No pasa un día sin que surjan nuevas pruebas de los desmanes de la pandilla de George W. Bush contra valores supuestamente sagrados del sistema estadunidense. Todas implican vulneraciones de la ley y la ética suficientes para revocar a medio gabinete y para someter al presidente al impeachment.
Recientes revelaciones de Paul Pillar, alto jefe de la CIA encargado del Medio Oriente vísperas de la invasión de Irak, establecen que ese organismo nunca tuvo ninguna prueba de la existencia de las armas de destrucción masiva en el país árabe. Según Pillar, Bush, Cheney y Rumsfeld sólo estaban dispuestos a escuchar datos falsos que permitieran justificar ante la opinión pública la decisión previamente tomada de atacar a Irak. Por su parte, el informe de la comisión senatorial que investigó la actuación del gobierno ante el impacto del huracán Katrina en Nueva Orleáns, precisa la enorme responsabilidad de la Casa Blanca en el trágico desenlace, ya que fue alertada con dos días de antelación sobre el peligro de morir ahogadas en que se encontraban miles de personas en esa ciudad sin que hiciera nada al respecto. La comisión cree que este hecho choca con las palabras de Bush del 1 de septiembre de 2005 cuando dijo: “No creo que nadie pudiera haber anticipado la ruptura de los diques”. En otras palabras, Bush mintió una vez más. Está, además, la cuestión del espionaje electrónico a miles de estadunidenses, considerado ilegal por eminentes juristas y por muchos legisladores de ambos partidos, que la administración de Bush insiste en seguir llevando a cabo y que será objeto de una investigación por el Congreso.
l trato a los prisioneros por los bushistas merece capítulo aparte. Un reciente informe de un panel de expertos de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU y declaraciones de uno de los abogados de los recluidos en el campo de concentración de la Base Naval de Guantámo reiteran las torturas a que son sometidas estas personas, la mayoría de las cuales no han sido acusadas de delito alguno ni existen evidencias de que fueran realmente “combatientes enemigos”. El escándalo estalló cuando se conoció el trato degradante e inhumano a que eran sometidos los reclusos en la prisión de Abu Ghraib, en Irak. Luego se supo que hechos iguales ocurrían en Guantánamo, en Afganistán y en las cárceles secretas que mantiene Estados Unidos en distintas partes del mundo.
Sobre esta grave violación de la Convención de Ginebra y de las propias leyes estadunidenses ha habido en el país del norte audiencias congresionales, fallos de tribunales que obligan a seguir el debido proceso y hasta se aprobó una ley que requiere un trato humano para los detenidos. Pero Bush persiste en su derecho como “presidente de guerra” de seguir en las mismas, como quedó evidenciado en la reciente comparecencia del Procurador General Alberto Gonzales en el Senado. La obsesión del inquilino de la Casa Blanca por llenar la Corte Suprema de jueces incondicionales encaja perfectamente en su esquema mental de no someterse a las formas republicanas. En resumidas cuentas, Bush actúa no como un presidente sino como un monarca absoluto.
Pero los bushistas no la tienen fácil. En los grandes medios de (in)comunicación, que permanecieron callados hasta que se vio claro el desastre militar en Irak, ahora existe un debate sobre estos temas y se insiste en el alto costo de la guerra. Ello es reflejo de agrias pugnas contra el grupo de Bush en el seno de la elite estadunidense. Aunque la oposición ha sido débil y aquiescente ante este gobierno, muchos analistas consideran posible que los demócratas consigan un importante avance electoral en las elecciones legislativas de noviembre.
Para salir de este atolladero, los expertos en mercadotecnia de la Casa Blanca decidieron encargar al Pentágono la sustitución de la marca “guerra contra el terrorismo por otra más “vendible” y a partir del informe de Bush sobre “el estado de la Unión” se ha comenzado a hablar de la “guerra larga”. Tan larga que se le compara a la guerra fría y se invoca que durará una generación. La nueva marca está destinada a un relanzamiento del belicismo bushista –cuyo próximo objetivo parece ser Irán-, a una legitimación de la creciente e inconstitucional cuota de poder que se arroga esta presidencia y quién sabe si a justificar hasta una suspensión de las elecciones presidenciales de 2007 con el argumento de que la guerra no deja tiempo para esas menudencias.
aguerra12@prodigy.net.mx