Trágica semana para George W. Bush. En las elecciones intermedias más concurridas de los últimos 24 años vio desplomarse el control que desde 1994 ejercía su partido republicano sobre las dos cámaras del Congreso. Vio también a Daniel Ortega ganar la presidencia en Nicaragua a contrapelo de Washington y, por si fuera poco, a la Asamblea General de la ONU aprobar la condena al bloqueo a Cuba con el mayor número de votos desde que el tema se discute en el organismo.
El resultado electoral del 7 de noviembre resultó una fuerte censura a la invasión de Irak, elemento galvanizador en la decisión del sufragio. Por eso es una gran derrota política nacional e internacional del bushismo en tanto el país árabe ha sido el eje de una peligrosísima política exterior de corte nazi.
Si la unimos a la defenestración de Aznar y Berlusconi y al ocaso de Blair confirmamos el repudio popular mayoritario al bushismo, en casa y en los Estados gobernados por sus aliados incondicionales. Pero lo trascendental en este caso es que fueran los estadunidenses quienes hayan expresado inequívocamente ese sentimiento en las boletas electorales.
A diferencia de cuando Bush fue reelecto de nada valieron ahora los cuentos de Karl Rove sobre la supuesta amenaza terrorista, amplificados generosamente en los medios de (des)información corporativos. Si lo hubo, tampoco funcionó el fraude electoral, que en Florida en 2000 y de nuevo en Ohio en 2004 llevó a su jefe a ocupar ilegítimamente la Casa Blanca.
No por reiterada pierde vigencia la famosa frase lincolnniana: se puede engañar a una parte del pueblo una parte del tiempo, pero no a todo el pueblo todo el tiempo. Y es que los sondeos de salida y los análisis críticos de autores estadunidenses sobre estas elecciones revelan una indignación de los ciudadanos no sólo hacia las mentiras y el continuado chantaje en nombre de la “seguridad de la patria” y de la “guerra contra el terrorismo” para mantener a Bush en el poder y a las tropas en Irak. También respecto al desmantelamiento de las reformas sociales y las regulaciones a las corporaciones instauradas por Franklin Roosevelt, que iniciado por Ronald Reagan -e incluyendo la presidencia de William Clinton- vienen generando hasta hoy desempleo, escuelas públicas en ruinas, pésima calidad del servicio de salud, empobrecimiento de los trabajadores y las capas medias, escandalosa corrupción política y empresarial y obscena concentración de la riqueza por una minoría.
Aunque el acto electoral significó una rebelión civil contra este estado de cosas, sería ingenuo echar campanas al vuelo. El imperialismo yanqui, es cierto, ha visto disminuir su poder respecto al momento en que desapareció la URSS. El grupo bushista no se recuperará del golpe sufrido en las urnas, indisolublemente asociado al fracaso mundial del neoliberalismo, a la rebelión latinoamericana en marcha, a la debacle de su enajenado proyecto de “democratización”(colonización) del “Gran Medio Oriente”. A lo hay que sumar la amenaza para la estabilidad del imperio de su declinante economía de casino, así como el desafío de poderes emergentes como China, Rusia, Irán, un MERCOSUR en proceso de expansión y las pugnas económicas con la Unión Europea.
No obstante, Washington conserva la superioridad militar, instrumentos de coacción económica y un gran control de las mentes a través de los pulpos mediáticos. La pandilla bushista, dotada de inéditos poderes excepcionales conferidos por el Congreso al Ejecutivo, es muy capaz de intentar coletazos de última hora. Ergo Irán.
El 7 de noviembre marca el principio del fin de ese grupo y su proyecto, pero queda mucho camino por andar para asistir a su entierro. Los demócratas, que han sido aquiescentes hacia Bush, deberán responder con acciones legislativas plausibles ante un electorado bastante más a la izquierda que su plataforma si es que aspiran a revalidar la victoria en las presidenciales de 2008. Si escuchan a los votantes presionarán por una rápida salida de Irak, pero a menos que el movimiento pacifista resurja en las calles se antoja difícil de lograr mientras Bush permanezca en la poltrona. En todo caso, el mensaje de los electores refuerza considerablemente la postura del grupo realista de la clase dominante, que se opone a la política exterior de Bush porque lleva al imperio al precipicio y, excepto en las industrias bélica y petrolera, reduce las ganancias de las corporaciones. Bussines is bussines.
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