Cuba: Revolución de septiembre

Hemos visto la nostalgia de política colonial que invadió el espíritu del gobierno español a mediados de siglo. Entre tanto, las únicas colonias que quedaban del antiguo imperio eran las islas antillanas de Cuba y Puerto Rico. Aunque desde 1817 se había firmado con Inglaterra, Francia y Portugal un tratado comprometiéndose a no tolerar la trata de negros, la esclavitud no sólo no decreció sino que fue aumentando. En 1860, según los datos oficiales de la estadística española, había en Cuba 374.000 esclavos, 479.000 hombres libres blancos y 172.500 hombres libres de color. Los políticos de la opresión progresistas aseguraban que el número de esclavos llegaba a 600.000. De todos modos, teniendo en cuenta que en 1817 el número de esclavos no pasaba de 20.000, el aumento era sencillamente espeluznante y no decía nada bueno de cómo los gobiernos que se sucedían es Madrid entendían llevar la política colonial.

En Puerto Rico, el número de esclavos era de unos 47.000 contra 236.000 blancos libres y 210.000 mulatos y negros libres.

En realidad, la trata de esclavos era todavía un pingüe negocio, aunque clandestino y, por otra parte, el aumento de plantaciones cubanas requería mano de obra que los propietarios preferían fuera de esclavos. La permanencia de la esclavitud como institución “hacia necesaria”, si vale la expresión cruel, la de la trata.

La producción azucarera conoció desarrollo inusitado en la primera mitad del siglo XIX (1600 por 100 de aumento entre 1786 y 1850). En 1860 la producción fue de 1.127 millones de libras. También la producción de tabaco, a base de mano de obra esclava, se triplicó de 1826 a 1850. Se calculaba que, entre las dos producciones, se obtenía un beneficio anual de 1.200 millones de reales.

Ese examen, aunque somero, de la situación de las Antillas, puede darnos idea de cuán descabellado era el empeño de volver por los fueros coloniales, con métodos e ideas que ya habían fracasado medio siglo antes. Triste es reconocer que el corte con los problemas ultramarinos había sido total. Por eso la famosa anexión voluntaria de Santo Domingo tenía que acabar como acabó: separándose de nuevo en 1865. Nos cupo, sin embargo, el honor de aceptar casi pacíficamente la separación, empezando por el general Gándara que mandaba allí las fuerzas españolas, y pese a algunos defensores del honor nacional mal entendido, entre los que destacó Cánovas.

España ya no era potencia colonial de primer orden. En 1836, el Congreso reconoció la soberanía e independencia de las antiguas colonias de América. La nostalgia colonial tuvo sus brotes con la momentánea anexión de Santo Domingo y la desgraciada guerra del Pacífico en 1866. Al sobrevenir la revolución de septiembre, sólo restaban del viejo imperio colonial las islas de Cuba y Puerto Rico en las Antillas, y el archipiélago de Filipinas e Islas Carolinas en Extremo Oriente. Comenzaba entonces la política africana de España utilizando las llamadas plazas de soberanía (y vulgarmente “los presidios”) de Ceuta y Melilla, y el peñón de la Gomera en la bahía de Alhucemas. Hasta 1860 sólo se pensó dichos lugares para utilizarlos como residencia de presidiarios condenados. Las riquezas seguían viniendo de las islas antillanas y, en menor grado, de Filipinas. A Cuba iban los altos funcionarios españoles a enriquecerse y a jugar al sátrapa, haciéndose servir por esclavos negros. Las colonias eran buenas para soportar todos los golpes; mientras un español debía pagar, por término medio, 5 reales de impuesto al fisco, el promedio en Cuba era de 12 reales y medio.

Sobre una población de 1.407.000 hombres había 625.000 esclavos negros que eran propiedad de 565.000 blancos. El negro trabajaba en las inmensas plantaciones y en los ingenios azucareros. La trata proseguía pese a todas las declaraciones de buena voluntad, hipócritas o ingenuas. Los negros eran comprados en África a precios que oscilaban entre 100 y 150 francos (según la prensa francesa de la época), para ser vendidos en América por precios que oscilaban entre 2.000 y 6.000 francos.

Según los datos aportados por Castelar en famosa intervención parlamentaria (1870) defendiendo la abolición de la esclavitud, había en Cuba 300.000 esclavos y 700.000 libres y 40.000 esclavos en Puerto Rico (nótese la diferencia en los datos franceses; por nuestra, hemos podido comprobar que en 1858 había en Cuba en la mano, adujo hechos tan estremecedores como el expresado en el siguiente anuncio aparecido en los periódicos: “Se venden dos yeguas de tiro, dos yeguas de Canadá; dos negras, hija y madre; las yeguas, juntas o separadas; las negras, la hija y la madre, separadas o juntas”.

Naturalmente, los representantes parlamentarios de las Antillas no eran otros que los propietarios de esclavos; estos individuos, como cierto diputado de Puerto de Rico llamado Plaja, explicaban imperturbablemente a los demás diputados que no solamente era necesaria la esclavitud, sino también los castigos corporales y las torturas a los esclavos, porque “si así no se hiciera no trabajarían”.

No es, pues, extraño que la revolución de septiembre fuera para el pueblo cubano la señal de un levantamiento por su libertad; el llamado “Alzamiento de Yare”. La intransigencia del general Lersundi, capitán general de Cuba, llegó hasta impedir la difusión del telegrama de los cubanos de Madrid, pro reformas, que terminaba con el grito de ¡Viva Cuba liberal española! Cuando el nuevo capitán general, Domingo Dulce, se hizo cargo del mando, los patriotas cubanos, al grito de ¡Viva Cuba independiente!, habían realizado grandes progresos.

En Madrid dominaba la intransigencia de López de Ayala y Romero Robledo (ministro y subsecretario respectivamente de Ultramar), estimulados desde la oposición por Cánovas. Se aplazó la representación de Cuba en Cortes, se negó toda posibilidad de negociación, creando el espíritu de lo que Pi y Margall llamó “circulo de hierro”: porque ellos no ceden, tampoco cedemos nosotros”. En febrero de 1870, apoyado por los “unionistas”, Romero Robledo consiguió aplazar la discusión de la Constitución que hubiera dado la autonomía a Puerto Rico. Se acordó, no obstante, la autonomía administrativa de esta isla.

Las bandas de “voluntarios” armados cometían diariamente toda clase de desmanes contra el pueblo cubano. Esos “voluntarios”, tropas de choque de los colonialistas, hacían y deshacían en Cuba; al general Dulce, considerado blando y demasiado liberal, lo reembarcaron sin remilgos para la Península. Uno de los crímenes de mayor resonancia, por aquel entonces, fue el fusilamiento de varios estudiantes de la Facultad de Medicina de La Habana, el 1871, acusados, sin ningún género de pruebas, de profanación de sepulturas. Este asesinato legal mereció la repulsa del propio profesorado español de la isla y de un sector de las autoridades. Fue entonces cuando el capitán Estébanez rompió ostensiblemente su espada para significar que no confundía su amor a España con la defensa de las instituciones colonialistas.

El movimiento liberador tenía por jefe a Carlos Manuel de Céspedes, y su capital provisional fue establecida en el poblado de Sibanien, donde funcionó un Congreso nacional revolucionario cubano. Los patriotas insurrectos liberaron a centenares de miles de esclavos. La lucha era dura y la represión más. No obstante, esta fase de la guerra duró diez años, hasta la llamada “Paz del Zanjón” (1878), sobre la que más adelante insistiremos.

Entre tanto, la intransigencia de las clases conservadoras de España no sólo no favorecía en nada la presencia española en Cuba, sino que facilitaba los manejos de los Estados Unidos, interesados en separar las Antillas de España con fines nada filantrópicos. Sobre este particular es interesante conocer las negociaciones hispano-norteamericano de 1869. En agosto de dicho año llegó a Madrid el general norteamericano Sickles. Traía la misión de negociar la emancipación de la isla de Cuba. En la colección de documentos oficiales publicada por acuerdos de las cámaras de los Estados Unidos, consta, entre otros, el despacho dirigido por Mr. Fisch a Mr. Sickles, el 29 de junio de 1869, dándole instrucciones para su misión en España en estos términos:

“Por todo lo cual el Presidente de la República os encarga que ofrezcáis al gabinete de Madrid los buenos oficios de los Estados Unidos para poner término a la guerra civil que devasta a la isla de Cuba, con arreglo a las siguientes bases:

1.° Reconocimiento de la independencia de Cuba por España.

2.° Cuba pagará a la metrópoli, en los plazos y forma que entre ellas se estipularán, una suma en equivalencia del abandono completo y definitivo por España de todos sus derechos en aquella isla, incluso las propiedades públicas de todas clases.

3.° Abolición de la esclavitud.

4.° Amnistía durante las negociaciones.

La misión de Sickles no podía prosperar ni el gobierno de Prim estaba en condiciones de acceder a las pretensiones norteamericanas.

Tres años después, siendo Moret embajador en Londres, fracasa una gestión cerca de Lord Granville, ministro de Asuntos exteriores británicos, para que éste abogue por la conciliación ante Mr. Fisch, secretario de Estado de Washington. Moret insiste entonces en la necesidad de dar marcha atrás, ofrecer la abolición total de la esclavitud y una serie de formas y acudir a los buenos oficios de Londres y Washington. El último telegrama de Moret en este sentido data del 30 de enero de 1872. Demasiado tarde; Ruiz Zorrilla tenía otras cosas en qué pensar ante el derrumbe inminente de la monarquía de Amadeo: Martos, ministro de Estado, respondió aplazando la cuestión.

 

¡Gringos Go Home! ¡Pa’fuera tús sucias pezuñas asesinas de la América de Bolívar, de Martí, de Fidel y de Chávez!

¡Chávez Vive, la Lucha sigue!

¡Independencia y Patria Socialista!

¡Viviremos y Venceremos!



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Manuel Taibo


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