Los problemas de asistencia social estatal dirigidos a los pobres (construcción de viviendas de interés social, programas alimentarios, entre otros) no son ninguna novedad en la Latinoamérica del Siglo XXI; en diversos países existen desde los años 60 ó 70 (Chile, Argentina, Brasil, Costa Rica, Venezuela, Guatemala, entre otros), planteamientos que han abordado el tema desde diversas perspectivas ideológicas y de Gobierno. Tampoco es una novedad los programas de desarrollo orientados a los pobres y el fomento de grupos de autoayuda a través de organizaciones de asistencia social extranjeras no gubernamentales pueden ser evaluados también como una forma de políticas sociales selectiva y enfocada en la población pobre como grupo-meta.
Lo que sí es nuevo es la estrecha vinculación de las estrategias orientadas a grupos-meta con la política económica de ajustes estructurales y su supeditación funcional a esa política. En este sentido, por lo general, las estrategias político-sociales selectivas para la lucha contra la pobreza son evaluadas como compensaciones sociales a un ajuste estructural considerado como necesario. Es más, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, facilitan recursos adicionales para promover medidas sociales de amortiguación destinadas a aliviar la pobreza. Esto lleva a, en el caso de las acciones de Estados de carácter nacionalista y democráticos, proponer políticas sociales que el Estado concentra en programas de asistencia social que “amortigüe” la franca condición de deterioro del nivel de vida de los pobres, mientras que el sistema estatal de seguridad social, así como el sistema educativo y el de salud pública, podrían ser privatizados en gran medida. El Estado, que debe velar por los intereses del colectivo, es duramente cuestionado por el neoliberalismo que esgrime que el Estado no debe acumular todos los medios para prestar atención a esos intereses de sus conciudadanos. Una conducta inteligente del Estado, expresan los adeptos al capitalismo global, es apoyarse en el sector privado y generar condiciones en ese sector para que apoyen los intereses colectivos con eficiencia y un costo razonablemente solidario.
En los años 80 y principios de los 90 del siglo XX, se implementó una serie de programas de asistencia social y fondos sociales en diversos países de América Latina, Venezuela no fue una excepción, donde el endeudamiento del Estado, y con ello de la nación entera, radicó en una inmensa deuda externa que arropó la capacidad de reacción de los Gobiernos y los puso de rodillas ante políticas económicas no humanistas, tales como la construcciones de viviendas a precios fuera del alcance del ciudadano o ciudadana medio, planes de emergencia para combatir el desempleo que beneficiaban al patrono y no al trabajador, programas alimentarios restringidos, programas de patrocinio de grupos de autoayuda e iniciativas comunales en los barrios pobres sin una visión de calidad de vida, menos de participación ciudadana; o de las microempresas del sector informal asistidas pero embargadas en tres o cuatro veces su valor. En todo este panorama, el Fondos de Inversión Social financiado por el Banco Mundial se erigió como una alternativa a la crisis, pero una crisis que implosionó en otra de mayor impacto y contracción social.
Los Fondos de Inversión Social (FIS) constituyeron la parte esencial de la estrategia político-social a los pobres, recomendada por el Banco Mundial como compensación de los “costos” sociales de la política de ajuste estructural en Latinoamérica. Los fondos sociales fueron implantados y probados por primera vez en Bolivia, en 1985, por recomendación del Banco Mundial; también han sido aplicados en Chile, Costa Rica, El Salvador, Honduras, Guatemala, Panamá, Nicaragua, México, Perú, Uruguay y Venezuela; y son una vía alternativa factible para reponer ciertos equilibrios en la sociedad.
Sin embargo, se presentaron otras situaciones que hicieron de la participación del financiamiento internacional, un claro obstáculo para alcanzar equidad en la ejecución de los derechos sociales, me refiero a la concentración de las inversiones en infraestructuras y trabajos de mantenimientos que significan recursos de los fondos canalizados en un área de los gastos sociales del Estado que ha experimentado recortes particularmente drásticos desde los años 80 en América Latina. Esos recortes se sintieron en la desigualdad y en la exclusión, en sectores como la mujer, los niños, minorías étnicas, marginados urbanos. Por otro lado, están las manifestaciones más violentas de la pobreza, el desempleo que se empezó a generalizar a nivel mundial. Ello hizo necesario la puesta en marcha de programas de apoyo a las organizaciones no gubernamentales (ONG`s) que trabajaban ya en el área social, en empresas privadas y en las comunidades, creando vías alternativas para asegurar la respuesta a necesidades sociales básicas de quienes viven en la profunda crisis latinoamericana.
El Banco Interamericano de Desarrollo en los noventa marcó un nuevo camino conocido como “La agenda social del Banco”, que tuvo, a mi entender, una vigencia importante, dado que las condiciones que la originaron aún persisten y el objetivo a eliminar sigue siendo el mismo: la pobreza. Por ello reproduzco los lineamientos básicos de esta Agenda que, de alguna manera, han de estar reflejados en los programas sociales que se intenten hacer de en los próximos diez años, sea cual sea la visión ideológica de los Gobiernos: En Desarrollo urbano; donde se apoye el mejoramiento del suministro de servicios urbanos básicos así como programas de reforma del sector vivienda y las políticas de descentralización fiscal y fortalecimiento municipal; En Educación, priorizar la calidad de la educación y el aumento de la eficiencia con el financiamiento de proyectos de mejora de la educación primaria y básica general, tratando de esa manera adecuar la oferta de servicios a la demanda de los sectores productivos; En ciencia y tecnología, el financiamiento orientado a apoyar a los países a enfrentar los desafíos que trae consigo las medidas de liberalización de sus economías; En salud, apoyar programas que mejoren tanto las condiciones de salud -especialmente de la población de bajo ingreso- así como la eficiencia operativa del sector.
Es necesario reforzar las acciones de los programas preventivos de salud pública y apoyar los procesos de desconcentración y descentralización de servicios y desarrollo gerencial, pero sin descuidar el papel rector del Estado, muy apegado a la visión de descentralización multicéntrica; y En fondos sociales, orientar a grupos específicos para financiar proyectos que alivien los costos sociales derivados de los ajustes económicos.
Una sociedad socialista es posible, solamente en condiciones de equidad y “salud” fiscal; con moral y con apego al respeto de las diferencias entre iguales. Profundizar la democracia es hacer socialismo, pero si se piensa que profundizando “brechas” sociales llegaremos algún lugar, está en lo cierto, llegaremos al “abismo”.