridi Alcocer, Larrazábal, Castillo y Gordoa. El 19 de marzo de 1812 se proclamó la nueva Constitución en la que habían prevalecido las ideas de oradores y políticos liberales. Tal vez éste haya sido el motivo por el que tanto a la Constitución como a las Cortes se las considera, según el momento político, como una obra nefasta o como una magnifica renovación. Las Cortes de Cádiz rompían las más viejas instituciones españolas, los privilegios de la nobleza y acababan con la Inquisición.
Mientras los españoles sacrificaban sus vidas en el altar del “Deseado”, él pasaba un dulce cautiverio en Valencay, sólo amargado por el miedo a perder la vida. Napoleón le rodeo de comodidades y de distracciones. Uno de sus entretenimientos era bordar, lo que hacía primorosamente, y en estas labores de aguja, impropias de su sexo. Todo su afán consistió en mostrarse el más sumiso y ferviente admirador del césar francés. Escribe pordioseándole que le dé por esposa una sobrina, y le felicita por los triunfos conseguidos por las tropas francesas contra las españolas. A Talleyrand, que velaba su custodia, le llamaba primo, halago repugnante, que le hizo decir: “Procurad hacer comprender... que esto es ridículo, y que me debe llamar simplemente señor”.
La obstinada actitud de los españoles en defender la integridad nacional y el trono de el “Deseado” y los tremendos reveses sufridos por Napoleón en las heladas estepas de Rusia, obligaron a éste a entenderse con Fernando para quedar libre de los asuntos de España, concertando el Tratado de Valencay, por el cual Fernando VII abandonaba su dulce cautiverio, recobraba la libertad y la corona y comprometíase a que las tropas inglesas no permanecerían en la Península después de la salida de los franceses.
Fernando pisaba tierra española el 22 de marzo del año 1814, y llegado a Valencia expidió el decreto de 4 de mayo por el que declaraba nula y sin ningún efecto la Constitución en la que el liberalismo español había puesto sus esperanzas y todos los demás actos legislativos de las Cortes, El rey estaba apoyado por el general Elio, que hizo jurar a la oficialidad del Ejército, el sostener al rey en la plenitud de sus derechos, esto es, en el absolutismo. Era el primer pronunciamiento militar del siglo XIX. Para darle más fuerza a su juramento, los oficiales gritaron: ¡Viva el rey! ¡Muera el que así no piense! También el clero pidió la restauración de la Inquisición e instauración del régimen absoluto. El general Eguía fue nombrado gobernador de Castilla y en seguida detuvo a los diputados y a las personalidades liberales. El día 11 se publicó el decretó restableciendo el antiguo régimen, con sus Secretarías de despacho, sus Consejos, etc., mientras ciertas masas del bajo pueblo gritaban: ¡Muera la libertad y viva Fernando VII! ¡Viva la Inquisición! Fernando declaró nulo y de ningún valor todo lo hecho durante su ausencia; disolvió las Cortes, encarceló a los regentes Agar y Ciscar y a los diputados que más se habían distinguido por su amor a la libertad: Argüelles, Muñoz Torrero, Martínez de la Rosa, Calatrava, etc. Fernando “el Deseado” entró solemnemente en Madrid, entre vítores y jubilo extraordinario, e inauguró la era de las persecuciones.
A don Agustín Argüelles se le condenó a ocho años de presidio en Ceuta; a don José María Calatrava a otros ocho en Melilla; a don Diego Muñoz Torrero y a don Antonio Larrazábal a seis cada uno en un monasterio; a don Juan Nicasio Gallego, a cuatro en la Cartuja de Jerez; a don Manuel García Herreros, a ocho en el presidio de Alhucemas, y a otros ocho, en el Peñón, a don Francisco Martínez de la Rosa y a don José Canga Argüelles en el de Peñíscola; al conde de Toreno, que se había expatriado, se le condenó a la pena capital; a don Mariano Villanueva a seis años en uno de los presidios de África, por haber publicado un artículo en El Universal de Madrid, el general Mina, y otros son perseguido sin cuartel.
El trienio constitucional abarca de 1820 a 1823. El malestar producido por la política del rey y de su camarilla origino varias sublevaciones que fracasaron, pero triunfó la de 1820, que se conoce vulgarmente por la sublevación de Riego. El ejército en las cercanías de Cádiz, destinado para marchar a América con el fin de intentar aplastar el movimiento separatista o de independencia de las colonias, se sublevó el 1º de enero a las órdenes del comandante Riego, en Cabezas de San Juan, proclamando la Constitución de 1812. La rebelión se propagó a varias ciudades: La Coruña, Barcelona, Pamplona, Cádiz y Madrid, donde los motines callejeros desconcertaron al monarca y a sus ministros. El conde de Bisbal se sublevó al frente de las tropas que le había confiado el gobierno para sofocar el movimiento y el general Ballesteros, llamado por el gobierno para dirigir las tropas leales, le secundó. El rey se resignó a jurar la Constitución del Doce y publicó un manifiesto (10-03-1820) en el que decía: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”, famosas palabras que retratan el dolor y el perjurio. Formose el primer ministerio constitucional, presidido por Argüelles, integrado por doceañistas ilustres y algunos pasaron al cargo desde los presidios en que cumplían sus injustas condenas. El rey, que nunca acató con sinceridad el régimen constitucional, llamaba a sus ministros “los presidiarios”.
Estos ministerios, como los presididos por Felíu, Martínez de la Rosa, Bardají, y el de don Evaristo San Miguel, trataron de acreditar el gobierno constitucional, pero se encontraron obstaculizados por las pasiones políticas de los propios liberales, que se dividieron en moderados y progresistas o exaltados. Aparecieron nuevas sociedades secretas: la de los comuneros, a cuyo frente se hallaba Riego, la de los carbonarios, y ciertas Sociedades patrióticas modeladas al estilo de los clubs de la Revolución francesa, etc. La oratoria, la poesía, los himnos, como el de Riego y el Trágala, y periódicos nacidos al amparo de la libertad de imprenta, eran los medios de propaganda de aquellos políticos. Realmente el régimen constitucional no tenía arraigo en las masas populares, acostumbradas a una tiranía secular, y la minoría directiva no entendía bien lo que debía ser el régimen. La educación política no se improvisa, se hace lentamente, como los buenos vinos. La más grave dificultad que tuvieron los constitucionales fue la resistencia de las oligarquías y de los absolutistas, que derramaban dinero en conjuras anticonstitucionales, y levantaban partidas que se titulaban Ejércitos de la Fe que promovían la anarquía en el país; trataban despectivamente a sus ministros, derrumbaba gobiernos y se negaban a firmar los proyectos votados por las Cortes; ayudaban a establecer en Seo de Urgel la Regencia suprema de España, y pedían auxilio a los gobiernos extranjeros. (Cualquier similitud de Venezuela es pura casualidad)
El 7 de julio de 1822 se sublevaron los batallones de la Guardia Real que estaban en el Pardo y entraron en Madrid vitoreando al rey absoluto, pero fueron rápidamente vencidos. Durante el periodo constitucional se convocaron Cortes que legislaron; se estableció el Tribunal Supremo; la libertad de imprenta y el funcionamiento de los Ayuntamientos y Audiencias; se abolió la Inquisición y se acordó la disolución de las Órdenes religiosas. Las disposiciones anticlericales perjudicaron mucho al gobierno.
En 1822 se reunieron en Verona los monarcas y ministros que formaban la Santa Alianza y acordaron prestar el auxilio que reclamaba Fernando VII, a pesar de la oposición de Inglaterra, que se separó de la Santa Alianza. Se pedía la abolición de la Constitución, lo que fue rechazado por el gobierno, que se preparó para iniciar la guerra. Luis XVIII de Francia envió a su sobrino el duque de Angulema con los cien mil hijos de San Luis, que atravesaron la frontera y encontraron por todas partes la ayuda del clero y de los realistas: la invasión se convirtió en un paseo militar.
La llamada ominosa década va de 1823 a 1833. El día 1º de octubre Fernando pasó al campamento francés y dictó un decreto declarando nulos todos los actos del gobierno constitucional, todo lo hecho durante “los tres mal llamados años” y haciendo promesas que no eran sinceras. El rey careció de la ecuanimidad necesaria para consolidar su triunfo y desarrolló una política represiva ayudado de sus ministros Sáez y Calomarde. Las Comisiones militares y las Juntas de Fe iniciaron, una era de crímenes jurídicos, de asesinatos, y proscripciones (alcanzaron a 100.000 personas), que desdoran los anales de la desventurarada España.
“El régimen absoluto comenzó. Los liberales eran perseguidos como fieras feroces...” “Ciento doce personas fueron ahorcadas y fusiladas en dieciocho días, entre ellas algunos jóvenes de 16 años.” El general Riego fue arrastrado por las calles de Madrid dentro de un serón tirado por un jumento y luego ahorcado y descuartizado en la plaza de la Cebada, ante una muchedumbre que le había acompañado con insultos, entre vivas al rey absoluto; sus restos fueron repartidos por varias localidades de España. Fernando “el Deseado” hizo su entrada en Madrid en un coche tirado por 24 jóvenes, entre el entusiasmo de la muchedumbre. El pueblo que un día vitoreó hasta la exasperación a Riego y proclamaba enardecido la Constitución, que había llamado al rey Narizota y Cara de pastel, ahora gritaba: “¡Vivan las caenas! ¡Mueran los liberales! ¡Viva el rey absoluto!”.
Con muy pocas excepciones, todos los historiadores españoles juzgan con severidad a Fernando VII, tanto en lo político como en lo personal. “el Bellaco sucedió al imbécil”, escribe sobre Fernando VII, Salvador de Madariaga. Considera a este rey como el más despreciable que ha tenido España. Como de menguada condición moral lo califica Altamira. “Era un hombre vengativo, fríamente y cruel, desleal, ingrato y exento de escrúpulos.” Desde su niñez fue reservado y frío, insensible a todo afecto, incluso al de su padre. De instintos crueles, en su corazón no tuvo cabida la clemencia. De pocas palabras, a sus labios nunca asomaba la risa y raras veces la verdad; pecaba de receloso y de falso y taimado. En el proceso del Escorial reveló su falta de carácter y felonía, delatando a sus amigos y consejeros como culpables. Un escritor adverso al séptimo Fernando, lo describía como “un solapado mozo destinado a ser el más funesto e ineficaz de los Borbones”. (Observación de Ballesteros) El mismo autor lo hace culpable de la pérdida de las colonias americanas, del atraso en que se sumió España y de la pérdida definitiva de su papel de potencia de primer orden.
Fernando VII, era de temperamento distinto, fue tan indigno como su abúlico padre, Carlos IV. Mientras los guerrilleros españoles mueren heroicamente dando vivas a su nombre, Fernando VII le envía a Napoleón sus parabienes, por los triunfos obtenidos por sus tropas luchando contra los españoles. Al rey José, el hermano de Napoleón, le escribe para felicitarlo por su advenimiento al trono que le correspondía y por cuya legitimización se mata el pueblo. Así mismo le pide a Luciano Bonaparte, casado con la hija de unos hoteleros, la mano de su hija Lolotte. La cobardía fue el defecto capital de Fernando VII. Al principio le tuvo miedo a Godoy, luego a Napoleón y por último a los liberales. La cobardía producía en Fernando otro defecto: el doblez. El rey chispero, como lo llamaban, acariciaba a sus víctimas antes de condenarlas. Como inteligente, fue el de mayor entendimiento de los Borbones españoles, aunque no tuvo la suficiente visión política para darse cuenta de que en el mundo se imponía otra forma de gobernar. Su temperamento despótico y sanguinario se cerró peligrosamente contra las exigencias de constitucionalidad que el pueblo y el ejército le pedían. Volvió a implantar la Inquisición, abolida por Napoleón. Encarceló, asesinó y torturó a los promotores de las ideas liberales. Los intelectuales más prominentes de su época son sus enemigos, muchos de ellos van a parar a los presidios de Ceuta. Se reúne por el contrario con los individuos de más baja estofa, tanto intelectual como moral.
Era Fernando VII –anota Ballesteros- de mediana estatura, cara larga y pronunciadas facciones que le merecieron el nombre de Narizotas y Cara de Pastel. Su trato era amable y de mucha gracia su conversación. Era chistoso por vocación y aptitud, burlón e irreverente. Se burló a carcajadas batientes de la Universidad de Salamanca, porque le dieron el Doctor Honoris Causa a su tío, el cretino de Don Antonio. Desde entonces, nunca se refirió a Don Antonio sin llamarlo “mi tío el doctor”. Detestaba a los intelectuales y a la etiqueta palaciega... Solía deambular sin escolta por las calles de Madrid. Los lupanares y bajos fondos son sus terrenos de caza. Sus rondas nocturnas suelen terminar en casas de mala muerte. Por eso el pueblo, a pesar de ser un rey universalmente aborrecido, lo quería como quiso a su hija, la no menos deplorable Isabel II. Su gobierno, fue todavía más desastroso que el de su padre Carlos IV. Jamás hubo en España una política interna más desacertada y ruinosa que la que practicó este rey. Las cárceles y el asesinato se tragaron a sus enemigos políticos; por su escasa visión le restó importancia a la revolución americana y por la misma razón provocó las guerras carlistas que asolarían a España después de su muerte.
Cuatro reinas se sucedieron en el trono de España como mujeres de Fernando VII. Las tres primeras murieron sin dejarle sucesión. En 1829, ya viejo y enfermo, casa con su sobrina María Cristina de Nápoles, dulce y hermosa mujer que ejerce una acción positiva y emblandecedora sobre el terrible monarca. El Rey, hasta entonces partidario armado del absolutismo, se transforma en liberal. Sus entusiastas partidarios se preguntan qué ha pasado y se agolpan alrededor de su hermano, el Infante Don Carlos. En 1832, se enferma de una fuerte gripe, de la cual no se recupera hasta su muerte. Tenía cuarenta y nueve años cuando murió. Sus dos últimos años están poseídos por la melancolía. Pide perdón a todos el rey “absoluto”, sufre de extrañas crisis letárgicas donde se le da por muerto; incurre frecuentemente en contradicciones políticas, como en nombrar y desheredar, en cuestión de meses, a su hermano Carlos, como sucesor. Está anonadado y abatido. Le dice a María Cristina, su mujer, que jamás recibió socorros que no vinieran de sus manos: “os debo los consuelos de mi aflicción y los alivios de mis dolencias... vuestras palabras son lenitivos a mi dolor”. El malestar del rey data de 1828; en aquella época se le veía en mal estado de salud y achacoso. En 1829, a raíz de la muerte de su tercera esposa, María Amalia de Sajonia, aumentó su decadencia y abatimiento. En septiembre de ese mismo año, tuvo un desvanecimiento y permaneció sin sentido varias horas.
De ahí en adelante, hasta su muerte acaecida en 1833, la tristeza será su eterna compañera. “Acabó así este reinado tormentoso, como pocos hay en los anales de las naciones. En ninguno hubo tantos trastornos, en ninguno se cometieron más excesos, en ninguno se derramó tanta sangre en los combates”.
Por todos los hechos presentados nos sentimos inclinados a diagnosticar al último Fernando como una personalidad anormal. Sus excesos, crueldad, inteligencia, suspicacia y rencor, hablan a favor de caracterología paranoide. Los últimos años de su vida están signados por la melancolía. Se observa en su postración y tristeza manifiesta, en sus autorreproches y en su mismo endulzamiento. En Fernando VII, la sicopatía ciclotímica que en su padre Carlos IV adopta la sintomatología abúlica, adopta en el Rey el tono hipertímico, como se ve en su gran energía, su sensualidad estrepitosa su humor chispeante y versátil.
En su hija Isabel II (tatarabuela del actual rey de España) continuará la ciclotimia de la familia. No será cruel, ni sanguinaria como su padre, será sólo sensual, alegre y desvergonzada como su abuela María Luisa de Parma.
En 1847 en una revista europea de la época, aparece un comentario dedicado a España que dice:
Gran escándalo en la Corte. La joven reina Isabel, a quien el viejo rey (Luis Felipe de Francia) ha impuesto como esposo a un ser sin virilidad, trata de compensarse con amantes vigorosos, y como sus ministros no la autorizan para ello amenaza con abdicar. Las cajas del Estado están vacías, cuadrillas de bandidos recorren el país, el comercio y los negocios sufren un marasmo. ¿Cuánto tiempo se dejará maltratar aún el pueblo español por los Borbones?
Para dar una idea de los extremos a que se llegó en la persecución de los hombres que no se mostraban adictos al régimen absolutista, vamos a transcribir los siguientes párrafos del historiador don Modesto La Fuente a este respecto: “Hoy casi no se concibe, y, aunque se trata de hechos que, históricamente hablando, puede decirse que pasaron ayer, cuesta trabajo persuadirse de que se formaran procesos y se fulminaran sentencias sobre motivos de fundamentos tan livianos como los que sucedieron”.
Salud Camaradas.
Hasta la Victoria Siempre.
Patria. Socialismo o Muerte.
¡Venceremos!
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