Después de Carabobo

Carabobo nos liberó del dominio colonial español, pero de lo que no pudo liberarnos fue de la oligarquía criolla caraqueña.

La lucha independentista continuó después de Carabobo. La batalla fue una gloriosa victoria, sin duda, mas no quebró por completo al poder militar español, y lo que sobrevivía de éste se mantuvo en lucha por dos años. El batallón Valencey, en impecable retirada, se replegó a Puerto Cabello y La Torre mantuvo el control de la ciudad. Desde ella, como jefe, coordinó la resistencia. Cumaná seguía bajo dominio español. Coro, la provincia más renuente a aceptar la independencia, se alzó de nuevo contra ella. La lucha tomó dos años y hubo que combatir en la ciudad, en la costa y en la sierra. Se liberó a Coro en mayo de 1823. Cumaná se recuperó pronto, pero liberar a Puerto Cabello costó mucho, y solo se logró en octubre de 1823 gracias a una heroica hazaña de Páez. Y aún hubo que librar antes, en julio de 1823, una brillante batalla naval frente al lago de Maracaibo para vencer a la flota española. Con estos éxitos finales, todos hijos de Carabobo, Venezuela quedó al fin libre del poder español, aunque subsistieron guerrillas realistas en el centro del país hasta que Páez logró que las últimas se rindieran en 1831.

Pero es la oligarquía caraqueña la que será desde el principio un problema serio y de creciente peso. La Caracas de 1821 no es ya la heroica ciudad patriota de la Primera y Segunda repúblicas. Muchos líderes suyos murieron en esa guerra o se exiliaron y los líderes nuevos son moderados y más prudentes. Desde 1815, esa oligarquía ha vivido bajo el poder español sujeta al dominio de Morillo y viendo la lucha independentista desde lejos. Es más: logró adecuarse a la relativa paz en que vivía, y prosperar. El pueblo caraqueño celebra a Carabobo y aclama a Bolívar. No es raro, pues los pueblos siempre celebran a los vencedores, pero es que este es un pueblo que apoya la independencia, aunque carece de líderes y de poder. La oligarquía, en cambio, sí los tiene. Es rica y poderosa y no quiere cambios sociales que afecten sus intereses. Es heterogénea, pues la integran grupos distintos: comerciantes, terratenientes, burócratas e intelectuales, todos blancos o mestizos claros. Pero tienen una visión coincidente: no quieren más guerra; no simpatizan con los grandiosos planes de Bolívar; no quieren formar parte de esa Colombia bolivariana; desconfían de los neogranadinos; y rechazan aceptar como capital a Bogotá. Y el rechazo aumenta desde 1822 cuando Bolívar se marcha de Bogotá a Quito y al Perú, a continuar una guerra de independencia que ahora es continental y deja en el mando a Santander.

La rivalidad con Nueva Granada se inicia. La Constitución de Colombia, centralista como quería Bolívar, se aprueba en Cúcuta entre mayo y agosto de 1821. Caracas se queja de que su presencia fue limitada, y solo la jura condicionando su respaldo a que se hagan cambios de tipo federal, mientras Páez, instalado en Valencia como jefe militar, planea convertirse en líder político de Venezuela.

Pero no es solo Caracas. También Bogotá tiene su parte. La oligarquía patriota bogotana, de juristas e intelectuales moderados, se agrupa en torno a Santander. Ejercen el centralismo y aplican con rigor las leyes, a veces en forma mezquina o arbitraria, sobre todo al tratarse de venezolanos, lo que ayuda a aumentar la rivalidad y a generar provocaciones. La crisis estalla con el parcializado juicio al conflictivo héroe llanero Leonardo Infante y la injusta destitución del magistrado Miguel Peña, quien empaña su justa defensa de Infante con la ulterior manipulación cambiaria de un dinero que se le comisionó entregar. Infante es fusilado. Y Peña, acusado, se refugia en Valencia como enemigo del poder bogotano y se convierte en el mentor intelectual de Páez.

Con altibajos, la crisis se acentúa en años siguientes. Caracas pide a Bogotá sancionar a Páez por haber convocado una recluta que causó atropellos en la ciudad. Pero Valencia defiende con vigor a Páez. Esa defensa logra apoyo masivo, se transforma en conspiración (es la llamada cosiata) y cobra rasgos separatistas. El apoyo es tal que Caracas, al ver que coincide con su plan de romper con Bogotá, se suma de inmediato al liderazgo de Páez, que alcanza dimensión nacional, y el choque con Bogotá se hace frontal a partir de entonces.

De regreso del Perú, Bolívar, que es presidente de Colombia, al ver la amenaza de disolución de la Gran patria que ha forjado con su lucha, vuelve a Venezuela a enfrentarla. Su prestigio y habilidad le permiten hallar una solución que, para evitar la guerra civil, debe aceptar que nadie sea sancionado, y que Páez conserve su poder y creciente liderazgo en Venezuela. Pero esa generosa solución fracasa. La oligarquía venezolana, que lo que quiere es separarse de Colombia, empieza a rechazar a Bolívar. Y en Bogotá el grupo de Santander, que se define como liberal, acusa a Bolívar de haber cedido ante Páez a expensas de la Constitución y las leyes y comienza también a rechazarlo y pronto a conspirar. La Convención que se convoca en Ocaña en 1828 fracasa por la intolerancia mutua de venezolanos y neogranadinos. Colombia se queda sin Constitución y Bolívar debe asumir la dictadura apoyándose en los militares, los terratenientes y la Iglesia y aplicando una política conservadora, única forma que encuentra para impedir la disolución de Colombia, que es la obra de su vida. De nada sirve. Venezuela se separa de hecho, sigue Ecuador, gobernado por otro venezolano, y en 1830, Colombia se fragmenta en tres países. Ese mismo año Sucre es asesinado y después muere Bolívar.

Este dramático cuadro, que reduzco al máximo por razón de espacio, es mucho más complejo. Como en toda lucha política, los protagonistas actúan según su visión e intereses, tienen aciertos y errores, grandezas y mezquindades, todas humanas. Y sería cómodo e injusto desde una cátedra o una computadora repartir méritos y críticas a 200 años de distancia a hombres que debieron afrontar en medio de guerras y conflictos de todo tipo esa compleja y a veces inasible realidad a la que debieron enfrentarse para vencer al colonialismo español. Todos eran líderes de menor alcance que Bolívar. Carentes de su visión, se movieron en espacios concretos y con mirada de alcance reducido. Sus patrias eran todas chicas, hasta locales. Eran incapaces de verlas unidas en una Patria grande. Y querían cobrar sus hazañas con poder concreto que sólo era posible en patrias pequeñas porque la grande era de Bolívar. En eso eran realistas: no trascendían la realidad que tenían enfrente y a ella se ajustaban. Carecían de la visión creativa y grandiosa de Bolívar y fueron sus límites concretos y reducidos lo que les llevó en mayor o menor grado a fragmentar su obra para ceñirse a esa realidad.

Y hay algo más: bajo esas rivalidades personales o de grupo se hacía sentir la realidad socio-económica de esa América recién liberada de España. Y esa realidad mostraba que el admirable proyecto de Patria grande de Bolívar era sin duda prematuro. Por sobre sus rasgos comunes, como su compartido yugo colonial, su misma lengua y religión, los pueblos eran diferentes y desconfiaban unos de otros, viéndose más como rivales que como hermanos. Y esa Patria grande, que en 200 años aún no hemos logrado construir, carecía entonces de unidad territorial, abundaban en ella espacios vacíos o poco poblados, sus mercados eran locales, sus vías de comunicación nulas o escasas y una integración socio-económica como base de la unidad política aún no existía.

Convendría terminar este análisis preguntándonos qué pasó con nuestra Independencia, con la oligarquía criolla y con el pueblo. Intentaré hacerlo en un próximo y último artículo sobre el tema.

Tomado del diario Últimas Noticias.



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Vladimir Acosta

Historiador y analista político. Moderador del programa "De Primera Mano" transmitido en RNV. Participa en los foros del colectivo Patria Socialista

 vladac@cantv.net

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