Un pueblo que no aprende de sus errores está condenado a repetirlos

La historia es un profeta mira hacia atrás

 Ver historiadores mostrar sorpresa y escepticismo ante la amenaza de invasión a Venezuela por los EE.UU., es una experiencia surrealista. Se restriega uno los ojos. Mira para arriba buscando luz y no se encuentra, tal es el desconcierto. Porque si la amenaza viniera de unas hermanitas de clausura o en todo caso de un país sin tradición guerrerista podría prestarse a confusión, pero estando nada más y nada menos que los EE.UU., detrás de la gracia, no alarmarse -además de una soberana estupidez-, supone al menos dos probables actitudes: a) Se tiene un total desconocimiento de la historia; b) Se es cómplice del agresor.

La historia latinoamericana está plagada de invasiones, golpes de estado, magnicidios y otras minucias por parte de los EE.UU. ¿Cuándo? Pues cada vez que este imperio siente amenazado el más leve de sus intereses. Desde bananos, pasando por caña de azúcar, hasta cobre o petróleo. El 28 de abril de 1965, EE.UU. invadió la República Dominicana bajo el pretexto de la presencia de unas pocas decenas de supuestos comunistas entre las fuerzas que combatían al gobierno de facto de Donald Read Cabral.

  En este caso y para que nadie se llame a engaño -porque hay quienes suponen que EE.UU., es así porque está gobernando el ultraderechismo republicano-, la orden provino de un presidente estadounidense demócrata, Lyndon B. Jhonson. Éste envió en un santiamén la 82 División Aerotransportada a violar por segunda vez en el siglo XX la soberanía de la República Dominicana. ¿Representaba este grupo de supuestos comunistas un verdadero peligro para los EE.UU.?. Depende de cómo se vea. Objetivamente la reducida presencia de unos cuantos supuestos comunistas no podía significar peligro alguno para la potencia militar más grande del planeta, sin embargo, subjetivamente sí. El imperio no invadió República Dominicana para terminar con estos pocos camaradas. La razón estaba en la aniquilación del movimiento popular antiimperialista y el envío de un mensaje claro para los movimientos insurgentes que tenían lugar en Venezuela, Perú o Colombia.

  Urgía demostrar que el ejemplo cubano no se repetiría en ningún otro país de “su” América. Si para enviar ese mensaje había que pasar por encima de la soberanía de un país o asesinar a miles de personas ellos lo harían, y lo hicieron. La vocación imperialista de los EE.UU., no tolera desafíos a su inquebrantable voluntad por mantener su dominio en esta parte del hemisferio considerado como de su propiedad. La invasión solo fue el inicio de la operación de aniquilamiento que se había propuesto -como ejemplo severo-, el imperio. Bajo la tutela y encubrimiento de las tropas internacionales, que nunca faltan para legitimar invasiones, grupos armados al servicio de la inteligencia gringa iniciaron una cacería despiadada de miles de patriotas dominicanos.

  Este mes recordamos la invasión a la Guatemala de Jacobo Arbenz y la sangrienta represión que sobrevino con ella. Hoy echamos una mirada hacia esta invasión ejecutada diez años después. Tanto en estos dos casos, como en cualquiera de los otros que iremos recordando, el imperio no requirió excusas. El fin fue y es siempre el mismo: Destruir toda forma de expresión antiimperialista en su patio trasero. Olvidar esto es suicida y sólo la complicidad puede obviar la amenaza. Venezuela sufre ya las acciones previas al zarpazo. En esas acciones se inscribe la guerra de cuarta generación psicológica que adelantan con ferocidad desmedida los medios privados de desinformación. Allí está inscrita esa lucha por la indignidad universitaria que adelantan cuatro rectores mafiosos. ¡Jamás -que yo recuerde-, había visto una hora más menguada y oscura en la historia de nuestras universidades!. En ese plan están inscritos los asesinatos por vía del sicariato que estamos presenciando, curiosamente, moteando todo el mapa de la patria. En esa estrategia global está el slogan de la campaña del candidato Petkoff, “por una Venezuela sin miedo”.

  Una de las consecuencias más trágicas que traería para todos una derrota de la revolución ante estas fuerzas, sería la inauguración de una nueva estrategia de contrainsurgencia continental que atomizaría las fuerzas populares a todo lo largo y ancho de nuestra América. No es pedantería afirmar que en Venezuela se juega el destino de América. No sólo sufriríamos en Venezuela una represión que haría ver como un juego de niños lo ocurrido en el Cono Sur con sus 30 mil muertos y desaparecidos sino que, millares de dirigentes, militantes y colaboradores de la causa popular serían asesinados en toda América. Se impondría un tránsito de dolor en el cual, como siempre, a nuestros cuerpos represivos nacionales les correspondería el deshonroso papel de verdugos.

  Esto debe tenerse muy en cuenta. Sólo activando el poder popular y promoviendo su organización para la defensa podemos vencer. Sólo profundizando el proceso de cambios hasta desactivar las quintas columnas que actúan desde la corrupción, el burocratismo, la ineficacia y en general la profusión de antivalores se podrá detener la agresión. Hay que desarmar de argumentos la estrategia desestabilizadora de la contrarrevolución. Hay que utilizar de una vez por todas la fuerza de la ley para meter en cintura y desalentar al cipayismo criollo. La constitución y el poder popular brindan las herramientas.

A los medios –auténticas divisiones blindadas del imperialismo-, no se les puede permitir que continúen sembrando el terror. Ese es un asunto de grave interés nacional. La constitución prevé el Referendo Consultivo para tomar decisiones definitivas contra esta guerra diaria. No se puede esperar que CONATEL revise las concesiones. Cuando oigo eso me da sarpullido. Me suena a las “investigaciones hasta las últimas consecuencias” de la Fiscalía General de la República. Ya pasaron cuatro años del golpe de estado; más de tres del criminal sabotaje petrolero; más de dos de las guarimbas y vamos para los dos años del asesinato de Danilo, y continúan paseándose los culpables como pavos reales de canal en canal de televisión llamando a la violencia sin que nadie se atreva, simplemente, a pasarles un vídeo como prueba pública y notoria de sus delitos. Ojalá y lo gritado –porque fue un grito más que una proclama-, por El Libertador en el Manifiesto de Cartagena (1812) no termine convertido en realidad sólo que, no para llorar la muerte de la Primera República sino la de esta, aún niña y frágil, Quinta República.



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Martín Guédez


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