Viendo el filme Lincoln (2013), del director estadounidense Steven Spielberg, se admira no sólo el impecable desenvolvimiento narrativo que imprime el cineasta a una figura clave en la historia de Estados Unidos; también se redimensiona el papel de las luchas políticas de las minorías étnicas de ese país, toda vez que Abraham Lincoln se propuso, con tenacidad admirable, que una mayoría del Congreso de su época le siguiera para poder luchar por los derechos de los negros, o mejor, de que los negros pudieran disfrutar de los mismos derechos civiles de los blancos. Al lograr esto, Lincoln se exponía a los intereses desorbitados de un Estado esencialmente racista, que no tuvo contemplación en dirigir su asesinato para borrar cualquier intención de igualitarismo. En el siglo XX Martin Luther King, y luego Malcolm X, intentarían seguir los pasos de Lincoln, y serían igualmente asesinados. Esta tendencia a eliminar líderes civiles por parte de fuerzas militares e intereses económicos irracionales se cumple incluso en la figura de John Fitzgerald Kennedy, presidente blanco de gran popularidad, pero con algunas ideas de avanzada, quien también fue víctima de la inquina militar del Pentágono y de su aparato de espionaje, la CIA, que no duda en perpetrar sabotajes a cualquier clase de ideas que se rebelen contra esa omnímoda voluntad de dominio mundial, de esa delirante tendencia a tener un control total sobre la energía y los insumos de primera necesidad: petróleo, minerales, agua, gas, árboles, ríos, mares etc., haciendo uso de un arsenal tecnológico de punta traducido en cohetes, misiles, aviones o bombas atómicas, complementados por otras armas mediáticas o tecnológicas: filmes, propaganda, modas, cosméticos, publicidad sin freno, periódicos y medios de comunicación que se expanden a través de símbolos, iconos, cultura de masas, construcciones lingüísticas y semánticas con eslóganes, arquetipos, canalizados a través de una educación clasista (bajo la máscara de la “excelencia”), sistemáticamente inoculada en la vida cotidiana de los ciudadanos mediante una ideología, como lo ha demostrado el análisis marxista.
Al mismo tiempo, Estados Unidos siempre fue un país capaz de generar una poderosa cultura popular, expresada sobre todo en sus luchas antiraciales, en su música, su literatura, arte y cine, que de un modo u otro hacen frente a los atropellos y desmanes de las tendencias del pensamiento único y segregacionista que ha caracterizado la actitud de colonialismo global ejercido por tantos gobiernos de Estados Unidos en los ámbitos políticos de todo el planeta. Me refiero al poderoso movimiento contracultural que, desde las luchas de la independencia americana capitaneadas por George Washington, Thomas Jefferson y Benjamin Franklin, se han venido expresando sobre todo en la historia de las guerras de Secesión y la liberación del sur de ese país. También en su filosofía, tal el caso de Henri David Thoreau con su Desobediencia civil o Ralph Waldo Emerson con sus ideas de la tradición oriental del naturalismo y trascendentalismo, opuestas al pragmatismo de William James; asimismo, en la música culta sobresalen los nombres de George Gershwin, John Cage, Charles Ives, Samuel Barber y Aaron Copland, y en la música popular destacan las expresiones de la música country (que recoge el legado tradicional de los hombres del campo y de a caballo) y en las modalidades del Blue, el Jazz (la gran música del alma negra americana, donde resaltan las composiciones de Louis Armstrong, Charlie Mingus. Duke Ellington, Ray Charles, B.B. King, Thelonius Monk, Charlie Parker, Chet Baker y Miles Davis, y los peculiares dominios de sus instrumentos, y una pléyade de cantantes femeninas como Billie Holiday, Sarah Vaughan, Ella Fitzgerald o Carmen McRae, seguidas de una serie de magníficos crooners como Frank Sinatra, Nat King Cole, Tony Bennett, Fred Astaire; Mel Tormé o Billy Erkstine), el Rock (que liberó el espíritu de los jóvenes y permitió el hermoso movimiento hippie del amor y la paz, que influenció al mundo entero, y donde siempre estuvo presente el espíritu del gran guitarrista Jimi Hendrix, para producir una de las músicas populares más ricas y eclécticas que puedan existir), y finalmente el Rap (la música que se genera de lo que se percibe directamente en la calle, sin mediadores, una música de resistencia).
En la literatura tenemos poemas, cuentos, novelas, ensayos y dramas que han puesto en evidencia que los Estados Unidos no son sólo un país gobernado por políticos delirantes (demócratas o republicanos, lo mismo da), sino una nación inteligente, sensible y culta capaz de ofrecer obras de enorme calidad al mundo. Desde las tribulaciones de Edgar Allan Poe en Boston que fundaron el cuento moderno y la literatura policial, hasta las pesadillas crípticas de Howard Philip Lovecraft en Nueva York que inauguraron un nuevo terror metafísico en el siglo XX, Estados Unidos nos ha ofrecido una vasta literatura que ha pasado por las novelas y relatos de Nataniel Hawthorne, Joseph Conrad, Henry James, Jack London, Thornton Wilder, Ernest Hemingway, William Faulkner, Truman Capote, Carson Mc Cullers, Malcolm Lowry, Normam Mailer, James Baldwin, Francis Scott Fitzgerald, William Saroyan o William Kennedy, para sólo nombrar a unos pocos. La gran poesía estadounidense, con astros de primera magnitud como Longfellow, Oliver Goldsmith y Walt Whitman, nos dieron luego en el siglo XX autores de la talla de T.S. Eliot, Ezra Pound, EE Cummings, Robert Frost, Stephen Spender, Hart Crane, Theodore Roethke, Carl Sandburg, Emily Dickinson, Hilda Doolitle, Anne Sexton, Wallace Stevens, W.H. Auden y muchos más que, hasta la notable Generación Beatnik a la que pertenecen Lawrence Ferlinghetti, Allen Ginsberg, Gregory Corso o Leroy Jones (que influiría luego en trovadores como Bob Dylan, Joan Báez, Bruce Springsteen o Tom Waits), no hicieron sino constatar la existencia de una contracultura que le ha hecho frente a la desmesurada cultura del capitalismo de Estado. En el teatro, pienso en Eugene O’ Neill, Tennessee Williams, Arthur Miller y Sam Shepard, mientras que en la vasta tradición cinematográfica habría que citar algunos nombres como los David Griffith, Delmer Davies, William Wyler, Raoul Walsh, James Whale, Tod Browning, King Vidor, John Ford, Orson Welles, Billy Wilder, John Huston, Sam Peckimpah, Nicholas Ray, Arthur Penn, Fred Zinnemann, Richard Brooks, David Lynch, Francis Ford Coppola, Brian de Palma, David Cronenberg, Ridley Scott o Woody Allen, entre muchísimos más. Cuando pienso en al arte moderno acuden a mi mente las obras de Jackson Pollock, Edward Hopper, Robert Rauschenberg y Andy Warhol.
La contracultura es una cultura que va más allá de de la codicia, el consumismo compulsivo y el narcisismo individualista en los que se ha basado buena parte del Estado para perpetuarse, respaldado por un ejército que se piensa invulnerable y superpoderoso, para animar y validar su tendencia al gigantismo económico—político, que se ha ido desmoronando por su propio peso y ante nuestros ojos. Un gigantismo que devino en un titanismo catastrófico como el que se expresó en el trágico hundimiento del barco Titanic, en la explosión de las Torres Gemelas, en el caos de la Bomba Atómica en Hiroshima, en los cohetes espaciales que no llegan a destino (como al final fracasa Superman, uno de sus iconos del comic y el cine) y las tendencias de fin de mundo cultivadas por el cine apocalíptico de Hollywood, donde siempre llega un héroe suyo a salvar a la humanidad. Todo esto, cobijado por un aparato de “inteligencia” (así le dicen de modo elegante al espionaje) que se cubre con los ropajes más sofisticados, entre ellos una cultura visual centrada en el crimen y la venganza, desplegada gracias al cine comercial; los concursos, las competencias deportivas (cuyo zenit son las Olimpíadas), los cuales han generado una industria diseminada por todo el planeta.
Todo lo que toca esta industria ideologizada es convertido en mercancía, altera su valor de uso y lo convierte en mero valor de cambio. Utilizando una supremacía económica avasallante, la cultura capitalista ha logrado lo que ninguna otra en la historia de la humanidad: hacer creer a la especie humana que cada individuo puede trascender por sí solo, pensar que el éxito personal se basta a sí mismo y se coloca por encima de todo. Con ello ha ido anulando el sentido de necesaria convivencia que debe animar a los seres humanos, haciéndole creer a cada quien que se puede ser feliz en una cápsula solitaria donde cubrir necesidades básicas, complementadas con eventuales paseos, vacaciones, dietas, ejercicio, sexo a discreción, placeres y paraísos artificiales procurados por el uso de drogas, desde las legales como el alcohol o el cigarrillo, hasta fuertes como la heroína o el éxtasis.
En las últimas décadas, el cine comercial de acción y los espectáculos de masas como el deporte o los conciertos de música serial se han impuesto como métodos de diversión y entretenimiento (el entertaintment es ciertamente una de las palabras mágicas para los mass media) para mitigar un poco el trabajo capitalista alienado, en el marco de una democracia adulterada que, a la vez que legaliza la explotación del obrero mediante ordenamientos jurídicos, manipula ideológicamente a los individuos (ya no son tales sino masas homogéneas que perciben todo igual) son mensajes que producen una ilusión de felicidad. La familia, el trabajo, la alegría, el amor, la amistad, la convivencia: todo está conducido hacia este espejismo de los individuos que lo tienen todo resuelto, cuando en verdad se trata de personas enajenadas a un sistema basado principalmente en un sufragio programado, mediante el cual se eligen representantes al congreso cada cierto tiempo, que supuestamente elegirá a los ciudadanos más eficaces o capacitados para conducir los destinos inmediatos de la nación.
Hoy por hoy, estamos presenciando en todas partes el colapso del capitalismo, y no porque apostemos a ello. Las finanzas han devorado todo. Han devorado los sueños de justicia social. Han devorado la política. Se han comido los ideales de la educación. Y se han tragado casi totalmente a la cultura.
Pero no pueden con la utopía, que hoy está basada en la contracultura, es decir, en una cultura que no se fundamenta en la dominación ideológica sino en la libertad espiritual, que es lo que, en suma, andamos buscando todos los seres humanos, consciente o inconscientemente. Una libertad construida con ideas de igualdad y paz. Pero una paz de verdad. Una paz que no sea sólo usada en los discursos de organismos multilaterales de líderes que construyen estados blindados, y sus poderíos bajo el chantaje o las amenazas de muerte, sino se acatan sus disposiciones para respaldar sus decisiones.
Los Estados Unidos se merecen mejores gobernantes y una mejor política, requieren de presidentes más nobles. Desde John Kennedy, que tenía un estilo honesto de dirigirse a las multitudes, no hemos visto sino una serie de disfraces o máscaras de poder de personajes manipulados y a la vez manipuladores como Franklin Roosevelt, Edgar Hoover, Lyndon Johnson, Ronald Reagan, Richard Nixon, Bill Clinton (Jimmy Carter fue quizá una excepción como persona; tenía tal vez un poco más de humanidad) o los Bush, cuyo denominador común fue la torpeza política y una voluntad colonialista sin límites.
Luego del fracaso neo imperial de la dinastía Bush, cuyo desmoronamiento ideológico fue presenciado por el propio pueblo de Estados Unidos, –y el mundo— los estadounidenses vieron una posibilidad en Barack Obama, poniendo en él sus mejores esperanzas. Eso se apreció en la entusiasta campaña presidencial y en la alegría de las gentes cuando ganó la presidencia. Creyeron apostar por un hombre distinto, con mayor sensibilidad social o un mayor sentido de la justicia. Poco a poco, Obama fue defraudando esas esperanzas, se fue plegando a los oscuros mandatos del Pentágono (el poder militar) y del Departamento de Estado (el poder financiero), como todos los demás.
La decepción ha sido grande. Tan torpe ha sido su diplomacia internacional e inhumano su proceder, que existe una campaña internacional para revocar su Premio Nobel de la Paz, y recientemente Vladimir Putin lo ha sacado de un grave apuro en el conflicto con Siria. Ya no hay en su rostro rasgos de nobleza; ha envejecido prematuramente, luce una personalidad gris y amarga. La gran esperanza negra (y blanca) se ha ido extinguiendo en su afán de invadir países, intervenir en la política interna de varias naciones árabes que él considera débiles, como todos los demás. Al momento de escribir estas líneas, (1° de octubre de 2013) tiene a su país literalmente paralizado y sobregirado, con un Congreso en su contra y un conflicto laboral de proporciones gigantescas. Hasta el reverendo negro Jessie Jackson, hombre de una entereza personal y moral reconocida, está pidiendo que se anule por fin el bloqueo económico a Cuba, y célebres hombres de cine, como Oliver Stone y Sean Penn, que lo apoyaban al principio, se han declarado sus opositores.
Los Estados Unidos poseen las empresas privadas más eficaces del planeta y los gerentes más inteligentes, y merecen una nueva oportunidad, merecen poner nuevas esperanzas en su horizonte social y político, un conjunto de gobernantes que no hablen sólo de guerras, dominación, control, invasión, superioridad, todas éstas patrañas que se han vendido a países como Alemania, Italia, Inglaterra o Francia para manipular a naciones de un perfil económico más bajo como Grecia, Portugal, España o Bélgica, y no han hecho sino conducirlas al caos económico, con la conocida justificación de ingresar al inefable Mercado Común Europeo.
Los pueblos de América Latina necesitamos creer en el gran pueblo de Estados Unidos, un pueblo con voluntad de superación y un espíritu emprendedor enorme, que tarde o temprano va a dar un paso en positivo hacia una paz real, de eso estamos seguros, hacia una convivencia verdadera con sus hermanos del continente, que hemos venido creciendo en otro sentido, dando muestras de coraje y decisión para salir de la dependencia, y acceder a una necesaria soberanía cultural y espiritual.
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