Así lo hayan barnizado con esmalte de congresismo, lo ocurrido en la hermana República del Paraguay fue un vulgar golpe de Estado. Al menos, así lo vemos quienes estamos muy cerca del mar Caribe, los mismos que desde el 11 de abril de 2002 dormimos con los dos ojos abiertos y los puños en guardia máxima.
El imperio y sus lacayos supieron jugársela en Asunción. Fernando Lugo fue rodeado por “propios” y extraños, prácticamente desde que inició su mandato, en 2008. Nunca pudo zafarse del anillo enemigo que lo inmovilizó en procura de ensanchar los senderos por una amplia organización popular que defendiera su gestión cuando las circunstancias así lo exigieran. Hay quienes, incluso, osan afirmar que el propio sacerdote adoleció de agallas para promover ese escenario. No lo sabemos, pero…
El derrocamiento “institucional” del mandatario parece dejar algo en claro: es muy frágil el chinchorro sobre el cual reposa la democracia paraguaya. El fantasma del dictador Alfredo Stroessner (1912-2006) parece deambular por la nación a la que estranguló durante 35 años, hasta 1989. El saldo a favor de los derechos humanos en ese país del Sur no parece estar en azul precisamente.
La derrota al ensayo imperial propinado en Venezuela hace 10 años
alimentó la imaginación de los trogloditas del Norte. Luego de salir a
punta de patadas, por entonces, de nuestra tierra, en la Honduras de
2009 se topó con algo de resistencia popular y no dispuesto a calársela
más, dio inicio a matices que procuran quiebres insurreccionales cada
vez más “pacíficos”. Ecuador y Rafael Correa también probaron una
cucharada de esa medicina, en 2010.
Por ahora, el tío Sam parece haber anotado gol de penal en la cancha del
general Francisco Solano López. Habrá que esperar. No niego que deseo
con enorme fervor que Paraguay coloque en su portería a alguien como
Diego Armando Maradona y que, de esa manera, también disfrute de su
propio 13 de abril.
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