Una vez más las fuerzas armadas de Estados Unidos se preparan para una guerra de conquista. En este caso, en Siria.
Eso ya no es novedad. La rapacidad del gran capital estadounidense no tiene límites y nos tiene acostumbrados a estas aventuras bélicas. ¿En qué guerra durante el siglo XX, y ahora el XXI, no participó la gran potencia indirecta o directamente? Lo de Siria no es nuevo.
En todo caso, la posible nueva aventura guerrerista abre escenarios preocupantes: estamos ahora ante la real posibilidad de un conflicto que se puede ir de las manos, que puede terminar en una catástrofe de escala planetaria.
La guerra, esto no es nuevo, es consustancial al sistema capitalista. Hoy, quizá más que nunca, la industria bélica (industria de la muerte) juega un papel fundamental en toda la arquitectura social del sistema-mundo del capital: hay que destruir para reconstruir, y vender armas, muchas armas, que se usen y que se sigan vendiendo. Ese esfuerzo –monstruoso, absolutamente condenable– significa un motor indispensable para el capitalismo, y para los Estados Unidos representa un cuarto de su economía. Sin ningún lugar a dudas, este modelo es infame, oprobioso, totalmente repudiable. Pero es el sistema que domina el mundo.
La posible guerra contra Siria –que en realidad estaría impulsada por el gran capital de Estados Unidos y algunos adláteres que sirven políticamente para justificar la intervención– busca reconfigurar la situación del Medio Oriente a favor de esos factores de poder. El petróleo sigue siendo el botín principal, a lo que se suman las reservas de agua dulce de la zona. Un Medio Oriente en guerra permanente sirve a los intereses hegemónicos de esos grandes capitales, liderados por la potencia militar de la Casa Blanca, con un Estado de Israel como base operativa para la zona. La máxima de “divide y reinarás” está totalmente presente. Pero el peligro en ciernes ahora es que este proyecto bélico contempla a mediano plazo el intento de asfixia de Rusia y China como competidores peligrosos. Por cierto ninguno de estos dos países –ahora capitalistas, con considerable potencial bélico, atómico incluso– dejará que la provocación siga adelante. Por tanto, el escenario es sumamente complicado.
Se ha hablado de la posibilidad de una nueva guerra mundial, tal vez sin utilización de material nuclear (¿pero quién puede garantizarlo?), que Washington y sus aliados estarían pergeñando como rediseño del mundo, buscando en definitiva el control planetario de los recursos estratégicos (petróleo en principio), neutralizando el avance chino y ruso. Si ello es así, el futuro es sumamente incierto, porque más allá de escenarios trazados con computadora en una confortable sala, nadie sabe a ciencia cierta qué podría dispararse. La excusa de un ataque a Siria como represalia por haber utilizado su gobierno –supuestamente, dado que no está demostrado– armas químicas en contra de su población, no es más que un nuevo ataque a la inteligencia de la humanidad, una nueva agresión a nuestra dignidad (¿por qué nos siguen tomando de estúpidos?). Los tambores de guerra suenan in crescendo, y el clima se va caldeando cada vez más.
¿Qué podemos hacer los millones y millones de ciudadanos de a pie que vemos con consternación todo esto? Aparentemente nada. La fuerza de los hechos se impone. Y, como dijera alguna vez una pintada callejera, “donde hay balas sobran las palabras”.
Acostumbrados como estamos ahora –tras décadas de capitalismo salvaje eufemísticamente llamado neoliberalismo y extinción de los sueños revolucionarios de hace algunas décadas tras la caída del Muro de Berlín– a asumir que la fuerza de los poderosos es casi imbatible, en principio no se ven muchos caminos para oponerse a este ataque contra Siria. ¿Qué hacer ante no sólo las balas sino los misiles de alta tecnología, ante la intoxicación informativa de las grandes cadenas internacionales, ante la monumental desmovilización que se vive? Pareciera que nada, más que encogernos resignadamente de hombros. Pero siempre es posible reaccionar (y, ¿por qué no?, pensar que se puede retomar la iniciativa). Recordemos que la Segunda Guerra Mundial tenía como principal objetivo de las potencias capitalistas, al menos en un principio, acabar con la experiencia socialista de la Unión Soviética. Y si bien eso le costó 20 millones de vidas al primer Estado obrero del mundo, la consecuencia fue exactamente lo contrario a lo buscado por el capitalismo: el país socialista salió fortalecido transformándose en una de las dos superpotencias globales.
Oponerse a la guerra es tarea de quien sigue pensando que este mundo está disparatadamente desequilibrado y se necesita otro modelo. Pero es también tarea de cualquiera que respete mínimamente los derechos humanos, el derecho a la vida, el derecho a no ser tomados como estúpidos por la desinformación mediática. Por todo ello, sabiendo que eso es un pequeño granito de arena que, en sí mismo, quizá no representa nada, pero que sumado a otros granitos puede convertirse en una montaña, propongo que se solicite le sea retirado el Premio Nobel de la Paz al Comandante en jefe de las fuerzas armadas de la primera potencia mundial, el Sr. Barack Obama.
Si albergamos alguna esperanza cuando él asumió la presidencia de la Casa Blanca (¿los negros al poder?), hoy día es abrumadoramente elocuente que las decisiones no las tiene él en sus manos, sino que responde a los intereses del monstruoso complejo militar-industrial que sigue fijando las políticas a largo plazo. En ese sentido es un contrasentido, una ofensa a nuestra dignidad, una burla perversa seguir manteniéndole el Premio Nobel de la Paz. Pedir que le sea retirado tal vez no impida la guerra, pero ¿por qué no pensar que con pequeñas acciones se puede empezar a construir alternativas? Los hechos políticos son eso: pequeñas acciones. Si es cierto que donde hay balas sobran las palabras, pongamos palabras en lugar de las balas: ¡que se le retire ese galardón a Barack Obama!
Dejo en manos de quien quiera darle forma concreta a la iniciativa haciendo circular por la red el respectivo pedido.